Saturday, August 31, 2013

Los recuerdos inventados


Cuando logro agarrar el control remoto es porque Mariana o está dormida, o en la Internet, o un tsunami se acerca a Miami Lakes. Entonces, como un niño con juguete nuevo, comienzo mi recorrido por todo lo que vale en la televisión: El Show de Fernando, el de Charytín, el otro que no recuerdo el nombre donde hay un gallego vestido de vieja, y algunos aún mejores. No tienen desperdicio las gorditas medio en cueros  bailando con el mismo ritmo  un bolero como un  guaguancó o un entrañable  reggaetón. Me levantan el ánimo, no lo voy a negar.
Pero la felicidad dura muy poco, y son escasos los momentos en que puedo ser dueño de la pantalla. Estoy obligado a ver recetas de comidas que no puedo comer, tragedias en las salas de emergencia de los hospitales, asesinatos múltiples, ballenas, osos, tigres, mantis religiosas, elefantes, ciervos, hormigas y un millón más de animalejos salvajes. Ah, y me olvidaba de los científicos; que si las neuronas, que las bacterias, la obesidad mórbida, las arterias obstruidas, etc., etc., etc.  ¡Ay de mí!
Pero lo peor que podía pasar me sucedió anoche. En un programa científico donde dos personas se sientan una frente a la otra y hablan y hablan hasta que llega la hora de terminar, de pronto escuché algo que me dejó frito. Resulta que un científico inglés (ni recuerdo el nombre ni me importa) dijo que la mayoría de los recuerdos son falsos. Según él, nuestros recuerdos están distorsionados o marcados por hechos externos que los "colorean o los construyen", como una foto, una anécdota, una historia leída, un lugar, etc.
O sea, que todo lo que ha sido el andamiaje que forma nuestra vida pasada, nuestros recuerdos de esa vida, no son más que ideas mezcladas con la irrealidad. Nuestros recuerdos, dijo, son falsos, o por lo menos gran parte de ellos. Nuestra personalidad está basada en las ideas que nos hemos formado de nosotros mismos, en el medio o en el entorno donde crecimos o nos desarrollamos. 
Hablando en cubano: somos postalitas.
Sigue conversando el señor, y explica que es tanto lo que imitamos y adherimos a nuestras historias personales, que en la mayoría de los casos llegamos a viejos sin saber quiénes somos verdaderamente.
Es que somos mentiritas, buche y pluma na' ma'.
Pero ahí no termina la cosa; según el inglés, vivimos imitando a los demás. Sin darnos apenas cuenta, tomamos un modelo y lo vamos asimilando, mientras nos convertimos en aquello que nos llamó la atención.
Digámoslo de esta manera: somos millones y millones de caricaturas que vamos contorsionándonos por ahí de lo más tranquilas.
Conclusión: como dice el refrán, no somos nada; somos la copia de otro, la mentira inventada, el brillo que nos damos, la nada de la nada.
Eso me duele, y así se lo comenté a mi mujer. Pero como todo lo vamos imitando, tratando de hablar tan masculino y decidido como Clint Eastwood, terminé diciéndole enérgicamente:
- ¡Así que a partir de mañana aquí el que llevará el control soy yo!
Ella, mirándome un tanto aburrida contestó:
- ¿Te cayó mal la comida?


Sunday, August 25, 2013

La lluvia


Cuando al fin despierto y me sacudo de tantos sueños intermitentes, me doy cuenta que llueve. Bajo y abro la puerta y allí está la lluvia. La lluvia sobre los carros, inundando la calle. Me quedo un rato parado en el umbral de la puerta, mirando. No pienso.  Es como si mirara y no viera nada. Solo la lluvia y yo y los árboles mojados y las macetas mojadas y las baldosas en la entrada de la casa. Hago café. Lo endulzo con una mínima cucharadita de agave. Busco mi taza preferida y lo revuelvo. Pongo la cafetera en el fregadero y la lleno de agua. Salgo a tomar el café afuera con la lluvia. En la calle el agua se acumula. El tragante que está frente a la casa está obstruido. Pasa un auto y el agua acumulada hace olas que chocan contra las gomas de los otros carros. Flotan hojas y pequeñas ramas y un papel de propaganda y una pieza de lo que fue un juguete de color rojo. Miro la pared de la casa del frente. Una mancha oscura se va formando y no es nada, no es un animal o una luna o sangre derramada, pero no puedo dejar de observar esa extraña mancha que no es nada. Acabo el café. Me gustaría tomar otro, pero no tengo deseos de hacerlo.  Solo quiero estar parado aquí, y mirar sin ver y no pensar en nada ni recordar nada.
Pero sí recuerdo; recuerdo el sueño que tuve: no puedo decir que estaba en un lugar específico, porque no veía paredes ni un paisaje ni calles; era como si de alguna manera flotara en un líquido viscoso y a mí alrededor no existiera el mundo. La vi sentada, de espaldas a mí. Estaba desnuda, gorda, y por la piel le corrían gotas de agua. Me acerqué a ella y la toqué cerca del cuello. Dos gotas resbalaron por mis dedos. Se volteó y me miró. La miré, y sus ojos no me mostraron alegría, ni asombro ni tristezas, solo eran dos ojos que me miraban como si traspasaran mi cara, y eso me hizo estremecer.
─ Soy yo ─ me dijo.
Y en este momento que recuerdo su voz, es como si fuera la lluvia que no deja de caer. La miré y no dije nada. Después se quedó quieta, observando hacia delante. Yo también miré en la misma dirección, y todo era acuático, espeso, sin formas precisas.
─ No te veo siempre ─ dijo de pronto.
Sabía que por su espalda seguían corriendo las gotas de agua. No quería ver sus ojos. Me senté a su lado. Abracé mis piernas con mis brazos. Ella hizo lo mismo.
─ No te veo siempre ─ repitió.
Volvió la cabeza. Miró mi cara como si detrás algo llamara su atención.
Desperté y fui al baño. Bajé las escaleras y abrí la puerta. La lluvia sobre los carros, desbordando la calle, escurriéndose entre los árboles, desapareciendo en la tierra, resbalando por los cristales, mojándolo todo.

