Sunday, July 27, 2014

Breves apuntes sobre uno mismo.



Uno se despierta seis minutos antes de que suene la alarma a las cuatro de la mañana, repasa a grandes rasgos las tareas del día remoloneando por varios segundos debajo de la colcha, va al baño, sentado en el toilette sigue repasando lo que le toca hacer, se ducha, se cepilla los dientes, se unta desodorante, se echa colonia en los brazos, en el cuello, en la cabeza, se viste, baja a la cocina, prepara el café, pone en la mochila el lunch, un yogurt, un banano, la tablet, el cargador de la tablet, recoge del escurridor la loza limpia, la guarda; los platos en su lugar, los cubiertos en su gaveta, el cuchillo en la caja donde están los otros; toma el café, lava la taza, la cafetera, deja caer la borra por el desagüe, prende el triturador eléctrico, enjuaga el fregadero, seca la meseta, apaga la luz de la cocina, abre la puerta y sale.
Uno maneja con precaución, vigila a los policías, activa la señal si va a doblar derecha o si tiene que tomar a la izquierda, frena en los stops, mira hacia un lado, después hacia el otro antes de seguir, utiliza las mismas calles, treinta millas por hora donde exigen las treinta millas por hora, aparca en la estación del tren, apaga el carro, guarda las llaves en un pequeño bolsillo de la mochila, agarra el celular, abre la puerta y sale.
Uno espera el tren revisando Facebook, buscando algo medianamente interesante, y a veces lo encuentra, pero solo a veces; saluda good morning a la mujer que pasa, que le responde buenos dias, dejando en el aire un olor a comida frita, a aceite quemado; marca la tarjeta en la máquina y se monta al tren, busca el asiento acostumbrado, se sienta, sigue revisando cualquier cosa en el teléfono, dormita por varios minutos, se levanta cuando está próxima la parada de Cypress Creek Station, y cuando al fin arriba a la estación y se abren las puertas, sale.
Uno llega al trabajo y espera a que sean las cinco y cincuenta y cinco, marca en el reloj los últimos cuatro dígitos de su Social Security, pone la mano abierta sobre una pequeña plancha de metal hasta que en la pantalla se enciende una señal roja diciendo: OKAY: 0000, guarda la comida en el refrigerador, abre el candado alineando los cuatro números claves, busca la taza blanca de porcelana, va al comedor, la friega, la llena de agua, la pone en el microwave tres minutos, presiona el botón de start, espera hasta que faltan cuarenta y nueve segundos, saca la taza, sobre el agua hirviendo echa dos cucharaditas de café instantáneo, dos cucharaditas de crema y una cucharadita y media de azúcar, lo revuelve, tira la cuchara en la basura y, con cuidado para no derramar el líquido, regresa a su lugar de trabajo, escucha Pandora con los audífonos puestos, canturrea bajito una canción de Silvio; cuando aparece una oportunidad, lee tres, cuatro páginas del e-book del momento, lo deja, trabaja, lleva los papeles a la oficina, saluda a la muchacha obesa, le dice qué calor, sí, y no para de llover, responde ella: gracias, le dice uno, you are welcome, responde ella; hace fotocopias, envía un fax; a las doce en punto, para el lunch, vuelve a marcar los cuatro dígitos, otra vez la mano abierta en el reloj, come la ensalada mientras lee la novela, termina de comer, va al baño, se lava las manos, se enjuaga la boca, orina, se vuelve a lavar las manos, vuelve a marcar los cuatro dígitos en el reloj, la mano abierta, OKAY: 0000, regresa al trabajo, escucha canciones de Buika; a las dos y media es la hora de irse, lo cierra todo, guarda en la mochila la tablet, el cargador, el celular y sale.
Uno vuelve a esperar el tren en el andén, esta vez hacia el sur, y suda y suda; a las tres y dos minutos arriba a la estación, se abren las puertas, entra al vagón, se sienta, lee, con la sensación de frío del aire acondicionado se va durmiendo, cabeceando, hasta que llega a Opa Locka Station a las tres y cincuenta; se levanta del asiento, se abren las puertas y sale.
Uno llega al carro y lo abre, recibe un golpe de vapor en la cara, se acomoda, se pone el cinturón de seguridad, lo prende; conduce por las mismas calles frente a los mismos comercios, el mismo canal, los mismos patos en el canal, los mismos semáforos, la misma escuela, la misma iglesia, el mismo parque, la misma mujer con el mismo perrito hablando por teléfono, el mismo hombre trotando como un atleta profesional, la misma muchacha trotando torpemente, el mismo barrio; dobla en la misma esquina, el mismo drogadicto esperando con la mano extendida, la misma gasolinera, el mismo hueco en el asfalto, llega frente a la misma casa, aparca en el mismo parqueo asignado, abre la misma puerta y entra.

