Sunday, October 19, 2014

Una calle del barrio.


El barrio en el que vivo hace ya muchos años tiene algunas calles, ciertos rincones que, inevitablemente, forman parte de mi historia personal. Lugares por donde paso y algo de mí se transforma, me aplasta, o me lleva al borde de una alegría antigua, pasajera, casi infantil.
El viernes pasado, al llegar del trabajo, llevé el bus escolar al mecánico. El líquido del power steering goteaba sin parar, y no logré encontrar dónde estaba el salidero. Mientras manejaba el armatoste, iba preocupado. Una de las preocupaciones era que el mecánico cerrara el taller porque ya se hacía tarde, y la otra, los funestos augurios que me fue anunciando cuando le describí, por teléfono, lo que pasaba con la guagua: todos sabemos que la mayoría de los mecánicos son unos hijos de puta.
Entonces, para evitar el tráfico infernal, doblé en Miami Lakes Drive y tomé el perímetro que bordea al Palmetto Expressway. Ese camino, rodeado de árboles y sombras, tiene un encanto especial. Carlos M, el personaje de uno de mis cuentos, hace jogging los fines de semana por la orilla del canal que corre paralelo a la calle. Y yo, mientras conduzco, voy recreando en la mente otras vidas imposibles, o transformando mi realidad con fantasías absurdas, egoístas, inconfesables.
Siempre se piensa que la vida es injusta; sobre todo con uno. Por lo menos yo lo pienso. Tener que llevar la guagua al mecánico, interactuar con un motor asqueroso que me aterra, relacionarme con la gente que pulula en ese antro, verlos tan a sus anchas entre hierros y aceites, entre pistones, mangueras, y escucharlos, además de soportarlos, mirar sus caras, la manera de moverse, sus chistes que mientras más vulgares, más tontos; el patriotismo barato, sus camionetas gigantescas, las banderitas colgadas en los retrovisores, sus cadenas de oro, las imprescindibles gorras; se me hace cuesta arriba, me amarga. Es lógico entonces que, mientras manejo hacia allí, juegue un poco con la imaginación, que juegue ingenuamente a que eso (ese submundo) no forma parte de mí.
Me veo de una manera que, generalmente, me agrada. Así de ciego soy conmigo mismo. Llevo en el subconsciente una imagen de mí que no tiene nada, absolutamente nada que ver con la realidad. Y no me estoy refiriendo a sentimientos, a formas de ser; estoy hablando solo del físico.
Los espejos reales me muestran a un hombre que mi cerebro olvida, a un hombre que retorna, una y otra vez, y se personifica y molesta, incansablemente; un hombre desechable que me asombra cuando veo en sus ojos un brillo que me es familiar.
El "espejo" a donde mira mi cerebro, refleja a "aquél" que, por supuesto, ya no existe. Ni siquiera tiene una idea clara del paso arrollador del tiempo. Sé que estoy hecho un viejo, y un viejo que envejece mal. Pero dentro de mí, a pesar del deterioro constante e implacable, sigo siendo, aún, joven.
El perímetro termina con un signo de Stop. Una construcción de lo que parece ser una escuela o un pequeño hospital, que está casi terminado. Me agradan las combinaciones de colores de las paredes, las lámparas externas, las ventanas.
En el terreno aledaño pastan las vacas. Abrí la puerta del bus, y frené para observarlas. Algunas me miraban con sus ojos tristes, y sacaban la lengua y se la introducían en la nariz. Otra se rascaba los flancos contra la cerca. No dejaban de rumiar. Se empujaban.
Volví a cerrar la puerta. Miré el reloj: las seis y media y yo comiendo mierda. Acelero.

Saturday, October 11, 2014

La fiesta


Dos semanas antes de la reunión en la casa, Mariana ya no podía dormir más de dos horas seguidas. La madrugada entera se la pasaba dando vueltas en la cama, pensando en las recetas, en los ingredientes que utilizaría, haciendo listas mentales, listas escritas: todos los detalles calculados, programados, para el gran día.
Cuando hablábamos por teléfono, ella manejando el bus escolar y yo en mi trabajo, no hacía otra cosa que describir, detalle por detalle, los cambios o las nuevas ideas que se le ocurrieron en la noche, sin poder pegar los ojos. Y, como es común en ella, siempre llegaban nuevas ideas, que iba adicionando a las anteriores.
Tiene una frase que cuando la pronuncia, yo tiemblo:
-Estaba pensando...
Esas dos palabras pueden significar un millón de cosas. Casi siempre vienen precedidas de infinidades de proyectos, cambios, otras recetas, más gastos, más trabajo para mí.
Una fiesta en casa, una reunión cualquiera, alguna invitación simple para conversar y disfrutar de un vino, de un café, la convierte en detalles deliciosos, en pequeñas obras maestras que parecen salidas de las manos de un chef: platos con quesos variados, recipientes con mermeladas, aceitunas griegas,prosciutto, variedades de galletas, ensalada de pollo al curry, higos al horno con pasta de durazno, blue cheese y envueltos con bacon; semillas, frutas, vegetales, albóndigas con salsa teriyaki, pechugas de pollo a la naranja, etc.
Y la reunión que estábamos planeando era muy importante para ella porque vendrían sus padres, la tía Marta Calvo que vive en La Habana, Tanya Astol de NY, Miguelito y otros amigos, Alejandro con su familia, y los muchachos, que incluyen a Tati y Oscar, su marido.
Yo, por mi parte, me propuse ser un ayudante tranquilo, competente, entusiasta, y no el tipo histérico, peleonero y desagradable en el que me convierto cuando creo que las cosas que tengo que llevar a cabo me sobrepasan.
Ya a las cuatro de la mañana de ese sábado de fiesta, desde la cama, la escuchaba trajinar en la cocina. Por la rendija de la puerta del cuarto entraban los aromas a curry, a gallina asada, bacon, papas cocidas, a café recién hecho.
Bajé las escaleras hambriento, dispuesto a darme un festín, pero lo que me esperaba era un fregadero atestado de cazuelas sucias, batidora, platos, cucharas, recipientes de plástico, bandejas, cafetera, morteros, exprimidores de cítricos, y cuchillos que tendría que lavar. Sin chistar, lo limpié todo.
Cuando llegaron los invitados, mientras Elis Regina cantaba un bossa nova, todo estaba listo y la mesa del comedor cubierta de exquisiteces.
Fue un éxito. Todos comimos y todos estábamos contentos. Se habló (por supuesto) de Cuba, de Guillermo. Mariana me hizo contar, otra vez, la bronca que tuve con el conductor de una guagua en pleno Londres. Discutieron sobre un cantante de ópera que yo no conocía, sobre historias de la familia, de Jaimanitas, de los muertos, y Luis me preparó un bloody mary que no me gustó.
Al final quedamos solos, cansados, ordenando el desorden, limpiando el piso, guardando la comida que sobró en el refrigerador, acomodando las sillas, tirando la basura, echando en la lavadora las alfombras de la cocina, la del baño, escondiéndolo todo de la irrefrenable curiosidad de los gatos. Y cuando terminamos e íbamos subiendo hacia el cuarto, apagando las luces a nuestro paso, pensé que tener a Mariana a mi lado era una cosa muy buena.