Monday, August 19, 2013

El diario (segunda parte)

Lo imaginé desde el primer momento, pero no quise darme cuenta. Agarré los papeles y frenéticamente me di a la tarea de describir este hospital, la gente que aquí convivimos y lo que hago. No me importó el pequeño resquemor que sentí cuando María me trajo las libretas diciéndome que no podía tener mi laptop. En ese instante lo supe. Pero seguí escribiendo. Leen todo, lo analizan, miden mi grado de locura en las realidades que escribo. Si antes el doctor me hacía preguntas ingenuas para atraparme, ahora lee estos escritos.
No sé cuándo voy a salir de aquí. Ni me lo pregunto. Me da igual salir o quedarme. Afuera o adentro, siempre voy a tener gente escudriñándome, que se creen con la razón, con la verdad.
Hace unos días, o unos meses, no estoy seguro, creo que hace cinco días, entró una mujer que se sentó en el salón frente a la pared y se quedó allí, mirando lo blanco, mientras, casi sin que se notara, se balanceaba hacia delante y hacia atrás. No sé por qué la observé por una hora o por cuarenta y cinco minutos mientras ella se balaceaba hacia delante y hacia detrás, mirando fijamente la pared. No hablaba, no movía la cabeza, yo la observaba, y ella no se daba cuenta de que la miraba y la miraba y la miraba. Uno de los escaparates se le acercó y le dio una pastilla y un vaso de agua. La mujer se lo tragó sin mirarlo y siguió balanceándose. El escaparate se alejó. Cuando pasó cerca de mí me miró a los ojos. Lo dejé entrar un instante para que no viera nada y me dejara tranquilo.
Me tocó la consulta con el doctor. El doctor se siente que cuando me mira sabe todo de mí. Cuando yo lo miro no veo más nada que a un doctor que se queda mirándome.  No deja de escribir en su computadora. No deja que yo escriba en mi computadora. Esas son las cosas que hace que cuando me observa, lo dejo para que vea, y se aburra de ver y no vea más nada que a mí.
Sobre el buró, un poco más alejado que los otros, hay un monito nuevo. Es un mono que no me gusta. Está sentado o echado en una tumbona y lleva un short de playa color rojo y unas gafas de sol y una gorra. En una de las manos, una pequeña botella de cerveza. Lo empujo un poco, y lo dejo de espaldas hacia mí. Cuando levanto los ojos el doctor me observa.
─ Tiene un mono nuevo ─ le digo.
De pronto me sentí como si hubiera hecho algo malo y me agarraban.
─ Sí, ¿no te gusta?
─ No. ¿Usted colecciona monos?
─ No, es mi hija que me los regala. Ella sí los colecciona.
─ Ah.
─ ¿No te gustaría coleccionar algo?
─ No lo sé, doctor, nunca he coleccionado nada.
─ ¿Y por qué no te gusta este mono específicamente?
─ No lo sé
─ ¿Y los otros sí te gustan?
─ Sí, creo que sí me gustan.
─ ¿Me puedes explicar por qué?
─ No lo sé... este de la playa es... no sé.
─ Trata, a ver, ¿qué es?
─ Bueno, es un mono que le gustaría a todo el mundo; a su hija,  a usted, a María, a los otros doctores...
El doctor sonrió, se echó hacia atrás en la silla, y casi riendo me dijo:
─ Tienes razón, todo el que lo ha visto, me lo dice. Tienes razón.
─ Entonces, es por eso.
─ ¿Y por qué a ti no te gusta?
─ No sé bien. No sé cómo explicarlo, doctor.
─ ¿No te gusta la playa?
─ Sí, creo que sí me gusta.
─ Pero un mono en la playa no te gusta, ¿no?
─ No me gusta ese.
─ ¿Estás durmiendo bien?
─ Sí.
─ ¿Toda la noche?
Aquí fue el primer mordisco.
─ Si, toda la noche.
─ ¿Te sientes bien, necesitas algo, algo te molesta?
─ Nada, nada.
─ Tienes algunas cosas para escribir como querías... ¿está bien así?
─ Sí, muy bien.
Volví a mi cuarto. Mis libretas estaban en el mismo lugar donde las dejé y el lápiz encima de ella. Al lado derecho tenía doblados un pantalón como todos los pantalones de todos aquí, y dos pulóveres blancos como los de todos aquí. Y en el baño, al lado de mi cepillo de dientes, estaba el tubo de pasta que está por la mitad. Lo agarré y lo exprimí desde el fondo para que la pasta corriera hacia adelante, y lo volví a poner al lado del cepillo. El cepillo en la izquierda, y junto a él, a la derecha, el tubo.

