Sunday, September 29, 2013

El filósofo


Desperté filosófico. Oriné pensando que debía de poner algunas cosas en su exacto lugar, y cuando me lavaba los dientes hasta hice planes para comenzar una dieta, correr en las tardes y comprarme ropa nueva. La filosofía puede ser constructiva o imposible.
Con el café me preguntaba por cuál de los retorcidos caminos se van algunas de las personas que un día fueron importantes y hoy no son más que un recuerdo confuso. Mis ideas sobre casi todo suelen ser muy simples, y cuando comienzo a profundizar un poco más, me duele la cabeza.
Espero que eso no tenga nada que ver con los dos centímetros extras que tenía (tiene) mi cráneo al nacer. Dice mi madre que se sintió tranquila cuando el doctor le dijo que eso no era una anormalidad. Yo siempre he dudado de esa afirmación.
Marco, deja de comer tanta mierda que se te va el tren, me dije.
En la estación un pequeño gato negro y feo maullaba acercándose a los que esperábamos el tren. Una mujer huyó cuando se le aproximó. Cuando corría movió el culo y las tetas de una manera magistral.
Le di un pedazo de pollo que llevaba para el almuerzo, y le prometí que al regreso lo llevaría conmigo. No lo volví a ver.
En la noche vimos  un programa sobre las explosiones nucleares. Es estimulante chocar con estos datos. Uno se siente seguro. Saber que ahí están nuestros gobiernos cuidándonos, ayuda. Estemos tranquilos, parecen decir los datos. Desde que me siento viejo, tengo obsesión por las estadísticas.
Aparte de las dos bombas nucleares que Estados Unidos lanzó en Hiroshima y Nagasaki, otras 1054 detonaciones nucleares (o pruebas) se han llevado a cabo.
Su eterno rival, la Unión Soviética (¿o Rusia?), ha realizado 969 de ellas.
Francia 210.
Gran Bretaña 45 (veinte y una de ellas en territorio australiano).
China 45 (23 atmosféricas y 22 subterráneas).
Corea del Norte 2 pruebas atómicas subterráneas.
India 6.
Pakistán 6.
También hay recomendaciones para estar preparados en el caso de un ataque nuclear. Como ya dije antes, tendríamos que estar tranquilos y seguir las instrucciones:
Ropa para cambiarse (de verano y de invierno). No especifican si se deben  usar trajes o algo más elegante.
Mascarillas para protegerse del polvo radiactivo, tapones para los oídos y gafas de sol.
Pastillas antinucleares, que se compran con receta médica.
Productos de higiene personal.
Dinero en efectivo (no se aceptarán tarjetas ni cheques personales).
Analgésicos, tranquilizantes y estimulantes.
Agua potable en envases que no sean transparentes.
Latas de conservas.
Si tiene permiso para usar armas, mantenerlas listas con suficientes municiones.  Además, cuchillos, hachas, palos, bates, tijeras o cualquier instrumento que pueda rajar en dos una cabeza (o varias).
El celular,  aunque  probablemente esté  inutilizable.  Imagino que mientras tanto pueda jugar algún jueguito divertido que lo distraiga o escuchar la música que tenga instalada.
Material autoadhesivo para sellar puertas y ventanas.
Apago la televisión. Escribo unos apuntes en mi libreta de notas. Me voy a acostar. Mariana está arreglando en la computadora algunas fotos que tomó. Son excelentes. Observo un poco: mariposas, un libro, una figura maya, un elefante de madera, flores, gatos, una vela, tomates, naranjas.
Siento el frío de las sábanas. Me volteo de un lugar a otro de la cama buscando acomodarme. Le mando a mi cerebro la señal de que no tiene por qué preocuparse. Tranquilo, descansa, relájate, le digo, que sueñes con los angelitos.


