Sunday, September 28, 2014

Los recuerdos inconclusos

A los catorce años leí un libro de cuentos de Ray Bradbury. Aunque hayan libros que van con uno a lo largo de nuestras vidas, otros desaparecen al instante de cerrarlos, y "El hombre ilustrado" ha sido uno de esos que me han acompañado siempre. Es una sensación, como un sabor conocido y lejano que de solo recordarlo, salivas.
Si me pidieran que señalara un relato sobre las relaciones humanas, no dudaría en nombrar a "Caleidoscopio" como uno de los cuentos más desgarradores que conozco. Me confieso incapaz de poder lograr semejante ambiente en una historia tan corta; de poder crear, con doce hombres que van cayendo hacia un terrible final, tanto desconsuelo. Esa es la palabra: desconsuelo. 
La vida que se termina, y no pueden hacer nada para evitarlo. La soledad y la muerte perdidos en el espacio; y lo único que les queda (aunque saben que por muy poco tiempo) es comunicarse y descargar sus odios, sus miedos, sus frustraciones, los recuerdos de la alegría vivida, y la miseria humana (la más popular, como decía Arenas).
Volví a leer ese pequeño y a su vez inmenso relato. La idea de los hombres cayendo como una metáfora. Podría decir, por ejemplo, sin temor a ser demasiado obvio, que es como la vida misma, como la caída vertiginosa que conduce hacia un inevitable final.
Pero ya estoy demasiado viejo (mi madre diría demasiado cujiao) para no comprender que todas las sensiblerías que he descrito antes tienen otro fondo, otros motivos, que sin proponérmelo, interactúan entre la ficción y mis recuerdos.
También, hace unas horas, llegué a la página final de "Un mapa dibujado por un espía", de Guillermo Cabrera Infante, y, aunque de una forma más urbana (para utilizar su propio lenguaje), es también un libro sobre la caída imparable hacia el abismo, una historia de desencuentros, o el advenimiento de la pérdida.
He leído varias críticas enfocadas en los errores que contiene la novela, o la autobiografía (es un poco de ambas), que podían haber sido corregidos, y estoy de acuerdo. Porque el libro no sufriría nada, y sí ganaría mucho si hubiera sido revisado a fondo antes de publicarse. Pero no es mi intención hablar sobre lo mismo.
Cualquier persona que lea esto que escribo se hará la pregunta más simple y lógica: ¿qué coño tiene que ver un cuento de Bradbury con la novela de GCI? Por supuesto que nada. Entonces, ¿de qué estoy hablando? Estoy hablando de lo único que hablo siempre: de recuerdos.                                     
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Vuelvo a este relato después de abandonarlo por unos días. Lo he revisado varias veces hasta llegar a la palabra "recuerdos", y aun teniendo otras ideas para continuarlo, incluso la frase final, no me he decidido. Inmerso en las descripciones de la ciudad que más amo, con personajes que me son familiares y en el ambiente extraño y a la vez fascinante del mundo (o de los otros mundos) de Bradbury, me llené de recuerdos y vivencias.
Una de las propuestas era describir la fría y brumosa tarde que pasamos tomando un té delicioso y unos espaguetis blancos (¡al dente, tienen que estar al dente!, exigía Guillermo en su departamento de Londres, donde había que sortear las montañas de libros por todos lados, mientras Miriam Gómez, desde la cocina, me preguntaba si yo era puertorriqueño).
La otra idea (algo descabellada, por supuesto) era mezclar, con esos recuerdos, la primera vez, hace ya más de cuarenta años, que leí a Bradbury. Pero, como dije antes, han pasado varios días, y las sensaciones que me dejaron la lectura de los dos libros se esfumaron. Entonces, tal vez por la imposibilidad de seguir, o porque así lo he decidido, lo termino aquí.