Sunday, August 18, 2013

El barrio: Ovidio


Tembleque no olía bien y su verdadero nombre era Ovidio. Lo veía venir caminando con pasos cortos e inseguros por la acera del frente, desde la calle 6ª hasta mi casa, y se quedaba un rato frente a nuestro portal.  El brazo derecho en un continuo movimiento sobre el pecho y el pie izquierdo separándose como si fuera a iniciar una grotesca danza.  Madrina dijo un día, mirándolo desde lejos:
─ Ese es un mataperros.
Esa frase quedó grabada en mi memoria. Pero Ovidio era para mí un hombre que me daba asco y pena al mismo tiempo. Se paraba frente al portal y los ojos se le iluminaban cuando veía a mis hermanas jugar. Como yo era el mayor, trataba de que no se acercaran a él. No sabía exactamente el motivo de esa reacción. Ahora sé que estaba asociada a la regla indisoluble que había  impuesto mi madre de que no podía traspasar la baranda del portal. No recuerdo sobre cuáles cosas serían o sobre qué, pero conversaba conmigo. La boca se le torcía hacia un lado y con un trapo sucio que sacaba del bolsillo se limpiaba el hilo de saliva que se escapaba de entre los labios.
Todavía, con los años que tengo, no puedo ver una pecera que no ejerza sobre mí una especie de fascinación. Tengo que acercarme, observar, ver las piedras, los peces, sus movimientos; y siempre, invariablemente, en cada una, mezclada con los colores, el agua y la cadencia de los peces, aparece la imagen de Ovidio y sus manos temblorosas. Ese recuerdo venía de la misma forma que lo olvidaba, rápido, como una sombra que se percibe por el rabillo del ojo. Nunca me detuve a pensar en esa caprichosa combinación de Tembleque y los peces. De adulto los recuerdos a veces estorban en la vida cotidiana, pasan a formar parte de lo que se deja para otro momento más propicio, y los postergamos tanto que se distorsionan. 
Ahora que estoy escribiendo sobre eso, las colas de los goldfish rozan la imagen de aquel hombre que era un mataperros y que hablaba conmigo mientras se limpiaba la baba de su boca torcida.  En este momento que lo recuerdo, pude, rescatado del extraño jeroglífico que es la memoria, entender el por qué. 
Con mis primos  me comenzó el deseo de criar peces. Como  mi madre nunca me lo permitió,  corrí a mi refugio donde podía hacer casi lo que me diera la gana: la casa de Madrina. Allí tuve mi primera pecera. Recuerdo que goteaba continuamente por una esquina, y después de tanto chapapote, gomas y otros inventos infructuosos, lo remediamos con una cazuela en el piso colectando el agua que caía lentamente. 
Íbamos en grupo al río de la calle 1ª a buscar calandracas para darle de comer a los peces. Tenía pánico de esa excursión al río, que no era más que un tubo por donde salía el desperdicio del barrio formando un arroyo sucio, donde convivían los guajacones entre ranas, jubos, preservativos, ratas y las entrañables calandracas, pululando en el lodo negro y apestoso.
Nada de eso era tan terrible como ser asaltado por una pandilla de muchachos negros que vivían en los alrededores. Yo temblaba de miedo. Conocía de sus golpes, sus piedras, sus espadas de madera, sus tira-chapas y sus pies dando patadas. Pero no había otro lugar para encontrar comida, y Pedro, el señor que criaba peces,  muchas veces no tenía para vender. Aquella tarde, al no tener a nadie que me acompañara, me aventuré solo. Tenía dos opciones: iba solo, o se me morían de hambre. Temblando de miedo, fui con mi lata al río. Las calandracas se hundían en el fango apenas sentían el menor ruido. Había que meter la mano profundamente en el lodo negro y agarrar lo más que se pudiera y echarlo a la lata. Tenía que ser rápido, preciso, sin ningún titubeo.
En eso estaba cuando sentí la primera piedra contra mi espalda. Me volví aterrorizado y allí estaban: tres negritos que me esperaban amenazantes. Me lanzaron otras piedras. Traté de correr, pero me dieron alcance y me lanzaron al suelo. Mientras uno de ellos sobre mí no paraba de golpearme, los otros gritaban y reían, alentándolo. Creo que aquella golpiza duró tres horas, un día, diez años. Con los ojos cerrados trataba de esquivar los golpes y de devolver algunos. De pronto, por sobre los gritos de los muchachos, sentí los de Ovidio. Me dejaron y salieron corriendo gritándole:
─ ¡Tembleque!... ¡Tembleque!... ─mientras le arrojaban lo que encontraban en su huida.
Después de sacudirme un poco la tierra y recuperar del polvo lo que quedaba de mi adolorido ego, levanté la lata que rodó en la pelea, y con Ovidio recogimos las calandracas.
─ Voy contigo ─ me dijo cuando terminamos ─ no sea que esos cabrones regresen.
Hablamos de los peces. ¿Hablamos de los peces?  ¿Fuimos conversando hasta la casa?  La memoria es caprichosa, juega sucio. No lo recuerdo. Solo recuerdo el olor del fango dentro de la lata, su color brillante, y una ligera sensación de seguridad. 



