Saturday, August 23, 2014

She's only rock 'n' roll



Hoy terminan mis vacaciones y las de todos en casa. Mañana comienza el nuevo curso escolar. Mariana está buscando canciones de Mick Jagger, de Freddie Mercury, y baila feliz porque volverá a trabajar y a dejar, por unas horas, a los nietos en la escuela.
Las paredes retumban mientras cantamos: we are the champion, my friends... and we'll keep on fighting till the end... Gritamos como si entonáramos un himno, como si aún fuéramos aquellos jóvenes apasionados y llenos de esperanza que un día fuimos. Gritamos y cantamos y una nostalgia por lo que éramos, por lo que ganamos, por todo lo perdido, nos acompaña en los gestos, en el ritmo de la canción, en el aire.
Para devolvernos al tiempo presente solo faltaría que el vecino nos toque en la puerta encabronado, exigiendo que bajésemos el volumen.
La imagen acaramelada de la abuela en la cocina, preparando un delicioso apple pie y varios niños ayudando felices, es una de las grandes falacias que existen. Pasarse unas vacaciones rodeado de niños puede ser algo terrible. Puede provocar sentimientos funestos, sensaciones insospechadas, fisuras cerebrales, cansancio eterno, jaquecas perennes, angustias existenciales, miedo a la oscuridad, deseos de matar, de gritar, de autoflagelarse. El apple pie tendría un sentido más lógico si se convirtiera en un arma mortal, y la dulce abuelita en Jack the Ripper.
Así que ya pueden comprender mejor el por qué de los deseos de Mariana de bailar por toda la casa. Ella solo quiere bailar y cantar después de casi tres meses de vacaciones escolares rodeada de ángeles insaciables.
En You Tube, Mick Jagger se descoyunta: Goodbye, Ruby Tuesday, who could hang a name on you?. Cuando veo a Mick Jagger en el escenario me recuerda a una lagartija en dos patas con el mal de San Vito. Se lo grito por encima de la musica y se ríe y sigue cantando: when you change with every new day, still I'm gonna miss you.
Yo también tuve mi descanso del trabajo, aunque solo fue por una semana. Siete días pueden ser muchos días. Pero no me quejo, hubo cosas que también valieron la pena. Terminé dos novelas que venía leyendo a trompicones, con la ayuda de Oscar le pusimos freón al aire acondicionado del van, lavamos entre todos el bus escolar, cambiamos el agua a las peceras, compramos otros peces, no me afeité, esperé pacientemente a que mi madre me llamara algún día por teléfono, limpié el filtro del aire acondicionado de la casa, hicimos arroz con leche, y nos fuimos a la cama de madrugada, después de hartarnos con programas de asesinatos y de bicharracos extraños.
Comencé a leer otra novela aunque a la pantalla de mi tablet le han salido unas líneas verticales que la cruzan por el centro. Ya no sé qué hacer. La apago, vuelvo a prenderla, pregunto en la página oficial, y no encuentro una respuesta apropiada. Yo ya tengo la respuesta, y es la más fácil: comprar otra; pero en estos momentos no puedo. La crisis económica mundial nos toca a todos y a mí me aplasta lentamente.
Como estaba diciendo, empecé a leer otra novela. Es más bien una especie de autobiografía de un escritor japonés. Sé que puedo parecer monotemático; cuando me da por algo, no hay quién me pare. Ahora me ha dado por el Japón. Anteriormente me dio por Argentina. Desayuné, comí, cagué, soñé, con Argentina. Hoy hago lo mismo con el Japón.
El libro comienza con una descripción de lo que el escritor observa por la ventana de la habitación donde escribe. Se encuentra en un apartamento alquilado en el norte de la isla Kauai, en Hawai, donde se ha alojado para escribir. Desde su escritorio ve un cielo de un azul parejo, sin una nube, el mar, las rocas, la espuma de las olas. Corre varios kilómetros por la playa al amanecer, después se da una ducha, y con una taza de café recién hecho, comienza la tarea de escribir. Compara el calor abrumador de agosto en la ciudad de Cambridge, Massachusetts, donde reside, con la brisa fresca que le llega del mar y entra por la ventana abierta.
¡Qué maravilla! Yo también voy a escribir una novela. Primero selecciono el país, la ciudad, o el pueblo que deseo, y alquilo un departamento. Con el cheque que la editorial me adelantó, puedo pagarlo todo con comodidad y sentarme a trabajar. Estaré seis meses apartado del mundo. Sí, me impongo ese tiempo, necesito soledad, silencio, un ambiente adecuado a las ideas que llevo en mente... correré junto al mar mientras escucho mi música preferida... o por el campo, si me decido por los árboles y la tierra. La comunicación con la familia, los amigos, las editoriales, será solo por Internet. No aceptaré invitaciones, ni entrevistas. Seré casi un asceta.
Vuelvo a la realidad. Rosy está parada frente a mí con los zapatos que va a usar mañana en la escuela para que le ponga los cordones. Dejo la tablet con las rayas en el centro de la pantalla, la playa solitaria, los bosques y me dedico a los zapatos. Los quiere de una forma diferente a como sé hacerlo, y no lo logro. Se frustra. La convenzo de dejarlos como estaban. A regañadientes lo acepta.
Mariana sigue con su rock mientras prepara el almuerzo. Habrá garbanzos fritos con chorizos y arroz blanco. Me llama. Tengo que cortar las cebollas, machacar los ajos, fregar las cazuelas.
Another one bites the dust.
Another one bites the dust.
Salto al centro de la sala, cierro los ojos mientras brinco y canto:
Another one bites the dust!!!
Nataly, Rosy, Gianna y Mariana se ríen imitando mis movimientos torpes, feos. Me rodean, y bailamos y reímos.





