Sunday, July 28, 2013

La madrugada


La madrugada tiene otra luz. ¿O es la ausencia de ella lo que reluce? Conduzco mi carro. Las sombras se alargan, se crispan un instante muy breve y estallan. Se derraman,  se deslizan  por el pavimento, cuchichean,  se tornan aladas. Los bancos vacíos. Las calles vacías.  El mundo ausente. ¿Dónde está el ruido?  Aquel olor no está. Ahora huele a hierba mojada, a tierra húmeda. Los ojos de los gatos brillan y me acompañan mientras paso. Vivir solo estas horas. Caminar en el silencio.  No hablar. No escuchar música. Ya eso sería la vida misma. El arbol  se contonea suavemente, como animal cansado.  Los colores ocres de lo que era insoportablemente brillante. La ausencia necesaria. El mundo es más pequeño. O menos siniestro. Viviría solo este momento. Después correría a esconderme. Hacerme nada para que no me descubran, no me huelan, no me comparen. Sin señales, sin que requieran de mí. Sin que necesiten de mí. Yo esperando la complicidad, el instante  preciso. No la noche. Eso es distinto. La madrugada sí, el sonido tenue de lo humano. Por lo menos lo que para mí es lo humano. La ciudad se abre y entro en ella como refugiándome, como buscando lo que no encuentro, que es también la ausencia. La luz ahora tiene otro color. Se me muestra y hablamos. Una palabra, dos a lo sumo; más sería innecesario. Miro hacia arriba y me siento pequeño, como si de un momento a otro pudiera desintegrarme, desaparecer; no dejar huella alguna. Algo me golpea. Cae lentamente la luz. Gotea espesa. Amenaza. Huyo.

Saturday, July 27, 2013

Mi amigo y yo


Mi nuevo amigo no habla casi nunca. Se mantiene en silencio, con los ojos atentos a cualquier movimiento. Mi amigo tiene una mirada desesperada y como no habla, no grita como los demás, no canta ni llora ni dice fuck you a cada segundo, me acerqué a él.  Me miró un poco aterrado, pero al ver que yo solo me acomodé muy tranquilo a su lado y me puse a observar lo que miraba, se relajó un poco y hasta me escrutó por unos instantes con los ojos más calmados. Todas las tardes, después de la cena, nos dejan en este salón del octavo piso del hospital.  Aquí hay un televisor muy grande, mesas, juegos de damas, parchís, backgammon, cartas, monopoly, revistas de modas, revistas de carros, revistas de lindas  mamás cargando a hermosos bebés, de recetas de comida, dietas, artistas, casas de artistas, perritos lanudos de los artistas, los carros de los artistas, yates de artistas; todo muy bonito y muy alegre.  Algunos ven la tv, otros juegan, se pelean, gritan, se golpean, lloran, hasta que entran dos tipos que parecen sendos escaparates y a gritos, patadas y llaves de yudocas, restauran el orden. Mi amigo y yo ni jugamos a nada, ni vemos TV ni leemos las revistas; solo nos sentamos frente al ventanal de cristal y miramos la ciudad.
Yo a veces, mientras veo los techos de los edificios y de las casas, siento que me gustaría poder vivir arriba de ellos, caminar por las noches, y brincar de uno al otro y mirar a  la luna,  a las estrellas y a las luces de los carros moverse allá abajo.
Quisiera estar siempre arriba y cuando mire a la gente verlas muy pequeñas e inocentes.
Que mis hijas me hicieran adiós con las manos y mi mujer me lanzara un beso hacia arriba, y observarlos a todos (hasta a mi madre), pequeñitos, y saber que ya no traman nada contra mí.
Todo eso me pongo a pensar al lado de mi amigo, y como estoy pensando y he aprendido que nada de lo que pasa por mi cabeza se puede dejar ver, estoy quieto, sin mover un solo dedo, para que no descubran nada y me dejen tranquilo mirar por la ventana todas las tardes mientras salto de un techo al otro por toda la ciudad.
Aunque mi amigo también está muy quieto a mi lado, sus ojos no descansan de mirar hacia arriba, hacia abajo, al lado, al otro lado. Me dan deseos de preguntarle qué es lo que busca con tanta   vehemencia, pero creo que es mejor no molestarlo.
Trato de adivinar lo que le pasa por su cabeza, pero de la misma forma que yo he tenido que practicar para que no me descubran, él también lo ha hecho, porque tiene un muro a donde llego y miro hacia arriba y me doy cuenta que es imposible de escalar.
Cuando ya había desistido de brincar el muro, sin mirarme, observando hacia delante, no hacia abajo ni hacia una terraza, ni a otro edificio, ni a mí, me dijo:
─Todos están locos.
Lo miré un poco extrañado, no por lo que acababa de decir, sino por sentir de pronto su voz.
No contesté nada, no hice ruido, ni me moví en la silla, ni hablé, ni pensé en nada.
Volvió a hablar mi amigo:
─ ¿Tú ves ese que va caminando por la acera? Está loco.
No miré hacia la acera porque desde aquí no se puede ver ninguna acera.
─ ¿Ves a ese que maneja el Mercedes? Está loco.
Mientras, pensaba que si yo viviera encima de los tejados mi madre no podría venir a verme, porque desde lo de papá no soporta las alturas.
─ El abogado y el maestro, están locos ─ volvió a decir mi amigo y era como si hablara para él mismo.
Y mis hermanas no me molestarían, porque son muy vagas para subir hasta donde yo estuviera.
─ Habla con cualquiera de ellos ─ interrumpió mi amigo ─ Verás que todos están locos.
Iría bien de noche, cuando ya todos estuvieran durmiendo, hasta mi casa, brincando por los tejados, y llamaría a mis gatos y me sentaría un rato con ellos, y dejaría que rozaran sus cuerpos peludos por mis piernas, por mis manos, y sentiría sus ronroneos de placer. Me quedaría un rato con ellos, sin hablar, sin tener que contar nada, sin ocultar nada, sin reír, sin miedo, y después volvería a los tejados.
─ Habla un rato con cualquiera de ellos y te darás cuenta de que son locos ─ mi amigo continuaba hablando a la ventana, por sobre los techos, y a la luz que desaparecía sustituida por bombillos, anuncios de neón y focos que se prendían y se apagaban.
Sonó el timbre que nos indicaba que ya era la hora de la pastilla y de ir a dormir. Se abrieron las puertas y entraron los dos escaparates con un carrito con vasos desechables, agua, y las pastillas.
Fuimos a la fila para recibir las nuestras.  Algunos empujaban, otros gritaban y lloraban.  Los escaparates gritaban aún más.
Mi amigo quedó detrás de mí.  Acercó su boca a mi oreja y sentí su aliento tibio cuando me dijo:
─ ¿Ves a todos los de la fila?  Están locos.