Saturday, August 17, 2013

La esperanza


Debo rectificar algunas frases dichas a la ligera. Debo de hacerlo porque sí, por el simple motivo de demostrarme a mí mismo lo equivocado que puedo estar, aunque con eso no cambie nada, no arregle ni demuestre alguna idea nueva. He dicho (entre otras tonterías) que no tengo esperanzas. Hoy, sentado aquí, pensando en las cosas que llevo pendientes, las que de alguna manera soterrada influyen para molestarme, para inquietarme,  me digo que sí, que es la esperanza o la idea de que algo puede cambiar, que  podría ser mejor,  lo que hace que camine hasta el carro, abra la puerta, lo prenda, trabaje, etc. Si no hubiera una pequeña, ínfima, lejana idea de un posible cambio, ¿cómo podríamos?
Comencé a pensar en esto viendo un programa por televisión sobre el suicidio. ¿Es entonces la pérdida absoluta de toda esperanza la que lleva a las personas a desaparecer violentamente? ¿Qué pasará en ese último instante por la mente del suicida, antes de apretar el gatillo o lanzarse al vacío? ¿Es la desesperanza la vía más común del suicida?  Pienso en eso y no tengo una respuesta concreta. Voy a seguir preguntándome: ¿pero acaso el suicidio conlleva una esperanza?  Creo que sí.  ¿Cómo puedo hacer esa afirmación de algo que es el punto desde donde no se vislumbra ninguna luz?   ¿Será que es ese instante oscuro donde se pierden todas las expectativas? Ya dije antes que no tengo una respuesta concreta; pero observándolo desde una perspectiva a distancia, pienso que todo suicida debe tener un ápice, una mínima cuota final de esperanza. Por ejemplo: creer que terminaría un sufrimiento, acabar con el dolor que trae  la pérdida de un ser querido, evitar la cárcel, cortar con una enfermedad que consume y elimina todo el placer de vivir.  Estos pueden ser, a grandes rasgos algunos de los motivos. ¡Y en todos ellos existe la esperanza! En todos está   la necesidad de "otra cosa", otro paliativo al sufrimiento. Podría nombrar algunos aún más terribles: suicidarse para castigar a alguien, para inculpar a un tercero, hacerlo para que la propia destrucción salpique de dolor a otros.  Motivos estos llenos de una malsana y absurda actitud; pero ahí están, es la meta para lograr algo, la luz que buscan al final de su oscuro túnel.  Entonces, es la esperanza la columna de las religiones, la idea de Dios, el motivo de las más crueles revoluciones, la unión de dos personas, los hijos que engendramos. Antes de terminar voy a plantear otra idea surgida de la fábula tan manida del túnel de la muerte y la luz al final. Los que la cuentan, por supuesto, están vivos. Despertaron de un coma y dicen recordar que caminaban por un túnel oscuro y al final de ese túnel, vieron una luz. Nunca llegan a la luz, despiertan antes. Sería interminable la lista. Es una historia que todos hemos escuchado. La luz, dicen algunos, es Dios. Yo pienso diferente. Todo el que está muriendo persigue, desesperadamente, seguir viviendo. Ese túnel y la luz al final no es más que la ineludible, perenne y simple ganas de vivir. La esperanza de liberarte de lo que te está matando. Pensándolo así, rectifico, y aunque no sea propenso a usar esa palabra, sí tengo esperanzas, aunque ahora me suene como un absurdo.

Neandertales, twitteros y universitarios.


Los neandertales fueron más avanzados de lo que se creía hasta ahora; dijeron varios investigadores en un artículo publicado en la gaceta Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias, a raíz del hallazgo de cuatro fragmentos de hueso, utilizados como herramientas, en el suroeste de Francia. Ya sabía yo que cuando llamaba Hombres del Neandertal a los personajes que tengo que soportar cada día, era casi un título honorífico.  Por ese mismo motivo me siento identificado con la hermosa recepcionista Christina Anamboure, de la oficina municipal del Comisionado de Miami, Francis Suárez. Esta muchacha, llena de vida y de belleza (cosas que a mi edad se observan nostálgicamente, como un tesoro perdido) tuvo la delicadeza de comentar en Twitter sus más profundas opiniones. Dos de ellas me encantaron. Expresan, en pocas palabras, mi filosofía de vida, mi visión  hacia los que tengo que aguantar y a veces, sonreír.  Son estas dos:
1- Por favor, consíganse una vida, un pasatiempo, háganse una lobotomía... lo que sea.
2- Mi trabajo ideal: uno donde no tenga que ser amable con nadie.
¿No son geniales? ¡Lo de la lobotomía no tiene desperdicio! Imagino a esta muchacha escribiendo eso, soltándolo, gritándolo, expulsando el estrés acumulado por las llamadas y las horas dándole frente a lo que la saca de quicio. Un crédito le voy a dar al Comisionado por no despedirla: será un político, pero no subnormal*. Con las agallas que tiene Christina, sumado a lo que debe de saber de Suárez y todo el trapicheo en la oficina, con unas cuantas frases escritas en Twitters, crearía un tsunami más grande que la revolución de El Cairo. Yo, si fuera su jefe, le duplicaría el sueldo.
Ahora un asunto de Facebook:
Uno de los "amigos" de mi lista escribió que cuando él era "una persona medianamente informada" y estudiaba en la Universidad de La Habana, escuchó sobre el Proyecto Varela, pero que nunca sobre Oswaldo Payá, que fue un desconocido como el susodicho proyecto, que pasó sin penas ni glorias. Yo solo le contesté:
Para que fueras un universitario completamente informado, debías de haber averiguado quién o quiénes crearon ese proyecto. Así hubieras sabido quién era Payá.
Nada más dije. Lo olvidé al instante. Pero el universitario montó en cólera. Contestó algo así (no es textual):
Yo nunca he perdido mis energías con cosas sin importancia y trascendentales, ya que en ese tiempo estaba dedicado a traducir a Homero y a Virgilio. Y además, no sé con qué derecho usted me critica, siendo un desconocido al que yo nunca dirijo la palabra. Desde ahora voy a borrar de mi lista a los que se creen con derecho a contradecirme y darme clases de política que no he solicitado.
Fue más o menos lo que dijo. Me quedé un poco perplejo: así que traduciendo a Homero y a Virgilio. Voló alto el muchacho. Mi primera reacción fue no contestar a semejante altanería. Pero como estaba trabajando y siempre es mejor hacer cualquier otra cosa, le escribí:
Desconocido no soy, porque estamos en una lista donde vemos lo que se dice y es público. Jamás quise contradecirte o hablarte de política (ni siquiera expuse mi criterio sobre Payá). Pero sí me gustó demostrarte que el hecho de que no conocieras a una persona que creó algo, no demuestra que fuera insignificante, importante o no, equivocado o no, sino que eras tú el desinformado. Sé que cuando yo leía a La Eneida, la Ilíada y la Odisea, no fueron traducciones tuyas, porque en esa época tú tomabas leche con biberón y te hacías caca en el pañal.
Después de esto, literalmente me mandó pa' la pinga y borró mis comentarios.
Me divertí mucho con este pequeño y surrealista incidente. No siempre Facebook es tan aburrido, y uno se encuentra con personajes de este tipo. Para que quede registrado, lo escribo.