Saturday, July 19, 2014

El nipón



Sueño en japonés. No estoy buscando la palabra "sueño" en ese idioma, es que, sin preocuparme si está bien dicho o no, estoy últimamente soñando como si fuera un japonés. No es que en mis sueños me encuentre literalmente en Japón, es que, de una forma inexplicable, pienso, me alimento, observo, siento, hablo, como un nipón. Podría estar en el patio de mi casa, incluso, interactuando con mi familia o ayudando a mi mujer en la cocina; podría estar sentado frente al televisor viendo por cuarta vez la misma película con mis nietas, cenando frijoles negros con picadillo y platanitos maduros fritos, y, aun así, soy una especie de maestro zen, sereno, magro, introspectivo, sentado ceremoniosamente sobre un tatami de bambú, inmerso en la contemplación y en una filosofía que no llego a comprender, ni siquiera a definirla adecuadamente. Cuando despierto, desorientado, es como si estuviera en una habitación ajena, hasta que, poco a poco, voy regresando a mi entorno natural.
En la madrugada desperté y miré el reloj. Creía que ya debía levantarme, pero solo eran la una y cuarenta y dos. Acomodé la almohada, cambié de posición y traté de volver a dormirme. No pude. Se repetía dentro de mi cabeza, sin control, la frase "sueño en japonés, sueño en japonés" como un mantra interminable.
Anoche, sentados en la sala mirando la televisión, vimos por casualidad, pasando de un canal a otro, un programa de España donde muestran la vida de algunos españoles en otros países. ¿Cuál era el país del programa de ayer? Pues, no faltaba más, ¡era Japón!
Al ver mi entusiasmo por el programa, viendo como hacían los bonsáis, o a un grupo de borrachos en un bar karaoke vociferando desafinados, Mariana, que posee más de los cinco sentidos regulares, comentó:
─ Mira, qué casualidad, ahora que te ha dado por la bobería japonesa.
Alguna explicación habrá para esta nueva locura de Marco, pensará el que esté leyendo esto. Sí, tengo una explicación: voy por el sexto libro de Haruki Murakami, el escritor japonés que tanto éxito tiene.
Se dice fácil, pero, leer una detrás de otra, cinco novelas más un libro de cuentos de un mismo autor, es un buen record.
Pensando de esa forma, no sería extraño si trocara los gustos, la manera de ver las cosas; hasta podría suplantar los que siempre me han alimentado por platos asiáticos: los spaguettis por pescado crudo con salsa happo dashi, o un plato de congrí por uno de hosomaki, o la carne con papas por un yakimeshi de verduras, por ejemplo.
El sábado fuimos a una pequeña tienda a una cuadra al norte de Pines Boulevard que sólo vende frutas y vegetales. Yo, como siempre que tengo que ir de compras, seguía a Mariana con el carrito por los pasillos, amargado, aburrido y, pacientemente, esperaba mientras ella escogía lo que quería. Detrás de mí, escuché unas voces en una lengua desconocida, que a la vez, me era familiar. Con disimulo miré y ¡voila! ¡una pareja de nipones!
Para mi placer, no dejaban ni por un segundo de parlotear. Eran una mujer de unos sesenta y cinco años y un hombre de la misma edad, tal vez dos o tres años mayor. Discutían. Aunque no entendía una sola palabra, el tono con el que se comunicaban demostraba cierto grado de enojo. Se podía cortar con un cuchillo la rabia contenida hasta en los más simples gestos. La mujer agarraba un manojo de rábanos y el hombre protestaba, él ponía en el carrito una bolsa de naranjas y ella la cambiaba por manzanas.
Casi alelado, comencé a seguirlos por los pasillos. Me sentía hipnotizado. A mi alrededor todo desapareció de repente, solo ellos dos existían para mí. Y, como un personaje de Murakami, mi otro yo, ya sin ataduras, se desprendió como una sombra para ir detrás de ellos por la tienda.
Los ancianos, sin reparar en mi (otra) presencia, continuaban con lo suyo sin ponerse de acuerdo una sola vez.
Todo estaba relacionado con la literatura y con la magia: los tomates, las lechugas, los pimientos, las cebollas, los melones, las piñas, los olores, iban ligados a los seis libros leídos del mismo escritor. Pero como la realidad es casi siempre otra, y lo cotidiano, quiéralo uno o no, tarde o temprano te devuelve a tu lugar, escuché de pronto una voz que provocó que "mi otro yo" regresara a mí. Al darme la vuelta y mirar, Mariana, con tres bolsas en cada mano llenas de vegetales y frutas, me decía:
─ Oye, ¿tú no crees que ya tienes la edad suficiente para dejar de comer de lo que pica el pollo?
Asentí.
Fui hacia ella empujando el carrito, acomodé las bolsas y, pacientemente, la seguí hacia la caja registradora. 
Antes de salir, busqué por todos lados a la pareja de ancianos, pero no la vi más.