Saturday, September 28, 2013

La ciudad en la ventana (cuarta parte)


Abrí los ojos y la luz de la lámpara que colgaba del techo me obligó a parpadear, hasta que poco a poco me fui acostumbrando. Después, al ir recorriendo con la vista las paredes, le di un halón a las correas y el dolor en las muñecas entumecidas me sorprendió. Había olvidado que estaba atado a la cama. Moví las piernas.  La misma punzada en las pantorrillas. Al mirar hacia los pies, mi amigo estaba parado frente a la cama, observándome.
No dijo nada. Me miró a los ojos y lo dejé entrar y buscar si es que algo buscaba.
─ Estoy meado, man ─ le dije.
No contestó. Conversar con él es reconfortante. Uno se siente acompañado.
─ Lo peor son las pastillas, viejo ─ continué ─ Me hacen sentir casi eufórico, con ganas de verlo todo positivamente. Es una trampa.
─ Tú ─ dijo mi amigo sonriendo ─ Tú estás tan loco como ellos.
Después se le esfumó la sonrisa y se quedó mirando a un punto sobre mi cabeza, detrás de mí.
─ Hoy me quitan las correas.
─ ¿Para qué querías el casco?─ preguntó sin mirarme.
─ No sé bien. Me atrajo, creo ─ le mentí.
Dio la vuelta y salió del cuarto.   Volví a mearme.
Al rato entraron un escaparate y una enfermera.
El escaparate me liberó de las correas y advirtiéndome que me portara bien, me mandó a bañar.
Son las pastillas, lo sé, esa es la trampa, porque cuando entré en el baño, tenía ganas de cantar y comer y oler a María. Pensando y pensando se me puso un poco dura. Tengo que cuidarme para no volverme loco. Tengo que cuidarme.
Después me vestí con ropa limpia y me llevaron hasta el comedor y me tragué toda la comida.  No dejé nada, como otras veces. Me sentía bien, la comida me gustó.
Estaban todos en el comedor y gritaban y tiraban cosas al piso y algunos lloraban. Siempre alguno lloraba. Esos eran a los que menos podía soportar. Me hacían recordar a mi madre. Es difícil recordar a mi madre.
La mujer que se balancea comía también, sola, en una mesa del fondo, y mientras se llevaba la cuchara a la boca se mantenía rígida, elegante, impenetrable.
María pasó por mi lado y me preguntó que cómo me sentía. Le dije que muy bien, y siguió caminando mientras decía:
─ Pórtate bien, chico, para que no tengas más problemas.
Su olor se quedó un instante detrás de ella y después la siguió.
Cuando llegué al salón, la luz entraba por los cristales. Mi amigo miraba,  inmóvil, hacia un punto lejano.
Me senté a su lado y estuvimos toda la tarde mirando la ciudad.



Sunday, September 22, 2013

El diario (tercera parte)