*nota: el pasado miércoles, día 14, el comisionado Francis Suárez despidió  a  Christina Anamboure. Retiro el crédito que le di: no es político, es subnormal.


Sunday, August 11, 2013

El diario


Se sienten vencedores. Creen que ganaron la batalla. Al final me acorralaron, lograron lo que se les veía en las miradas, en la baba que se derramaba de sus bocas cuando me analizaban, me escrutaban y cuchicheaban sobre mí.
Me trajeron al hospital, y aquí me dejaron. Todo por mi bien, por amor, por la unión de la familia.
No puse resistencia. Estaba cansado. Es difícil vivir esquivando los ojos vigilantes, las preguntas capciosas, los oídos que todo lo quieren escuchar. Ni siquiera me importó mucho a dónde me traían. Era como flotar en el mar y sentir el silencio debajo del agua. Silencio debajo, ruido arriba. Quise quedarme debajo, flotando, flotando, sin ruidos, sin miradas, sin voces.
Vinieron conmigo, éramos una tribu de caníbales que caminábamos por los pasillos blancos, inmaculados, del octavo piso del hospital. Todos me rodeaban, mi mujer agarró mi mano y cuando la puerta corrediza se abrió dándome la gran bienvenida me susurró al oído:
─ Te quiero mucho.
Mis hijas no dijeron nada. Disimuladamente, contestaban y mandaban mensajes de texto por sus celulares.
Mis hermanas se tragaban con los ojos lascivamente a los enfermeros y a los doctores que nos cruzábamos en el camino.
Mi madre lloraba; por momentos, suavemente, o más alto, según quien se acercara o quien la mirara.
Crucé la puerta. Se cerró detrás de mí y quedé separado de ellos, mirándonos a través del cristal. Después les di la espalda y no los vi más.
Hoy no me encuentro cansado. Me siento bien, relajado y a gusto. No estoy seguro si son las pastillas que me dan diariamente o es que aquí no tengo de qué preocuparme.  En este lugar soy un loco más. Un loco declarado. Solo me falta tener una cadenita al cuello y un cartelito que diga: LOCO.
Es la primera vez desde que ingresé que puedo escribir. Tengo dos composition books y tres lápices que me trajo mi mujer. No me dejaron la laptop. Se la pedí al doctor. No me dijo ni que sí ni que no. Sus manos se alargaron desde el otro extremo del buró, y convertidas en serpientes, me observaron, húmedas, con rabia. Al final, no lo permitió. Solo me dejaron estos papeles. Y con estos papeles tengo lo que necesitaba.
Todos creen que ganan. Mejor que así lo crean. Lo importante es que me dejen lo más tranquilo posible.
Tengo un solo amigo.  Los dos nos sentamos en las tardes y desde el ventanal de cristal, brinco a las azoteas y camino por ellas y observo a la ciudad desde arriba, donde nadie puede joderme, ni mi familia llegar.
Les dije a María y al doctor que iba a escribir un diario. Ahora no estoy seguro. No sé lo que voy a escribir. Puede que sea un diario. Puede que sea un cuento interminable. O que no sea nada. Las cosas hoy pueden ser y mañana no ser nada. Un día soy yo y otro día soy otro yo. Pero ellos no entienden eso. Tienen el control absoluto. Sienten que siempre son el mismo "yo". Y quieren que también sea el mismo yo que ellos. Todos los mismos yo, todos con el mismo cartelito: soy yo. Ver otro cartelito: soy yo.
─ ¿Quién eres tú?
─ Soy yo, igual que tú.
Anoche fui a visitar a mis gatos. Me quedé en el techo de la casa, y sin llamarlos, vinieron todos. Cada vez son más. Me senté sobre las tejas y se turnaban para rozarme, para olerme. Estuve en silencio todo el tiempo.  Ni una palabra. Sin sonreír, sin esperar un golpe. Así nos quedamos una hora o una hora y media con unos minutos, hasta que regresé.
El hospital no es un lugar tan pavoroso como pensaba. El problema mayor son los demás. Pero ese mismo problema lo tengo en todos lados. Es por eso que me he adiestrado para eliminarlos de mi entorno.
Conlleva un poco de esfuerzo y algo de concentración, pero ya es casi una rutina. Por eso casi siempre estoy solo. Los veo, parecen títeres en un movimiento continuo, pero en silencio.
Otra cosa que he aprendido es a no chocar contra los escaparates. Son peligrosos. Una palabra que no les guste, negarse a tomar alguna pastilla, gritar, o tirar un juego al piso, y puedes tener un brazo alrededor de tu cuello, asfixiándote hasta que empiezas a ver todo de un color primero rojizo, después con tonos morados, verdes, amarillos. Lo más inteligente es evitarlos y seguir sus órdenes lo mejor posible.
Mi amigo estaba sentado mirando hacia todas partes: abajo, arriba, al lado, al otro lado y se le acercó un escaparate y lo llamó.
Mi amigo estaba en su muro, subido allá arriba y no contestó, ni siquiera movió la cabeza un milímetro. Ese fue su error. Otro escaparate se aproximó, y entre los dos lo arrastraron hasta un cuarto, donde lo pude ver después amarrado a la cama de pies y manos, con la boca abierta por donde salía un hilo de babas que se perdía sobre el colchón, y los ojos que no miraban a ningún lado, solo a un punto en el techo.
Dice María que hoy podría venir a sentarse aquí frente a la ventana. Lo espero mientras la ciudad se va alumbrando con las luces de los focos, con los carteles de neón y las luces rojas que se apagan y se prenden, se apagan y se prenden.
Mientras, escribo. No sé qué voy a escribir, si un cuento interminable o un diario o cualquier otra cosa.