La imagen


Iba caminando por el barrio, cruzando la calle 5ta hacia mi casa, y desde lejos lo vi.  Se movía con el viento y chocaba contra el contén de la acera, volviendo al centro de la calle; retrocedía lo mismo que avanzaba hacia mí. Es una imagen que no he olvidado. De adulto, mirando una película de la que no recuerdo ni el nombre, por un momento la cámara capta un pedazo de papel que se desliza en una sucia calle.  El lente lo olvida todo, a la ciudad, a los personajes, al diálogo, y enfoca ese instante. Era una visión cargada de nostalgia, y aunque olvidé completamente el contenido de la película, esos minutos quedaron en alguna parte. Me transportó a mi barrio, en la esquina de 5ta y F, donde estaba mi casa. ¿Qué edad tendría en aquel momento?  Nueve, diez años. ¿Por qué un papel de colores que ni siquiera podía distinguir bien en la distancia se atrinchera en un rincón del cerebro y puede volverse casi de una forma palpable cuando lo catapulta alguna otra imagen? Recuerdo los detalles que pasaron por mi mente infantil colmada de fantasías alucinantes.  Recuerdo las aventuras que se cruzaron y se entrelazaron unas con otras en apenas dos, máximo, tres minutos. Mientras hechizado por el hallazgo caminaba hacia él, imaginaba que lo que rodaba, vapuleado por el viento, era un mapa abandonado de algún tesoro enterrado en una isla desierta. Un paso más y era un mensaje cifrado que estaba destinado a mí.  Podrían ser los apuntes, dibujos y maquetas de un científico maléfico para construir un monstruo de dimensiones gigantescas. Y así continué hasta llegar a la arrugada página sucia de una revista china, en donde unos campesinos asiáticos sonreían tímidamente al lente, rodeados de tractores y un hermoso paisaje bucólico.  Después, lo olvidé. No recordé nada de aquel instante hasta el día, muchísimos años más tarde, que la mediocre película abrió, por decirlo de alguna manera, el escondrijo donde se había refugiado.  Ha vuelto a pasar el tiempo y he resucitado la misma escena, de una forma caprichosa, sin nada en particular ni alguna semejanza con aquel instante. Son incontables las veces que traté de escribir  algo, con aquella imaginación desbordada, donde el papel arrugado fuera el protagonista de un cuento con historias truculentas.  Siempre desistí. Fue una imagen cargada de ideas que al paso del tiempo, el mismo viento hizo rodar sin control. Hoy la recojo aquí, y la exorcizo. La deposito en un rincón fuera de mí, y la olvido.