Sunday, July 13, 2014

Amanece y llueve

Está amaneciendo. Abro las cortinas. No veo nada hacia afuera y no me gusta. Tengo la sensación de que me observan, pero no por eso vuelvo a cerrarlas.
Tomo un vaso de agua para mitigar el sabor mentolado de la pasta de dientes en la boca. Después preparo café. Echo dos cucharaditas de azúcar en el agua. Antes lo revolvía, ahora no lo hago porque es innecesario. Todo se mezcla en el proceso de la ebullición. Es más fácil. Como dejar las cortinas abiertas aunque sienta que me pueden ver desde afuera. Que vean todo lo que quieran ver, qué más da.
La cocina, la sala, los cuadros, el baño, los muebles de cuero, los espejuelos, el celular, la laptop, la tablet, la cuchara; todo está congelado, yo estoy congelado. Abro el agua caliente del fregadero y dejo que corra por unos minutos. Después, poco a poco, voy metiendo las manos dentro del chorro. Sale humo cuando el agua se desliza entre mis dedos. Quema y me gusta que me queme.
Me veo, hace ya mucho tiempo, en el cine Alameda, mirando una película aburrida. ¿Era rusa? Creo que sí era rusa. Viene a mi memoria una escena: había mucha nieve y era de noche. Un hombre y una mujer caminan por un bosque de árboles raquíticos, sin hojas. Hunden los pies en la nieve. Se les hace agobiante cada paso, cada esfuerzo. El sonido del viento y las pisadas en la nieve. Se sientan y recuestan la espalda a un tronco. Están muy juntos. La mujer se abre el abrigo y el hombre pone sus manos en los pechos blanquísimos de la mujer. No cruzan entre ellos ni una sola palabra.
Escucho el café burbujeando. Lo vierto en mi taza preferida. Voy hacia la mesa del comedor. Pongo un porta vasos y encima la taza. Me siento.
¿Era rusa la película de la pareja en la nieve? Me asalta la duda. ¿No fue una de samuráis, japonesa? Me confundo. Creo que sí, que era japonesa. Un samurái y una mujer caminan con dificultad por un campo cubierto de nieve. Agotados, se recuestan a un árbol. No hablan. La mujer lleva las manos congeladas del hombre hasta sus tetas, debajo del kimono. Si, era con un kimono la escena. ¿La mujer no tenía las manos congeladas? Parece que esos detalles no tienen importancia en la película. Pero saltar de la estepa rusa a un campo nevado del Japón va un gran trecho. De cualquier forma, calentarse las manos entre los pechos de una rusa o una japonesa, debe ser muy agradable.
Enciendo la laptop. Noah da un salto y se sube a la mesa. Me mira midiendo mi reacción. Camina sobre el teclado y la cola me roza la cara. A Noah lo compramos. Es el único gato que hemos comprado. Todos los demás son recogidos de la calle. Con él ha sido diferente. Entramos a una pet shop buscando pececitos y allí, dentro de una jaula, estaba él, listo para ser adoptado. Se llamaba Storm y me miraba con los ojos tristes, atentos. Le pregunté a la mujer si podía sacarlo de la caja y cuando lo cargué, se dejó abrazar como un niño. No pude resistirme. Se lo regalé a Rosy por su cumpleaños: una ceremonia simbólica, un ritual que tenemos en casa: cada animal es de una de las niñas. Ninguno es mío. Yo solo limpio la mierda, los alimento y cuido de que tengan agua. Al instante le cambió el nombre horrible de Storm al de Noah. Resultó ser un glotón cariñoso que busca constantemente el contacto con los que habitamos en la casa. Lo bajo de la mesa. Se va protestando a la cocina a comer.
La película japonesa (¿o era rusa?) sigue dándome vueltas en la cabeza. ¿Existió esa película? ¿Vi realmente alguna escena donde una mujer calentaba las manos congeladas de un hombre con sus pechos y el kimono? ¿O era un abrigo y estaban en la estepa rusa? Ya no estoy tan seguro. No tiene ninguna relevancia ese recuerdo, pero no me abandona. ¿Vi realmente las tetas de la rusa, de la japonesa, o me lo he inventado yo?
Ya amaneció completamente. Llueve. Abro la puerta de atrás. Desde el balcón del cuarto, un chorro de agua cae sobre las paletas en movimiento del aire acondicionado produciendo un sonido metálico que interfiere con el de la lluvia. Un sapo sobre la silla amarilla del patio me observa. El aire acondicionado se detiene y el sonido cesa. Ahora es solo la lluvia cayendo. Escucho.
Cierro la puerta. El frío adentro es casi insoportable. Podría subir la temperatura, pero todos duermen. Me pongo el sweater que uso para estar en casa. Me siento un poco más confortable. Preparo otro café. Lo voy tomando mientras escribo en la laptop. Comienzo un relato. Tecleo:
Un hombre y una mujer caminan sobre la nieve...