Aniversario


Hoy hace un año comenzó este  blog Palabras.
En todo este tiempo no hubo un día que dejara de trabajar, por lo menos mentalmente,  en él.
Pero también, junto conmigo, otras personas con su inestimable ayuda han hecho posible todo esto. Quiero darles las gracias a todos ellos:
Mariana Agüero, por la parte técnica y apoyo de todo tipo.
Sara Calvo,  que con el manejo perfecto de la ortografía,  la síntesis, y sus sugerencias, es indispensable cada día.
Armando Céspedes, con los conocimientos ortográficos, la paciencia y el ojo avizor, imprescindible.
A todos los que han compartido mis escritos con otras personas:
Joel Núñez, Asela Abreu, Ximo Rochera.
A todos los lectores.
Gracias.


Saturday, August 10, 2013

El mazo

Es una sensación. Un resquemor continuo, jodedor. Una idea que no se me quita de la cabeza. Pero creo que la vida no está de buenas conmigo. Siento que tiene cosas contra mí y que me las hace pagar a cada rato. Estoy casi en el fondo. 
Ya sé cuál será la expresión de algunos cuando lean esto: tú solo no, la mayoría de la gente está pasando por malos momentos, problemas, inseguridades. Ya, de hecho, les doy la razón. Es verdad, casi todos están pasándola mal, tal vez, peor que yo. Pero mi problema no termina o se resuelve cuando descubro que mi vecino pasa por una mala situación. Sigo jodido, apabullado, maltrecho.
Es como si estuviera encerrado en esas máquinas de juego, que tienen un mazo y varios huecos por donde salen unas cabezas ridículas que tienes que golpear antes de que se escondan. Mientras más cabezas logres golpear, más puntos ganas. Saco la cabeza y el mazo está encima de mí. Me escondo. Vuelvo a sacarla por otra abertura y pam, el mazazo.
¿Puedo decir que estoy cansado? Estoy cansado. Quisiera un poco de aire limpio. Poder mirar hacia algún lado y sonreír. Relajar los músculos. Dejar de vigilar el golpe que viene por algún lugar.
Fuimos todos a repartir tarjetas para transportar alumnos cuando comiencen las clases. Cientos de tarjetas. Las dos niñas, Jonathan, Mariana y yo. Entramos  a un barrio nuevo. Lindos apartamentos. Jardines, fuentes. Calles perfectas, olor a hierba recién cortada.  Dejamos tarjeticas en las puertas, en los buzones. Terminamos, ahora nos dirigimos a otro lugar. 
Estas son casas. Todo es feo. Las puertas feas. Conejitos plásticos, viejos adornos de navidad,  flamingos plásticos, vírgenes con flores. Alfombras en las entradas con la palabra Welcome. 
Poníamos las tarjetas insertadas entre el marco y la puerta; fáciles de encontrar. Se abre una puerta. Un hombre en shorts, sin camisa, descalzo. La barriga prominente, peluda. Me mira por unos segundos. Lo miro sorprendido por unos segundos. Le sonrío. El no sonríe. Le muestro la tarjeta. Me dice que no ponga nada en su puerta. Me disculpo, doy media vuelta para dirigirme a la otra casa. Me grita que no quiere verme por allí, que me vaya. No digo nada. Sigo poniendo tarjetas. Sale a la calle. Me grita que si soy sordo.
Terminé.  Paso frente al energúmeno. El teléfono de mi casa, el celular de Mariana y uno de nuestros emails están colgados en la puerta de cada casa de ese barrio. Siento ganas de golpearlo. Imagino esa barriga peluda delante de mí y uno de mis puños hundiéndose en ella. Otro golpe en su cara, patadas en el culo, en los riñones, en los huevos.
Camino hacia mi carro. Ya los muchachos están esperándome. Lo prendo. Afuera la temperatura a 90°, 95°. Dentro, 105°, más.  Sudamos. Suena el teléfono. Qué bien, ya comienzan las llamadas. Escucho a mí mujer hablando.   Es de las oficinas del barrio nuevo, el barrio lindo. No podíamos dejar tarjetas ni ninguna propaganda allí. No podemos entrar más.  El mazo. Lo había olvidado.  Se disculpa, no sabíamos que era prohibido. Disculpe, vuelve a decir.
Rosy protesta. Tiene sed, tiene calor, tiene hambre. Le digo que también tengo hambre, calor, sed. Me dice que no, que es ella la que tiene todo eso.
El teléfono otra vez. Una voz burlesca preguntando si rentamos un efficiency. Más de quinientas personas tienen nuestro teléfono. Alguna de ellas hará el día a nuestra costa. Es el mazo buscándonos. Pongo el aire acondicionado. Es un horno.
Hay un gato muerto en la calle. Tenemos una amiga que se baja del carro y quita los cuerpos muertos de los animales para que no los desbaraten más. Pienso en ella. Ahora pasea por  Turquia con su marido. ¿Con quien habrá dejado los perros y los gatos?
Mi mujer me pide que cuando lleguemos haga una tortilla de papas. Le digo que sí. Soy el tortillero oficial de la casa. Es lo mejor que hago en la cocina. Y los batidos: de mango, de mamey, de papaya, de chocolate.
Necesito seis papas grandes que corto en cuadritos y frío en aceite bien caliente. Una cebolla picada y la sartén con aceite de oliva, (muy  poco)  solo para cubrir las cebollas hasta que se ponen cristalinas.