Sunday, July 21, 2013

El silencio y las fotos


Tengo que madurar más. Suena a cuento de esquina esto, pero es la verdad. No se termina nunca. Es un proceso lento, continuo. Aun con todo lo aprendido, no es suficiente. Sin darte cuenta, de la manera más inverosímil, tonta, se te aparece el bobo, y te habla como bobo y lo escuchas y le das la mano y todo lo demás se va al traste.  Por eso no paro de reprocharme, de corregirme, y no es suficiente. No basta cuando observas las imbecilidades,  las meteduras de pata, la brutalidad ajena. Uno es igual. Uno es lo mismo, pero se mira en un espejo que refleja una imagen adaptada a lo que deseas de ti. Esa imagen es, por mucho que la abras con bisturí, la secciones y la modifiques, lo que en el fondo eres para ti mismo. O sea, un ser especial, digno de verse, de analizarse. Pero tengo que seguir corrigiendo eso. No puedo o no debo engañarme tanto. Ese proceso tiene que ser personal, íntimo, secreto. No es para nadie, ni para agradar, ni ser aceptado. Es el único crecimiento posible. Pero hasta aquí, basta, que también esto es mirarme en mi espejo, y acabo de despertar y solo me he lavado los dientes y los ojos enfermos, y ya tecleo como un loco antes de sentir los pasos en la escalera, bajando. Qué silencio hay en la casa. Solo el ruido constante de la computadora que está en un rincón, mostrándome fotografías que cambian cada un minuto y medio. La taza de café descafeinado a mi lado, decorada con un gallito, que me robé de Olive Garden hace años (ese restaurante horrible de comidas recicladas), sobre un portavasos de Ikea de color verde manzana.  Veo la fotografía de un niño muy lindo, con la cara llena de golpes y moretones. Veo otra de una mujer llorando, como una mueca triste que se ha quedado paralizada en el tiempo, depositando una piedra sobre una tumba gris. Cinco niños disfrutan de unas paletas de helados de colores y ríen. Veo las fotos de mis tres nietas en una repisa. Sonríen. Miran a la cámara. Hoy dormimos solos sin ellas en la casa. Están en una casa de campaña, en la sala del recién estrenado apartamento de mi hija. Felices, nos dijeron adiós. Felices, les dijimos adiós. Silencio. ¿Puedo pedir algo más?  Soñé que estaba en un pequeño pueblo medio derruido y dejaba el carro en algún lugar. Al volver a buscarlo, no lo encontraba, y caminaba las calles, y había piedras y árboles raquíticos, y no veía a nadie por todo aquello. Lo atravesaba un estrecho canal, y el agua que corría tenía la belleza de la transparencia y el sonido monótono. Pero la angustia de no encontrar el carro no me dejaba quedarme allí. Si no lo encontraba, no me podía ir, y yo tenía que irme, desaparecer.  Veo ahora una foto. Es como un desierto.  A un lado, parte de una cabaña de madera donde se destaca un tubo grueso, negro, adosado en la pared, que sale desde abajo semejante a una chimenea. De espaldas, con una mano apoyada en la cabaña, un personaje vestido con un disfraz que remeda  a un tomate rojo,  observa relajado el horizonte de arena.  Lo miro por un rato. Ese personaje ridículo y contraproducente soy yo. Soy un tomate, un vegetal que observa, que mira el mismo paisaje que se repite, pero que me cautiva por su belleza de inmovilidad. Un lugar de arenas interminables. Hay silencio y luz.