Decidí acercarme y hablarle. Ella no me miraba. No miraba nada en particular. Sentada frente a la pared, se balanceaba.
─ ¿Cuánto tiempo llevas aquí?─ le dije.
Podía haberle preguntado su nombre, o de dónde era, o quién era su doctor, pero todas esas preguntas me parecieron estúpidas. También me pareció estúpida esta, pero fue cuando ya la había dicho.  No me contestó. Como si yo no existiera, siguió balanceándose.
Vi al escaparate. Llegaba de la calle, y en la mano izquierda, no, en la derecha, traía agarrado el casco azul brillante con unas finas líneas doradas. No dejé que me mirara a los ojos, y disimuladamente viré la cara. Pasó por mi lado y aquel tesoro azul casi me roza una mano. Después entró al lugar donde María, las otras enfermeras, los escaparates y algunos doctores, toman café, calientan espaguetis en el microwave, se ríen, se vuelven a reír, y después lavan los contenedores plásticos y las cucharitas y los tenedores, y los secan con papel toalla, y vuelven a tomar café y a reír. Parecen muy felices riendo.
Sobre la mesa, allí, lo dejó, porque lo seguí hasta la puerta, y él me preguntó:
─ May I help you?
Y le contesté:
─ No, es que estaba buscando a María.
Y mientras lo decía, con un ojo lo vi,  brillante, poderoso, descansando sobre la mesa, llamándome.
Después di la vuelta y me senté frente a la ventana, y conté los aires acondicionados, y las tuberías, y tres hombrecitos que trabajaban en la azotea de uno de los edificios más lejanos. Miré una revista, me mordí las uñas, y observé  cómo el sol se iba ocultando detras  de la ciudad, y algunas enfermeras cruzaban el salón y decían good nite guys, y cerraban las puertas tras ellas.
Conté hasta cien, y después llegué hasta ciento cincuenta y uno. Entonces me levanté y abrí la puerta del comedor. Seguía sobre la mesa, solo, en aquella habitación, y lo alcé y me lo puse. Cuando tenía puesto el casco, los sonidos se fueron y era como estar debajo del agua, era como estar de la mejor manera jamás imaginada. Le bajé la visera, y todo se tornó más oscuro, y las paredes dejaron de ser tan blancas.
Las puertas se abrían y después se cerraban detrás de mí. Tomé el elevador, y cuando se cerraron las puertas, todo se veía oscuro, y levanté la visera para comprobar el color, y la volví a bajar antes de que llegara al primer piso.
Pasé por delante de la recepción sin mirar. Unos doctores cruzaron conversando sin verme. La puerta estaba allá a lo lejos. Sentí la voz de María llamándome. Miré hacia atrás y la vi, y vi al escaparate, y a dos escaparates más cómo se abalanzaban corriendo.
Estaba en el piso, y encima, uno de los escaparates gritaba y babeaba y los otros me agarraban los brazos y María decía, cuidado, cuidado, y después no sentí nada más.
Las muñecas me duelen porque las correas están apretadas. Tengo ganas de orinar. El techo es blanco y una lámpara prendida encima de mi cara me molesta los ojos. Orino. El calor del líquido corre por los muslos y llega al colchón.
María me dijo que no iba a tener más papel para escribir por un tiempo. María huele bien cuando me dice que no voy a tener más papeles para escribir.



Saturday, September 21, 2013

Desayuno


Hace ya unos años estábamos en  Virginia y era otoño. Fuimos a desayunar al Cracker Barrel, y la chimenea despedía un calor que inundaba todo con olor a pino.
Hoy estamos en Miami, en el mismo restaurante, y la chimenea es solo un adorno vacío e incongruente. Estamos contentos de estar solos y desayunar, de hablar, de contarnos cosas. Miramos los viejos retratos, las herramientas polvorientas, las sillas decadentes, el ir y venir de las camareras. Criticamos a la familia, a los amigos, a nuestras madres, a nosotros mismos. Es reconfortante y divertido.
Cerca de nosotros, en otra mesa, varias mujeres y hombres. Dos de los hombres son soldados muy jóvenes, vestidos con el uniforme de camuflaje. Hablan alto, se ríen. Miran alrededor para comprobar que son observados. El uniforme los distingue, les da un sello. A mí me dan pena. Se lo comento a ella. Sé que va a decirme algo en contra de lo que dije, pero aun así lo hago. Los llamo víctimas. Ella no está totalmente de acuerdo. Dice que es un mal necesario hoy día. ¿Necesario? Eso puede tener diferentes interpretaciones, contesto.
Se levantan los soldados y las mujeres de la mesa. La camarera los despide. La camarera los ama, es toda sonrisa, amabilidad:
─ Thank you for keeping me free─ les dice.
Los soldados sonríen. Creo que ríen. Parecen un poco subnormales e inmensos y potentes en sus trajes y sus botas y sus espaldas anchas.
Vuelvo a las andadas. Le busco la lengua. Es un poco mi manera de amarla. No creo en nada de eso, le digo, no creo en su patriotismo, ni en el de la camarera; pienso que cuando se quiten el uniforme, ella les puede derramar el café encima. Creo que son tan víctimas o más que tú y yo. Esclavos de los gobiernos.
Ya encendí la estación. De ahora en lo adelante, no habrá tregua.
Llega a la bomba atómica, a Hitler, Osama Bin Laden, la CIA, los rusos. Mientras habla sin parar me siento bien; el desayuno es estupendo, los pancakes suaves, calientes, los huevos sunny side up, perfectos, los biscuits con mantequilla y mermelada, el café.
─ Antes de irnos, déjame ver la tienda ─ dice de pronto.
─ No gastes en mierdas.
─ No, solo quiero mirar.