Saturday, September 13, 2014

Los peces muertos


Murieron nueve. Ocho neones y el blanquito que parecía un fantasma. Iban flotando, dando vueltas, chocando contra el cristal mientras las branqueas, lentamente, dejaban de moverse y las bocas buscaban la última bocanada de oxígeno. Después, en todos los rincones de la pecera, los pequeños peces muertos parecían recordarme lo que hice mal.
Cuando cambiamos el agua, cambiamos también el método que anteriormente nos había dado buenos resultados, y la culpa fue mía. Con un sistema muy ingenioso y fácil (lo conocí cuando comenzamos con la piscicultura, mientras buscábamos instrucciones en Internet) que se conecta a la pila del fregadero, succiono el agua y toda la inmundicia, después la vuelvo a rellenar directamente de la pila, con solo maniobrar una pequeña palanca de color azul. Para contrarrestar el cloro, echamos unas gotas de un producto que lo elimina y otro que equilibra el ph del agua (no me pregunten qué es el ph del agua, que es muy complicado). Pero esta vez no lo hice así. No se qué pasó. Me dediqué a recoger los instrumentos, a lavar el filtro, los troncos, separar las decenas de babosas que se reproducen como por encanto, y los peces murieron.
Trato de justificar mi error.
Recuerdo que desde hace varias semanas el agua potable que recibíamos de Biscayne Bay, no viene más. Ahora es de Hialeah y tal vez no haya sido tan pura como la anterior.
El nombre de Hialeah me trae recuerdos agridulces de cuando llegué de Cuba y viví algunos años en esa ciudad. Casualmente, mi primera vivienda era un efficiency mugriento (donde nos apretujábamos para subsistir dos amigos, la mujer de uno de ellos, y yo) que quedaba detrás de la planta purificadora de agua de Hialeah.
Como me siento molesto y culpable, trato de no pensar más en los peces que murieron y preparo un sandwich de jamón, queso, mayonesa y mermelada de naranja. Me acomodo con el plato desechable y una lata de jugo de guayaba en la mecedora de la terraza huyendo del frío glacial que impera dentro de la casa. Mientras voy tragando, decido la fecha exacta para comenzar una dieta. Olvidaré las comidas fritas, los dulces, el pan, las galletas. Voy a dejar todo lo que me gusta, y comeré manzanas, zanahorias, lechugas, yogures, tuna, sardinas, y todas las demás bazofias. Mientras más le doy vueltas en la cabeza a lo que me espera, me dan deseos de llorar, de cagarme en mi madre, de maldecir a todos los santos; pero sigo masticando, y termino de comerme el sandwich, que está muy bueno.
Y aquí estoy, meciéndome lentamente, recibiendo el sol implacable que dentro de muy poco me hará volver adentro, sin pensar en nada en particular, o más bien pensando en muchas cosas a la vez: en la telenovela brasilera, en el árbol que daba sombra y atraía a los pájaros, y ahora ya no están las sombras, ni los pájaros, ni el árbol, pensando en que tengo que llevar a Nataly a Kinkos para hacer varias fotocopias de colores que necesita para un proyecto de la escuela, que al bus escolar le están poniendo los forros de los asientos porque estaban hechos una calamidad, "que el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos", que cada día soporto a menos gente, que tengo miedo a morirme y no me cuido, que volví a leer El guardián en el centeno, de Salinger, y que no me pareció la gran obra que años atrás creí que era, que si tendrá algún sentido que escriba estas descargas inútiles, y aún peor: que después las envíe por email a otras personas, que la muchacha que caminaba con los perros se fue del barrio, que de Hialeah recuerdo dos cosas, un viejo artículo de Gina Montaner titulado Feísmo, y la otra es una madrugada manejando hacia la factoría, cuando en la radio Aznavour comenzó a cantar La Mamma, y que el cielo de aquella madrugada era de un color morado, y las nubes estaban bajas, apelotonadas, y un perro cruzaba la avenida, y lo seguí mirando mientras continuaba su camino, y yo me sentía muy solo.