Saturday, July 20, 2013

Monserga


Cuando todavía creía que algo valía la pena, las cosas eran más difíciles. Sin darme cuenta era muy serio, demasiado, o mejor dicho, me lo tomaba al pie de la letra.   Los amigos eran importantes, las amantes, imprescindibles, lo que otros pensaban pesaba como una roca, que me miraran bien era la meta, y yo allí, entre toda esa barahúnda;  y la vida, corre y corre. Ahora creo que casi nada vale la pena. Todas las banderas que utilicé para darle un significado a mi entorno no sirvieron de nada. Los muros que levanté a mi alrededor ya no están por la simple razón de que no batallo por nada ni en contra de nada. No existen los amigos, las amantes no son más que efímeros y confusos recuerdos que se mezclan y no dejan ningún sabor, tal vez alguna pequeña sensación de pérdida. Pero cuando profundizo un poco surge la pregunta: ¿qué perdí, cuál es la pérdida a la que me refiero? No hallo respuesta. Ni me importa. Me acomodo con el tiempo a otro nivel. La ansiedad ya no está, la fe no la encuentro por ningún lado; la esperanza tampoco. En esta oración anterior he utilizado tres palabras de las que siempre huyo: ansiedad, fe y esperanza. Trato de que no entren en lo que expreso o escribo; pero hoy, porque sí, las he usado y seguidas una de otra. ¿Por qué? Creo que por lo mismo que trato de explicar desde el principio: porque da igual, porque no importa si me creen o no, si ni yo mismo sé bien en lo que creo o no creo. ¿Entonces es la desesperanza? (Y ahí va otra de las palabras que rechazo). No, ni siquiera es eso. Es la ineludible sabiduría del tiempo. ¿La vejez? No necesariamente, aunque es indiscutible que se va aprendiendo o recibiendo cada vez más información al paso del tiempo. Pero muchos pasan, se vuelven viejos y nunca subieron un peldaño en su escala mental. En fin, es un tema controversial. Se podría discutir desde diferentes (y válidos) puntos de vistas, y estoy seguro que algo de razón habría en cada uno de ellos. Pero, ¿qué más da?  ¿A quién le importa?  ¿A mí me importa?  A usted, que lee esta monserga sin sentido, ¿le importa?  A mí, más bien me harta seguir con lo mismo.  Entonces: a la mierda.

La verruga (segunda parte)


Anoche fue el final. Lo supe porque sí, por intuición. Me siento agotado. Es difícil estar días, semanas, meses, tratando de que no me descubran; pero lo logré. Fue dura la cuestión,  pero en casa todos siguen pensando  de mí lo mismo: que no sirvo para nada, que mi carro es una bola de churre, que no lavo el carro de mi mujer, que uno de los toilets se descarga solo, y a mí, ni fú ni fá; que pongo los platos con restos de comida en el dishwasher, que uso  el mismo par de medias  tres días sin echarlo a lavar, que tengo grasa en el pelo, que no boto la basura, que me quedo lelo mirando un punto inexistente, etcétera. No recuerdo todo de lo que me acusan diariamente, pero es lo normal; no hay ningún reproche que ya no conozca, y eso me da cierta seguridad. La familia es difícil, muy difícil. No me puedo descuidar, porque en la más mínima distracción, mi mujer o alguna de mis hijas (todas son iguales a la madre) detectarían algo diferente y eso sería mortal. Si dan la voz de alarma, se forma la debacle. Mi madre vendría gritando, pidiéndole a Dios y a la virgencita plástica de la lamparita que echa agua que me cure, que no deje que me pierda en los laberintos de la locura, que su sangre, fruto de su vientre que ha parido y sufrido a las otras dos (aquí se refiere a mis hermanas, que son tan o más peligrosas que ella) no sufran como ella sufrió por nuestro padre, etc.  Así seguiría por horas y horas. Mi madre es muy histrónica  y la única defensa que he logrado contra ella es no irle a la contraria, y sin protestar me trago todas las pastillas que me receta y que ya trae envueltas en paqueticos separados dentro de la cartera. Le tengo pánico, y por eso redoblo con ella todas las precauciones. Sé que fue mi madre la que metió a papá en Mazorra, allá en La Habana, y el viejo, sin poder defenderse, aterrorizado, vivió todo el tiempo perseguido por un dragón rojo que quería calcinarlo, hacerlo chicharrón con las llamas que le salían por la boca. Pobre viejo, todos estaban contra él, liderados por mi madre: médicos, enfermeras, loqueros abusadores, los vecinos, mis hermanas; hasta que perseguido por el hijo de puta dragón, se lanzó desde la azotea del edificio. Como ya no tenía a papá, mi madre se acordó de mí y sentenció: esto puede ser hereditario, hay que vigilar al niño. Y desde entonces, vivo así, vigilado, cuidado, analizado por todos, por mis hijas, por mi mujer, por mis hermanas, por el hermano de mi mujer que me recomienda miles de películas en blanco y negro, por mi suegra que tiene la idea de que los nervios se curan con frijoles colorados y boniatos asados, por el marido actual de mi suegra que quiere darme sesiones de hipnosis para que me comunique  telepáticamente  con Freud,  y por el padre de mi mujer que no dice nada, pero cuando puede me susurra misteriosamente al oído: cógelo suave, sin lucha, man;  y la mujer de su padre que me aconseja clases de ballet clásico,  específicamente  El lago de los cisnes,  para distraer mi mente y relajar el cuerpo. Pero yo, tranquilo. No por gusto llevo años ocultando lo que ellos querrían ver en mí. Comportándome como si no supiera, como si fuera un comemierda, un gil, los engaño a todos mientras creen que me tienen acorralado. Por eso anoche, cuando vi que de la verruga salía aquel bicho diferente, monstruoso, de color verde con patas largas articuladas y la cabeza negra y dentro de ella unos ojos rojos que me miraban con odio, me quedé quieto, esperando lo peor. El monstruo caminó por mi cara, pasó sobre mis ojos, buscó mi oreja y trabajosamente fue introduciendo sus patas delanteras dentro de la cavidad de mi oído y lentamente desapareció en él. Intuitivamente comprendí que ya todo había terminado y que no saldría nada más de la verruga. Uno se va conociendo con el tiempo. Después, más sosegado, regresé a la cama donde dormía, sin sospechar nada, mi mujer, y con un gran sentimiento de triunfo me acosté a su lado.  Nada lograrán contra mí; voy a burlar todas las trampas que han tendido a mi alrededor.  En el nombre de mi padre abandonado a su suerte, así será.