Monito


No tengo más remedio que aceptarlo: fuimos (algunos lo siguen siendo) simiescos. Y a mí que tanto me gustaba la idea de que nuestros antepasados eran una parejita que se la pasaba encantadoramente, haciéndose arrumacos, cosquillas, brincando y retozando con los leones, los elefantes, las hienas, los tigres, pajaritos, culebras, babosas, arañas, ratas  y majases del jardín.
Es difícil tener que cambiar esa idílica visión por algo tan vulgar como un mono maloliente y primitivo. ¡Coño, si Adán y Eva hablaban inglés, man, y fueron los precursores de los campos nudistas!
Pero llegaron los científicos y lo pusieron todo al revés. Y lo peor es que no paran, no se cansan de restregarnos por la cara que no somos más que insignificantes descendientes de una manada de monitos que se sacan las pulgas, se pelean por todo y contra todo, y que lo único que los mueve es el sexo y el poder. Bueno, mirándolo así, sí es verdad que somos igualitos; y para comprobarlo, el miercoles 11 de septiembre de este año, publicaron un estudio en la revista especializada PLoS One.
Según el estudio, los orangutanes, cuando se van de viaje lo anuncian con un grito prolongado de hasta cuatro minutos, y se van a dormir para acumular fuerzas para el futuro periplo.
Es cierto, si yo cuando llego a un restaurante, antes de escoger algún plato del menú, halo por el celular y busco Check In y por Google, le anuncio a todos en Facebook que estoy comiendo macarrones. ¿Le importará a alguien que yo coma macarrones?  Pero eso sería otro tema.
Volviendo a lo mismo: el monito deja saber que se va de vacaciones y muestra la ruta a seguir con gritos, señales, golpes en pecho, etc., y voila! lo siguen un montón de ellos (machos y hembras) que hacen una delicia del viaje.
Como dije al principio, tengo que aceptar que tenemos más o menos los mismos cánones de conducta que los simios. Si no lo quieren creer, háganse una cuenta en Facebook, y como red social que es, descubrirán las costumbres de la manada.
Allí verán al macho o a la hembra dominante, dirigiendo a los que los siguen incondicionalmente, haciendo todas las señas posibles. Verán a los que se anuncian, los que se "cuelgan" (qué palabra tan atinada) en miles de fotos demostrando su irresistible sex appeal,  etcétera. Es imposible describir a la manada completa.
Otra cosa: cuenta mi madre, que cuando yo era un bebé, me bañaba y me vestía, y que por las tardes, orgullosa de su nené, me sacaba a dar un paseo por el barrio. Dice que los vecinos cuando me veían exclamaban:
─ ¡Qué niño tan mono!
Ahora lo entiendo.