Monday, August 11, 2014

El último tripulante


Contó que primero fue el silencio. Calcularon uno, dos, tres, cuatro... y a los cuarenta y tres segundos un enorme fogonazo de luz seguido por una onda de choque y después otra. Éxito total: 140,000 muertos en la ciudad de Hiroshima. Tres días después, Nagasaki recibió la segunda bomba. 80,000 muertos. Éxito total, repitió. Seis días mas tarde, Japón firmaba su derrota.
Leo en el periódico de ayer, que el último tripulante del Enola Gay murió. Theodore Van Kirk falleció de causas naturales a los 93 años de edad en una residencia para ancianos en Stone Mountain, GA, el pasado día 28 de Julio.
No es mi intención hacer un análisis sobre este episodio de la historia. Ya se ha escrito mucho sobre eso y mis conocimientos son tan superfluos que solo causaría pena una intervención mía sobre el tema. Pero, como no sé escribir de casi nada que no sea sobre lo que me rodea, o lo que de alguna manera me toca personalmente, siento, al imaginar ese instante fatídico, el horror, el pánico de una persona indefensa ante las armas de destrucción masiva y no puedo dividirme ni entender de políticas, ni de gobiernos, ni de banderas, ni de religiones y mucho menos de razones que lo justifiquen.
Sigo con el viejo periódico sentado cómodamente en la sala de mi casa. Una noticia detrás de otra ilustrando la tragedia de vivir día a día con el terror. Ahora es Israel y Palestina. Veo las imágenes, los edificios cayendo, los misiles sobrevolando la noche, los heridos, los muertos, túneles, banderas, tanques, fanatismo, miseria, destrucción.
Pongo a un lado el periódico.
Me duele la cabeza. Tomo dos analgésicos con un vaso de agua. No dormí bien. Pasé la noche teniendo pesadillas. Desperté varias veces durante la madrugada, y al volver a dormirme, los sueños continuaban en el lugar donde se habían interrumpido. Generalmente mis sueños son repetitivos y pueden tener diferentes personajes, pero en casi todos, ando buscando algo, persiguiendo cualquier cosa angustiosamente: mi carro perdido, la salida de un túnel, lograr regresar a mi casa desde La Habana, encontrar un objeto, descubrir que mi padre está ahí, delante de mí, pero no me puede ver, etc.
Anoche soñé que me daban una noticia. Una voz que escuchaba desde un lugar impreciso me anunciaba que Pablo, mi gato, que murió hace más de seis años, estaba muerto.
Mientras lo buscaba, iba caminando por unas calles oscuras, llenas de fango. Todo alrededor había sido destruido; edificios sin ventanas, casas sin techos, árboles caídos, ruinas. Encuentro, tirado sobre un charco, a un gato. No es el mio. No es mi gato, no es mi gato, repito en alta voz. Me asombra el sonido de mis palabras chocando y rebotando contra las paredes. Chorrea un liquido turbio, espeso que va impregnándolo todo. Continúo caminando por lugares cada vez más inhóspitos, más asquerosos, más oscuros. En cada paso que doy hundo los pies en una masa húmeda mezclada con grumos de tierra. No hay nadie por las calles, ni dentro de las casas, ni detrás de lo que queda de alguna pared; pero un murmullo, un cuchicheo lejano me rodea. Cuando trato de escuchar, es como si miles de insectos rasparan sus patas contra una superficie porosa.
Llego a un lugar llano iluminado por una luz intensa. Había varias rocas separadas unas de las otras y un césped de un color amarillento que cubría el terreno. Sentí placer al llegar a aquel lugar. Pensaba que podía quedarme allí, que no regresaría nunca. Me acuesto sobre la hierba y soy joven y soy ligero y estoy feliz de acostarme sobre la hierba. Hay un silencio como es el silencio debajo del mar. Un sonido de helicóptero se acerca y lo interrumpe todo. El zumbido monótono de las aspas me produce un extraño sentimiento de soledad. Los primeros disparos fueron como gruesas gotas de lluvia cayendo sobre la tierra árida. Comencé a correr. Me refugié detrás de una roca, y antes de volver a huir, pude ver la panza del helicóptero y al soldado disparando con una ametralladora. Las balas me perseguían.
Mientras corría, pensaba que hubiera sido muy bueno poder quedarme allí, acostado, sobre la hierba amarilla.