Sunday, July 14, 2013

Arroz con mango


No es un buen día. No debía escribir nada. Leer sí. Pero me siento (más bien me escondo) y tecleo en mi teléfono. Tengo la mente en blanco. No tengo la mente en blanco, no. Tengo un arroz con mango en la cabeza. ¿Alguna vez no ha sido así?  Siempre es así, pero con diferentes matices de tormentas. No debía.  Sube la presión arterial, la baja se vuelve alta y la alta aún más. Cuando compruebo que es así, tengo la sensación de que soy como una caldera a vapor que solo espera el momento más inoportuno para estallar. "Ah, morir en Junio y con la lengua afuera", escribió un día Reinaldo. Crecí con esa frase. Crecí con infinidades de frases. Han estado en mi cabeza, un poco estructurando mi manera de ver las cosas. Ya no. Reinaldo no murió en Junio. La frase quedó trunca, aunque era solo una ilusión, digamos un deseo. Dije antes que hoy no debía escribir. No debo molestarme, no debo pensar negativamente, no debo quejarme, no debo de dejar de tomarme las pastillas. No debo. Hace ya unos meses Mariana trajo un gato viejo y amarillo. Lo encontró abandonado, aterrorizado y hambriento. Aunque no tiene la cara inteligente y astuta de Garfield, así lo llamamos. Después que comió todo lo que necesitaba, se acostó en un sillón y durmió dos días seguidos. Solo se levantaba para alimentarse, visitar la caja con arena y volver a dormir. ¿Cuál habrá sido su vida desde que se perdió de su otro hogar o lo botaron o lo abandonaron? El viejo Garfield ahora camina por la casa, observa cada rincón, sale, entra y es tranquilo y sutilmente amable. ¿Por qué cuento estos detalles que no tienen nada que ver con lo que escribí antes? No lo sé.  Me asalta una idea: la nostalgia siempre tiene una cara. Es una basura de frase.  Estoy leyendo otra vez La inmortalidad, de Kundera. Con la edad adquirida (no soporto la palabra experiencia porque me recuerda los consejos de mi madre), lo leo con otra perspectiva, digamos con otros ojos. Estoy envejeciendo. Pero no por la edad que tengo, sino por la intuición del final. Vamos, no voy a ser tan melodramático; quiero decir que conscientemente en cada acto, cada instante hay (o tengo) la remota idea de que algo termina. No es nada nuevo. Todo termina. Ya dije antes que tenía un revoltillo en mi cabeza. Un arroz con mango. Esta si es una buena frase. La escuché creo, por primera vez, en NY. Un conocido mío administraba un pequeño edificio en uno de los barrios más peligrosos de Manhattan y me ofreció un apartamento mientras visitaba la ciudad. Cuando llegamos, resultó que el pintor que vivía allí con su pareja no había salido de viaje por otros motivos. Aun así, amablemente nos dejaron dormir en una habitación rodeada de lienzos, marcos, pinceles, brochas, papeles, fotos de hombres desnudos y revistas pornográficas. Una noche hablábamos mientras tomábamos vino y el pintor me mostraba algunos lienzos. Hermosos, algo barrocos, casi todos con el tema recurrente de las vírgenes. Eran buenos cuadros. Se lo dije. Le dije que me atraía la mezcla de detalles, deidades, símbolos yorubas y cristianos, los colores. El amigo interrumpió diciendo: estos cuadros son un arroz con mango, más mango que arroz. Hace años de eso. A cada rato en alguna revista de arte me topo con alguna de sus obras.  Siguen siendo lo mismo. Mantienen aquella belleza flotante, un poco inocente, fácil. Ya, basta, tengo que trabajar, que por eso me pagan.