Sunday, September 8, 2013

Realidad e imaginacion


El día 21 de julio de este año publiqué en mi blog un post llamado El silencio y las fotos. Al final, describo una foto que estoy viendo en una computadora. Después de ese momento no la vi más, pero por una inexplicable razón, me quedó dando vueltas en la mente y en el instante menos esperado, como un flash, la volví  a ver.
Anoche, cenando sentado en la mesa del comedor, distraídamente miraba las fotografías que pasaban por la pantalla y de pronto vi la descrita por mí. El tenedor con el pedazo de pollo y una rebanada de tomate quedó en el aire, estático, frente a mi boca. Observé la imagen los escasos segundos que le toma al programa pasar a otra. No pude entender que lo que yo había descrito en mi relato y que quedó en mi memoria era casi completamente diferente a la fotografía real.
No tuve intención de transformar lo que vi, y de hecho, creía que así era realmente; pero mi memoria, una vez más, idealizó algo, lo describió, no como era, sino como si yo lo hubiera hecho. Mi memoria y mi forma de escribir crearon una atmósfera que se aislaba de la realidad (que en este caso era la fotografía).
No puedo escribir nada que, de alguna manera, no haya padecido. No significa eso que sea autobiográfico, pero de la mano de la imaginación y el mundo enloquecido que llevo dentro de mí va lo que vivo día a día. La realidad simple con la fantasía.
Sería muy difícil para mí tratar un tema que no tuviera nada que ver con mi entorno. Cuando era muy joven y conocí los dos maravillosos libros de cuentos de Ray Bradbury, El hombre ilustrado y Crónicas marcianas, quedé fascinado por la atmósfera de soledad y tragedia de sus personajes. Me entusiasmaba el ambiente extraterrestre creado por él, con un fondo humano tan trágico.
Pensando en los paisajes desolados de Marte y el recuerdo de la fotografía en la computadora, me imagino abandonado en aquel planeta lejano, vestido surrealistamente con un traje en forma de tomate, mirando hacia lo lejos.
Aunque de cualquier manera, es una imagen fantástica, irreal,  estoy convencido que en algún rincón de mi cerebro ha sido armada por momentos "reales". Una realidad alucinada e íntima. La realidad aliada a la imaginación. Solo así puedo escribir.

Saturday, September 7, 2013

Fe, esperanza y caridad.


FE
El parqueo detrás de la iglesia estaba vacío. Apago el motor. Antes de salir me echo las llaves en el bolsillo del pantalón. El celular en el otro bolsillo. Me molestan. Extraño la mochila  donde todo va: el libro, la tablet, la billetera, el celular, el cargador, el pomo de Advil, cinco o seis bolígrafos que no escriben, una pequeña navaja, un dado rojo transparente, papeles con apuntes, un recorte de  periódico, monedas, un pequeño Batman de plástico, el ID del trabajo, un llavero roto con la torre Eiffel que dice  "Paris j'aime" y las llaves de la casa, de mi carro, del otro carro, del bus, del buzón, del trabajo, de la casa de mi madre, y antes estaba la de la piscina pero mi nieta la perdió.
Antes de entrar me quedo mirando un pequeño patio lateral y una fuente y un Cristo con flores en las manos y otro santo varón y una santa mujer. Miro las piedras que forman un pequeño sendero entre la fuente y las esfinges, y siento deseos de agacharme y tocarlas, acariciar su suavidad. Abro la puerta. Un letrero indica que hay obras de construcción dentro de la iglesia: “Disculpen cualquier molestia que esto pueda ocasionar”. Un canto como un lamento sale de algún lado e inunda todo el recinto. El olor a incienso. Al fondo, en el altar, un Cristo de madera, una cruz de metal, dos sillas tapizadas en rojo, ramos de flores. Cruzamos. Las niñas van delante, mi mujer detrás de mí. Entramos a una bóveda lateral. Velas blancas dentro de recipientes transparentes, unos palillos enterrados en un pozuelo con arena y una alcancía. Rosy  me pide un dólar. Lo introduce en la alcancía. Prende una vela. Prende otra vela. Otra. Le digo que basta. Nataly está sentada detrás. A ella no le gustan ni las velas, ni poner el dinero, ni que la miren. Una quiere que la vean, la otra quisiera ser transparente.
Rosy habla con la imagen que tiene en frente:
─ San Judas Tadeo, te pido que tenga bien en la escuela, ya.
Espero que San Judas entienda tu idioma personal, pienso y me dan ganas de reir. Me aguanto.
─ ¿Eso es todo lo que pides? ─ le pregunto en susurros.
─ ¿Qué más?
─ Está bien entonces, yo tampoco sé que voy a pedir.
Caminamos pegados a una pared. Un pequeño cuenco empotrado con agua. Veo a las personas introducir los dedos y persignarse. Agua bendita.  Agua con microbios de dedos que no se saben dónde estuvieron antes. Ella mete los dedos en el agua.
─ ¿Tú no lo haces?
─ No, yo no.
─ ¿Por qué no?
─ Porque no me gusta.
Nos sentamos junto a mi mujer.  Un hombre arrodillado ora en voz baja. Otra señora mira hacia el altar y no dice nada.
─ ¿Ya nos vamos? ─ me pregunta mi mujer
─ Vamos.
Doblamos en Brickell Avenue.
─ Qué bonito es todo por aquí.
─ Es bonito, sí.