Saturday, July 5, 2014

O jogo bonito


Mariana y yo, cada cuatro años, durante un mes, nos convertimos en hinchas furibundos, sufrimos en cada jugada o gritamos eufóricos en los goles como dos perfectos energúmenos hasta que las gargantas nos duelen. Después que termina el mundial de fútbol, por cuatro largos años, ignoramos todo lo que huela a deporte.
Pero, en este mes, la casa está regida por los horarios de cada partido. Todo lo demás pasa a un segundo plano: ¿el piso manchado?, después que termine el partido lo limpiamos; ¿la ropa sucia?, después del medio tiempo; ¿la pecera está turbia?, después, después...
─ ¿Qué hay de comer hoy?─- pregunta Rosy, mientras da unos pasos de ballet frente al televisor.
─ No sé, en el refrigerador hay muchas cosas.  Come.
─ ¡Ama, Gianna está sacando todos los juguetes!
─ ¡Déjenme ver el partido, no jodan más!
─ ¡Apo, Rosy está brincando sobre la cama!
─ ¡¡¡¡Gooool!!!!!......¡¡¡coño, goooooooool, gooooooool!!!
No leo ni escribo una sola línea, solo me preocupa el no poder estar frente a la pantalla siguiendo el balón. Solo quiero que el tren no se rompa cuando vengo de regreso, que las señales ferroviarias no se disloquen por la lluvia, que llegue a tiempo para poder ver el partido, que ganen mis preferidos, que pierdan los que no me gustan, que se jodan los que quiero que se jodan.
Están pasando un comercial muy gracioso por el canal del mundial. Cada vez que lo repiten, me río como si fuera la primera vez que lo veo: en un lugar de trabajo hay una fiesta y un grupo de personas disfrutan de un partido; un hombre sale de su oficina tratando de no mirar lo que los otros tanto celebran, va murmurando mientras huye: ¡lo tengo grabado, lo tengo grabado! Durante el camino de regreso a su casa se  topa con diferentes situaciones en las que todos miran el partido. Cierra los ojos, se tapa los oídos, canturrea una canción para no saber el desarrollo del juego. Al fin, llega a su casa. Cuando está aparcando el carro, viene corriendo un vecino para anunciarle el resultado final. Él escapa corriendo y haciendo ruidos para no escuchar, y, satisfecho, abre (¡al fin podrá ver el partido desde el comienzo!) la puerta de la casa, pero una niña aparece corriendo desde una habitación y le grita al pasar:
─ ¡Papi, ganamos!
La cara del tipo se transforma en un poema.
Nos reímos de la expresión de frustración y ternura que muestran sus ojos.
En mi trabajo, no puedo hablar con nadie de soccer. A todos les gusta el básquet, el football americano y la pelota. Por las mañanas, mientras van llegando, observo sus reacciones y no veo nada que no sea lo habitual. Como si el mundo girara igual que antes del 12 de junio, como si fueran sordos, o ciegos, o
zombies, o vivieran en Neptuno. Sienten una total indiferencia por "o jogo bonito". El mundial de fútbol no los toca, son inmunes a toda la emoción.
No mencionan el Maracaná, o las playas de Río de Janeiro, ni a Messi, ni a Neymar, o el descalabro de España y Portugal, el bailecito de los colombianos, ni la angustia en el partido de Estados Unidos contra Bélgica, ni la tristeza de México, ni al portero Tim Howard, o la mordida de Suárez. Todos siguen sus vidas como si nada pasara. O sea, como si vivieran en el planeta Neptuno.
Anoche, antes de irme a acostar, fui a darle un beso a Nataly. Dejó por un instante el celular, apartó el Ipod 5, se quitó los headphones y, suavemente, mirándome a los ojos, preguntó:
─ Apo, tenemos hambre, ¿cuándo van a cocinar algo?
─ Pero no pueden tener hambre ─ le respondí ─ en esta casa hay de todo para comer.
─ Apo ─ volvió a la carga mi linda nieta ─ I mean comer, carne, arroz, papitas fritas; no hot dogs, no paqueticos de papitas, no cereal con leche, you know.
─ ¡Ah, es eso!─ respondí distraídamente- Será después del 13, cuando se acabe el mundial... good night mi niña.
Después cerré la puerta de su cuarto y me fui al mío, rumiando la frustración por la derrota de mi equipo.