Saturday, July 13, 2013

Tengo


Llego al club de los cincuenta y una mano trae la cuenta.
Silvio Rodriguez.

Tengo pastillas, de color verde, beige, blanco, redondas, ovaladas, transparentes, suavecitas. Un aparato de forma siniestra que aprieta y abraza mi brazo como una ventosa con vida propia, mientras que en la pequeña pantalla, números y números se suceden para decirme caprichosamente lo bien o lo mal que me encuentro. Los números del bien  no han aparecido, no entiendo todavía ese capricho inoportuno de la máquina. Un aparatico muy lindo que cabe en mi mano, que funciona con mi sangre. Y otro que pincha mi dedo. Tengo en el plato que me alimenta vegetales, hierbas, más vegetales y más hierbas y una lata de tuna y un triste aunque caliente muslito de pollo. También tengo miedo y eso es lo más difícil. Y vitamina C y Chromium y Magnesium y Alpha Lipoic Acid con Green Tea. Y todas las demás pastillas que me da mi madre y que yo guardo debajo del lavamanos del baño y libros para caminar mejor y comer mejor y vivir mejor y sonreír mejor. Todos ellos tienen una particularidad que los unifica; todos después de explicarte con lujos de detalles  las cosas que ya no podré hacer, que no podré comer, que no podré sentir, me garantizan que si  sigo  todos los pasos al pie de la letra, tal y como ellos engorrosamente lo explican, podré vivir mucho más  y sobre todo,  feliz.  Después que leo estas cosas entro en pánico. Es una sensación muy extraña, como si quisiera esconderme en algún lugar y allí donde lo hago siempre unos ojos me miran sonrientes.  Estoy sentado afuera, en el patio. Me embelesa el movimiento lento de la mecedora y el calor y el sonido de un aparato de aire acondicionado. Recuerdo un sueño que fue recurrente. Lo recuerdo porque ya no lo he tenido más: mi padre y yo caminábamos por una pradera cubierta de hierba. Era hermoso aquel lugar. No hablábamos ni nos rozábamos, ni siquiera nos mirábamos el uno al otro, solo los dos en silencio. ¿Se escuchaba el sonido del aire, de nuestros pasos? No puedo estar seguro de que escuchara nada en aquellos instantes, hasta que a lo lejos el ruido de un helicóptero interrumpió aquel paseo. Mi padre mira hacia arriba y se lleva la mano a la frente para resguardarse del sol. Yo hago lo mismo cuando observo al aparato ya muy cerca de nosotros. Veo la barriga y las ruedas y unos números de un color blanco. Empiezan a disparar. Corremos sin poder escondernos en ningún lugar mientras el sonido de las balas al penetrar en la tierra es cada vez más cercano. Corro delante de mi padre. No grito. Él tampoco grita. Pienso mientras corro que mi padre se va quedando atrás y que evitar aquellas balas cada vez le es más difícil. No dejo de correr. Siguen disparándonos. Me sacudo ese recuerdo. Cierro los ojos y sigo balanceándome lentamente.