ESPERANZA
Ahora solo jugamos seis tipos. Todos latinos: tres nicaragüenses, un dominicano, un hondureño y yo. El dominicano es el que se encarga de comprar los tickets, hacer las copias, recolectar el dinero y esas cosas.
Antes éramos un grupo de veinte, más o menos. La mayoría eran negros. Un día no quisieron que jugáramos más con ellos. Solo negros, dijeron, medio en broma. Pero no nos querían. No era una broma, nos sacaron del pool sin pestañar. No entiendo el por qué. Nunca ganamos nada cuando jugamos negros y latinos juntos.
En este grupo de ahora hemos logrado algo. Una vez dio para sesenta dólares para cada uno y volver a jugar, restando cinco por cabeza.
Dice el dominicano que los negros tienen una sombra oscura detrás, que están "salaos".
Yo no miro los números, ni siquiera el papel con la fotocopia de los tickets. Los tiro en un rincón, y cuando hay varios acumulados, los echo a la basura.
El dominicano me cuenta lo que hará cuando vayamos a Tallahassee a cobrar el premio. Va a rentar una limosina que es una especie de ómnibus donde nada se ve hacia adentro.  En él iremos todos y dos putas, cinco botellas de ron, cervezas, mucho polvo, y "candela al jarro hasta que pierda el fondo".
¿Y qué haremos cuando lleguemos a la oficina de la lotto?, le pregunto casi tímidamente, mientras lo que hubiera querido decirle es: ¿qué pasará en la oficina de la lotto cuando llegue ese grupo tan heterogéneo y borracho, con dos bandidas drogadas?
Recoger el billete, borrachos como perros, pero millonarios, responde.

CARIDAD
La veo casi todas las semanas en el semáforo de la 57 Ave. y el Palmetto Expressway. Viste una falda larga hasta los tobillos, una blusa con dibujos al frente bordados a mano, y una cartera que cuelga hasta caer a un costado, justo en la cadera.
El pelo negro, salpicado de largas canas, recogido en una cola que baja por su espalda. La piel tostada por el sol. La cara de rasgos como tallados en madera. No podría compararla con el mármol, que es una piedra fría y pulida, suave al roce de los dedos. Ella es madera de árbol herido, derribado cuando mostraba su máximo esplendor.
Mira hacia delante a un punto lejano. Inmutable, sin una sonrisa, sin un gesto de sumisión o piedad. Lleva en una mano un pequeño cartel: Necesito darle de comer a mi hijo.
Nada más. Ni gracias, ni God bless you, ni por favor.
El cartel es tan escueto y recio como su cara. Camina entre los carros sin mirar. No extiende la mano. Si alguien le da algún dinero, lo toma con un rápido movimiento, diciendo gracias, estoicamente.
Estoy en la fila de carros para doblar a la izquierda. Pasa junto a mi ventanilla. Mira hacia delante. No bajo el cristal. Se prende la flecha  en el semáforo. Sigo a los otros carros. Antes de girar, logro verla de espaldas, por el espejo retrovisor.