Trece huevos. A veces uso quince, depende del tamaño de las papas, pero siempre en números impares. Once cucharaditas de sal kosher (la cuchara es minúscula, como de juguete). Bato los huevos y la sal vigorosamente. Saco las papas del aceite y las mezclo con la cebolla y el aceite de oliva. Las amoldo a la sartén. Vierto los huevos. Pongo la hornilla en low. Trato de que todo el líquido pase a la capa de abajo. Después le doy vuelta. Lo pongo unos segundos por la otra cara y vuelta otra vez.
Lista. A la francesa. El huevo todavía algo líquido, suave.


Sunday, August 4, 2013

Maria


Hacía más de dos horas, creo que tres, o tres horas y diez minutos, que miraba al techo sin moverme. Es inmaculadamente blanco y no me gusta, porque me es imposible descubrir los tanques, las montañas y los dragones que se dibujaban en el de mi casa; algunas veces era un perro comiendo y después, un televisor apagado o un árbol. Este techo es monótono, y por mucho que haga, no logro ver nada,  sobre todo con esa lámpara tan blanca sobre mi cabeza.
Después de la comida, cuando tenía frente a mí la visión de las terrazas de los otros edificios, entró María y me tocó la cabeza, como solo ella sabe hacerlo, que no es una caricia, ni un aviso, ni un golpe; pero quisiera que siempre tenga algo que decirme para que vuelva a pasar la mano por mi cabeza.
─ Mañana a las diez estate listo que el doctor te espera ─ me dijo.
A las nueve y media ya estaba bañado y tenía la ropa limpia y los dientes limpios y los oídos y entre los dedos de los pies.  Esperaba sentado en el borde de la cama a María. Miraba el reloj que está colgado en la pared, y eran las nueve y cincuenta, después cincuenta y uno, cincuenta y dos, y a las cincuenta y siete llegó María, y me tocó-acarició muy delicadamente. Aunque miré el reloj, no fue ni un minuto, ni un segundo, porque no le dio tiempo al secundario hacer tic y ya su mano había bajado y no estaba sobre mi cabeza.
El doctor no me gusta. Me mira con unos ojos que me dicen: te veo por dentro. Entonces hago como que no me doy cuenta que me mira por dentro, y pongo la cara y la parte de adentro y mis ojos como si no vieran  los del doctor arrancándome un pedazo por aquí y otro por allá.
El doctor me interrumpe y me dice:
─ ¿Qué tal, cómo está todo?
Arrancó un pedazo.
─ Muy bien, gracias─ le respondo, y sonrió. 
No muevo mi boca ni una pestaña; no muevo nada.
─ ¿Continúa con las pastillas que le receté?
─ Sí, doctor. 
Imagino al escaparate delante de mí y yo negándome a tomar la pastilla. Me quito esa idea de la mente porque me da escalofrio.
El doctor escribe sin parar en la computadora.  Sobre el buró, a un lado, está el mono sentado sobre la calavera, leyendo un libro. Un poco más apartado, tres monitos; uno se tapa los ojos, el otro la boca, y el tercero los oídos.
─ ¿Quisiera algo?  ¿Quiere salir a hacer algún deporte, le gustaría el taller de arte, qué le gustaría?
─ Mi laptop.
─ ¿Su laptop?
No dije nada más. Él se quedó un instante indeciso.
─ ¿Para qué quiere su laptop?
─ Para escribir.
─ ¿Qué piensa escribir?
No sabía qué decirle. De pronto vi cómo le crecían las manos y se convertían en serpientes húmedas que me miraban y hacían tiiirrr, tiiirrrr.
─ Voy a escribir un diario.
─ Eso está bien. Un diario es algo muy bueno.
Entró a mi estómago y me mordió, pero no grité, ni me estremecí, ni me quejé.
─ Veremos eso después. Tenemos que analizarlo mejor.  ¿Algo más que quiera decirme?
Las serpientes se acercaban y hacían el mismo ruidito sin parar, tiirrr.
─ No.
Íbamos de vuelta por los pasillos y el perfume de María también venia con nosotros, estaba entre ella y yo, y disimuladamente, con la mano izquierda, lo tocaba.  Otras enfermeras se cruzaban con nosotros, pero no me veían, solo le decían Hi a María y seguían sin verme. Después pasó uno de los escaparates y creo que sí me descubrió, porque sus ojos entraron y me dijeron: te veo por dentro, y no le respondí nada.  Con los escaparates hay que andar como si pisara descalzo sobre piedras: dar un paso aquí, otro un poco más allá, y otro hacia atrás.
Después tomamos el elevador.
─ ¿Me dijo el doctor que querías tu laptop?─ preguntó María.
No supe qué contestarle.
─ Así que escribes...
Volvió a hablar después de dos segundos, no, tres segundos.
─ Sí, algunas veces escribo cosas.
─ ¿Qué cosas?  ¿Poemas, cuentos, novelas?
─ Cosas que se me ocurren.
─ ¡Ah!
Cuando llegamos al salón todos gritaban. Algunos lo hacían por una jugada del juego de damas, por un programa de la televisión, otros porque querían sentarse donde ya había alguien sentado o porque les daba la gana. Yo dejé de oírlos en uno o dos minutos. Los veía gesticular, mover los pies, las bocas, los ojos, pero en silencio.
Mi amigo estaba en un rincón. Me miraba. Miraba el techo, las paredes, la ventana, a los otros. Me senté junto a él.
─ Hi ─ lo saludé.
Me observó un instante. Yo también lo miré, tanteando el muro, buscando un lugar para pasar del otro lado.
─ María me llevó a ver al doctor. Le pedi  mi computadora ─ le dije.
Mi amigo miró hacia mí, y después al piso y a una silla que tenía cerca.
─ Ella no se llama María.
─ ¿No?  ¿Cómo se llama entonces?
─ No sé. No se llama María.