Saturday, July 6, 2013

JFK


Nací un 16 de Abril. Al día siguiente desembarcaron por Bahía de Cochinos  los cubanos de la brigada 2506 y ya el día 19 fueron derrotados por el ejército de Fidel Castro. Toda esta parafernalia de guerra fue auspiciada por la CIA y apoyada por el presidente John F. Kennedy, que al final no se decidió a llevar a cabo el apoyo por aire que necesitaban para ganar una batalla de por sí mítica y llena de romanticismo. He crecido escuchando y leyendo sobre esto y,  de una manera bobalicona, con un sentimiento de familiaridad en un hecho tan conocido. Siempre que leí algo sobre el tema, relacionando a los cubanos, las frases de apoyo y de insultos al Presidente, se mezclan en porciones casi iguales. Pero lo que me resulta asombroso es que nunca había escuchado una sola alusión a la salud del presidente más "mujeriego" antes de Clinton. Es fácil escuchar a cualquier cubano decirle cobarde, amante de Marilyn Monroe, que llegó a un acuerdo con Nikita Khrushchev  regalando  Cuba a los rusos y que luego Fidel lo mandó a matar en Texas. Pero nunca absolutamente nada de sus enfermedades. ¡Ah, mi gente, tan abrupta, tan política, tan realista! En 1920, antes de cumplir tres años de edad, John  pasó dos meses en la Clínica Mayo, ingresado con colitis. A los trece años, en 1930, comenzó a perder peso y dejó de crecer. Fue tratado con cortisonas, un tratamiento pionero pagado por su padre Joseph Patrick Kennedy, que sentía hacia  el adolescente  el desprecio del hijo enfermizo y débil. Operaciones y dolores continuos de espalda, úlcera en el duodeno, osteoporosis, uretritis, terapias con esteroides, operaciones de la columna, fueron algunos de los males que acompañaron al hombre que el pueblo norteamericano eligió en 1960, con la imagen de un joven pletórico e impetuoso, ante el viejo y demacrado Richard Nixon, y que en Octubre de 1962 comunica al mundo el peligro de una guerra nuclear con la Unión Soviética y la base de misiles instalada en Cuba, poniendo al mundo en una situación histérica ante la inminente destrucción. El hombre por la que tantas mujeres soñaban y que nació en Brookline, Massachusetts, el día 29 de Mayo de 1917, y que a causa de la faja lumbar que llevaba el 22 de Noviembre de 1963, en Dallas, Texas, no pudo evitar el segundo y devastador disparo que le segó la vida a manos de Lee Harvey Oswald. El presidente norteamericano que nosotros los cubanos odiamos y admiramos por igual, con una mezcla extraña de machismo y desconocimiento.

Thursday, July 4, 2013

La especie


Cuando se traslada de un lugar a otro va dando golpes de boxeo al aire, la mayoría de las veces produce un grito agudo, como el de una corneta que una y otra vez sonara eeeeeeeiiiiiiiiiiigggggrrrrr, interminablemente.  Ahora que intento escribir esta onomatopeya horrorosa, comprendo que se me hace difícil porque no es un sonido de este mundo. Este personaje del que estoy hablando es una especie de animal que aún no aparece en ninguno de los catálogos de la zoología universal.   Pero ahí está, lo veo y lo sufro diariamente; es erecto y camina en dos patas, entra a mi trabajo y por lo que he podido observar, no causa terror en los humanos. Eso es algo que no comprendo del todo. Voy a aclarar que aunque yo sea humano, no todo lo comprendo de nosotros mismos.  Por ejemplo: si en este instante comenzara a caminar por aquí una hermosa jirafa, desplegando toda su gallardía, su cuello infinito, su belleza, estoy seguro que todos correrían huyendo, la golpearían, llamarían a la policía; como aquella vez que una iguana de color naranja y amarillo, preciosa, se negaba a  bajarse de uno  de los camiones que traían mercancías. Entonces, a esta cosa que galopa, patea, chilla interminablemente, y reparte amenazantes golpes al aire, no lo esquivan, no se horrorizan al verlo, no lo envían a una isla desierta en las Galápagos.  Peor aún, hablan con él y hasta los he observado riendo y comiendo juntos. Por momentos me entran deseos de llamar al Museo de Ciencias o al Departamento de Protección de Animales y explicarles algunas de las características de esta especie sin catalogar. Les explicaría que podría ser peligrosa para la fauna existente aquí en la Florida, porque a mi modesto modo de ver las cosas, creo que si lo abandonaran en los Everglades, los cocodrilos, que son los más resistentes, estarían en peligro de extinción; y a mí me gustan los cocodrilos y las serpientes, las arañas, las panteras y todos los bichos que conviven en esos pantanos inmundos. El bicho que no me gusta es este. ¿Que cómo se llama?  No tiene nombre. Si le pusiera un nombre lo humanizaría, sería como es un mono, un elefante, una cheetah, un hipopótamo; casi familiar.   Porque al nombrar algo ya es fácil tomarle cariño.  Entonces, esta especie sigue produciendo ese sonido interminable eeeeiiiigggggrrr, tirando uppercuts al aire, crochets, spinningbacks, hooks, amenazando sin sentido por su propia razón de ser, sin nombre, sin nada que lo defina, y sigue aquí,  conviviendo con nosotros.