Sunday, September 1, 2013

La castracion


Dormí mal. Pasé frio toda la noche, me dolían los riñones y la cabeza. Lo sentía entre el sueño y la duermevela. Me levanté de la cama a las 5:45 am. No aguantaba más. Con el café me tomé dos Advil's. Me puse un abrigo. La casa, a esa hora, es una especie de témpano glacial. Puse la laptop sobre la mesa del comedor, la conecté a la corriente, busqué en mi email. Me había mandado yo mismo un post que escribí en el trabajo. Rectifiqué cosas, agregué otras, borré varias. Al fin quedó más o menos como yo quería. Busqué una foto que me gustara para el escrito y lo publiqué en mi blog. Mandé la invitación a varios amigos por email. Siempre me pregunto si lo leerán. Algunos sí lo leen, otros, no sé. No tiene importancia. Sí, la tiene, pero no puedo hacer nada. Que no me prohíban que les mande mis cosas ya es un logro.
Preparo la jaula para transportar gatos. Vamos a llevar a Butter y a Nala a operar. En Cuba dirían capar. Aquí son más finos, neuter le llaman en inglés, esterilizar, dicen en español. Es más suave. Casi no se piensa en que le van a extirpar los huevos, y a la hembra le cortarán no sé qué cosa por allá adentro. En una sola jaula metemos a los dos. Tendremos que comprar otra caja de cartón en el veterinario para uno de ellos. Cinco dólares cuesta la caja.
Llegamos a las 7:45 am. Nos dijeron que teníamos que estar allí a las ocho. Ya hay más de quince personas con sus jaulas, sus cajas y sus perros espantosos. Llenamos un formulario. Le presto mis espejuelos a mi mujer porque olvidó los de ella. Protesta, se le caen de las orejas. Le pregunto de quién son los espejuelos. No contesta. Me pregunta la fecha de hoy. Los perros ladran. Olor a perro. Gente de perros. Somos los únicos que llevamos dos gatos. Nos miran. Miran a los gatos. Ellos son superiores, nosotros somos inferiores con esos animales  satos y feos apretados en una misma caja. Hablan entre ellos de los perros. Todos parecen amigos. Es como una comunidad donde cada cual lleva un can amarrado a la muñeca. Ninguno nos dirige la palabra. Se muestran fotos del mismo perro en sus celulares. Mientras, los animales se huelen el culo unos a otros.
Entra un tipo con una jaula y un gato. Se sienta frente a mí. Mira a todo el mundo. Descubre que soy el dueño de los gatos. Me mira y sonríe. La hermandad. No le sonrío. Una muchacha sostiene un perrito entre las manos. Tiembla el perrito. Es igual a ella. Los dos tienen la misma cara. No deja de ladrar y ella de contar lo que hace el perrito. Todos se ríen. También tienen historias que contar de sus perros. Espero que de un momento a otro intercambien teléfonos, direcciones y salgan a pasear, a bailar, a un picnic, con sus perros y sus collares y sus fotos y sus celulares.
Me levanto y salgo un momento. Necesito aire. Lleno los pulmones y expulso el oxígeno apestoso que llevo dentro. Regreso. Un hombre con un perro gigante está sentado al lado de mi mujer. Encuentro un espacio en frente y me siento. Miro el techo, miro unos cuadros de animales, miro unos papeles para donar dinero sobre una mesita, miro los zapatos y las chancletas y las sandalias. Miro a mi mujer. Observa un punto neutro frente a ella. Hace muecas con la boca. No se da cuenta que lo hace. Ya no le digo nada. Antes la volvía loca diciéndole que no haga muecas. Su padre hace muecas, sus sobrinos hacen muecas. Me di por vencido. Tiene el cabello  revuelto. Veo canas, veo lo pobre que ahora es su pelo. La miro como hace veinte años la miré cuando caminaba hacia mí. Mañana es su cumpleaños. Hace veinte años atrás no teníamos gatos, ni siquiera teníamos conciencia de que pasaría el tiempo.
Nos llaman. Pasamos a otra habitación. El veterinario nos dice que es bueno insertarles un microship para que no se pierdan. Eso es lo que yo quisiera, que se pierdan, bromeo. Ni él ni mi mujer sonríen. Las vacunas contra la rabia, las vacunas contra los gusanos. Están a salvo los gatos, y yo sin seguro médico. A las 3:00 pm tenemos que recogerlos. Si nos demoramos, nos cobran más.
Salimos. Arranco el carro.
─ Pobrecitos ─ dice ella de pronto.
─ Pobrecitos, ¿quiénes? ─ pregunto.
─ ¡No me hables ahora!─ casi me grita.
─ ¿Por qué no?
─ ¡Porque tengo ganas de ir al baño big time!