Saturday, August 3, 2013

Ítaca


Hace varios días que no escribo. Siempre que termino algún relato, un cuento, me queda la sensación de que me vacié, que no encontraré más nada que decir. Antes me atemorizaba esa idea.  Ya no. Por ese motivo es que llevo  una semana sin pensar mucho, sin prestar atención. Escribí unas líneas sobre la esperanza, que deseché al momento.  No tiene sentido que trate de explicar algo tan obvio. Podría decir cualquier cosa sobre el Papa, por ejemplo. Ahora la prensa no deja de repetir que Francisco comentó que la iglesia no está en contra de los homosexuales, solo de sus prácticas. ¿Cómo fue?  No entiendo. ¿Me repite, señor Papa?  No, no puedo con esto, es demasiado para mis pobres neuronas. Sigo releyendo a Kundera.  Ahora estoy con La ignorancia. Ella vive en Paris, él en Dinamarca. Se encuentran por casualidad en el aeropuerto desde donde volarán a Praga, ciudad que dejaron hace veinte años huyendo del comunismo. Ella lo reconoce, se alegra, conversan. Él no la recuerda, no recuerda nada, ni su nombre. Ella rememora el pasado, y en algún lugar de ese pasado está ese hombre. Él rememora su vida, y en ella está la imagen del cuerpo de una esposa muerta, omnipresente; está  su profesión, y la vieja ciudad a donde no quería volver. Los dos regresan por caminos distintos y a la vez semejantes: la añoranza. Al llegar a Praga, descubren un paraje ajeno a sus recuerdos, un lenguaje diferente; los amigos son personas extrañas, cargadas de historias individuales, las calles recordadas ni están o no son como la memoria las proyectaba. Como el regreso de Ulises a Ítaca, son desconocidos y desconocen el entorno. Todo lo que los ataba termina por mostrarse ajeno, hostil.  Hasta la historia individual que los había acercado un día, se desarrolla de forma paralela para cada uno. Hago una pausa. Me veo caminando por mi ciudad, La Habana que recuerdo. Busco los lugares que he llevado a mis espaldas. Me imagino solo, sin prisa. ¿Qué prisa puedo tener si estoy en el pasado, si ese pasado excluye cualquier futuro? No encuentro aquella calle donde esperé recostado a una pared. ¿Existe ese lugar?  ¿Existió?   ¿Existió  esa pared en el pasado? Desde el futuro, que es de donde vengo, se convierte en una cortina de niebla que solo me deja mirar a medias, inseguro. Veo  el mar que rompe contra las rocas y dientes de perro. Se entrelazan otros mares, otras rocas. Me observo  caminando en una ciudad que no recuerdo, que confundo con otras. Son varias ciudades que se distorsionan. Calles que busco  en mi memoria, espacios  yuxtapuestos y extraños. Me pierdo. No sé dónde estoy.