Desde South Carolina, con amor.


Alguien en South Carolina se acuerda de mí. Me tuvo presente ayer y logró a mi costa un antojo, suplantó una necesidad, se sintió contento por mi existencia, y sonrió. Y yo sin saberlo, mirando una película muy mala aquí en Miami Lakes.
Alguien marcó mi celular y llamó. Como es normal, no contesté, porque el número me era desconocido. Seguí con mi película muy mala. Volvió a timbrar el teléfono. Esta vez contesté:
─ ¿Hello?
─ ¿Usted es el señor Martínez? ─- preguntó  una voz de mujer en un perfecto y fuerte inglés.
─ Sí, soy yo.
─ ¿Usted usó su tarjeta del banco (no voy a decir el nombre del banco) ayer en una gasolinera? - dijo el nombre de la gasolinera.
Por un momento me vi en el lente de una cámara y la proyección de mi hermosa persona en la pantalla de una computadora en el Pentágono. ¿Por qué en el Pentágono?  Bueno, con la histeria actual de que nos vigilan hasta cuando dormimos, uno no sabe lo que le viene a la cabeza en una situación semejante.
 ─ Si...─ contesté con un hilo de voz; quería pedirle perdón, perdóneme, no lo vuelvo a hacer, quise gritar.
─¿ Después gastó 74 dólares con 36 centavos en el Costco?
Creo que ya estaba gritando o llorando o implorando. Sudaba, la cabeza me daba vueltas, el corazón me latía como cuando todavía podía correr y saltar, como lo puede hacer un humano normal, no yo.
─ Sí... ─ dije aterrorizado.
Mientras tanto echaba para atrás mi complicada computadora cerebral  que me decía que  no había hablado nada tan malo contra el gobierno, que lo que escribo eran mentiritas, boberías para pasar el tiempo...no  por favor, dígales que no me acusen....
La voz femenina me sacó de mi histeria mental:
─ Señor, ¿usted está en Miami ahora?
¡¡¡Ay mami!!!
─ Si...
─ Señor Martínez, ¿usted ha comprado algo en South Carolina hoy con su tarjeta por 600  dólares con 6 centavos?
Sentí un golpe en el estómago.  El terror, en cuestiones de segundos se transformó en rabia, odio, ganas de vengarme.
─ ¡¡Claro que no, si estoy aquí en mi casa!!! ─ chillé.
─ Cálmese, señor Martínez ─ de pronto la voz parecía que me iba a arrullar con cariño, como si me fuera a sentar en su regazo y balancearse en un sillón para dormirme como a un niño.
─ Su tarjeta ha sido hackeada.
─ Pero...pero... ─ balbuceaba yo ─ ¡Pero si no se me ha perdido!
─ Alguien robó  sus datos señor.  Ahora mismo voy a cancelar su tarjeta. Mañana vaya al banco. Tiene que hacer un reschedule de todas las cosas que paga directamente, porque le tomará de 10 a 12 días recibir una nueva tarjeta...
Sudaba.
─ Señor Martínez, ¿está usted ahí?
─ Sí, sí ─ contesté tratando de ocultar mis ganas de matar.
─ OK, señor, ¿alguna otra pregunta?
¿Había yo preguntado algo antes?
─ No, gracias.
─ Good night, señor
─ Good night, thank you.
Y colgó.
Puse el teléfono sobre la mesa de centro. Miré la película muy mala, y en la pantalla unos hombrecitos hacían muecas, corrían, disparaban, pero yo no escuchaba ni los disparos, ni las palabras ni nada. Miré a mi alrededor y vi las paredes, los cuadros de Juan colgados, los de Joel, los de Luis, y eran planos, con colores que pasaban del rojo al negro, después gris, rojo, negro...
Fui al baño. Oriné. Me serví un vaso de agua con mucho hielo. Regresé frente al televisor.  En la película muy mala una mujer abrazaba llorando a un hombre que estaba tendido en el suelo:
─ ¡¡¡Noooooooooo!!! ─ gritaba desesperada la mujer.