Saturday, November 29, 2014

La caverna




                                                                         Para Dulcita, in memoriam.

Unas imágenes que me vienen esporádicamente a la memoria son tan antiguas que no logro ubicarlas en un tiempo específico. Se han transformado en parte de mis recuerdos, o en parte de los recuerdos de un sueño. No estoy convencido de nada de lo que voy a tratar de contar aquí, aunque la historia, por lógica, parece estar muy lejos de la realidad. Pero la realidad, a veces, es ambigua, sobre todo cuando se trata de recordar, porque la mente distorsiona, embellece, o anula, cualquier hecho.

Soy un niño de siete años. Dulce me agarra de la mano. De pie, a su lado, hay un hombre. No sé quién es ese hombre. No puedo verle la cara. Estamos los tres a la orilla de un río. Observamos el agua correr. El agua es oscura y brillante. Todo está en penumbras, porque es una cueva. Por encima de nosotros hay rocas y a nuestros pies, el río corre en silencio.

Me detengo en este punto: estamos en una cueva, miramos correr un río, pero todo está en silencio. Recuerdo aquel silencio como el instante más apacible del cual tengo memoria. Memoria de qué, si ya dije antes que las imágenes se confunden tanto en el tiempo como en la realidad. ¿O es que "el instante más apacible" nunca existió, y el recuerdo que me dejó aquel hecho es incierto, o sea, que nunca lo viví realmente y mi memoria es una mezcla que se diluye entre el sueño y la imaginación de un niño? Pero, cuando vienen esas remembranzas a mi mente (no importa si son oníricas o no) puedo oler la humedad en las paredes de la caverna y el aroma a perfume y cigarros que emanaba del cuerpo de Dulce.
No logro ver la cara del hombre que nos acompaña. Pero cuando trato de hacer memoria y obligarme a recordar intensamente aquel instante, llego a la conclusión de que el hombre no tiene rostro. Sigo:

Me veo de espaldas. También puedo ver las espaldas del hombre y de Dulce. Dulce aprieta mi mano. Yo no deseo que suelte mi mano. Quiero que siempre el agua del río corra en silencio frente a nosotros y sentir la mano de Dulce agarrando la mía. Estamos parados sobre arena. Ahora el hombre sin rostro nos muestra un lugar lejos de nosotros. Miramos hacia donde señala el hombre y allí hay un bote volcado y a su lado, un cocodrilo.

Es un sueño, diría cualquiera, son símbolos que describen tu infancia: la caverna es la matriz, explicarían, Dulce es el cariño, y también es un poco la madre protectora, la dulzura (no es por gusto que su nombre sea tan obvio), y el hombre sin rostro es el padre ausente. Muy bien, podría ser, y también, si me explayo con otras ideas, el bote sería la libertad, la huida peligrosa (¿no descansaba junto a él un cocodrilo?). Pero solo son diferentes opiniones. Creánme, soy mucho más simple. No pretendo demostrar nada con símbolos. No me gustan.
Desconozco la existencia de alguna cueva con un río subterráneo y la presencia de cocodrilos en ella. Por lo menos, no en Cuba, donde vivía cuando tenia siete años. Pero ese momento está en mis recuerdos tan nítidamente claro como son los recuerdos comunes, o los sueños más caprichosos.

Estamos acercándonos al bote. No siento temor. Dulce cubre mi mano con las suyas. Las manos de ella son tan grandes que la mía desaparece entre sus dedos. Alza mi brazo y lo aprieta contra su pecho, como si de esa forma me protegiera mejor. El bote volcado sobre la arena está cubierto en algunas partes por un liquen verde y húmedo. Tiene pequeñas áreas de un color rojo desvaído. El cocodrilo parece dormir. Su cuerpo también tiene liquen adherido en diferentes partes. Se asemeja a una estatua antigua tumbada sobre la arena. Ahora estamos los tres muy juntos, observando. Trato de leer las letras borrosas que no han sido cubiertas. Leo una u del revés, una r; no logro leer más.

Este tema lo he usado varias veces en escritos que se han perdido, por suerte. Unos días atrás, buscando entre mis papeles, hallé algunos párrafos de una novela insoportable que escribí hace ya más de treinta años y que relataba lo mismo, aunque en un tono descuidado, algo atolondrado, como la juventud de aquella época. Pero ahora que vuelvo a leerlos, los recuerdos siguen siendo idénticos, aunque ya no tenga el mismo ímpetu, ni la juventud. 

Con el bote, podemos cruzar el río, pienso. Me imagino surcando las aguas oscuras. Sólo nosotros dos estamos cruzando hacia el otro lado. El hombre sin rostro, inmóvil, parado en la orilla, nos observa mientras nos alejamos.

Aquí se interrumpen las imágenes que me persiguen hace tanto tiempo. No tengo la certeza de haberlas soñado, ni tampoco la seguridad de que viví aquel momento alucinante. Nunca hablé de ello con Dulce, aunque recuerdo estar a su lado preguntándome qué fue realmente, pero siempre me faltó el valor. Dulce ya no está. Una tarde la encontraron ahorcada en el baño de su casa. Todavía su olor a perfume y cigarros me sorprende en los lugares más inesperados, y cuando eso ocurre, ella me toma de la mano y entre sus dedos infinitos, me pierdo.

Saturday, November 22, 2014

Alice


Conocí a la escritora Alice Munro cuando ganó el Premio Nobel de 2013 y salió la noticia en los periódicos. Antes no sabía nada de ella, es más, creía que Canadá, su país de origen, era un lugar enorme cubierto de nieve, donde los esquimales convivían entre alces y focas, pernoctando en iglúes, y transportándose por desolados parajes en trineos tirados por perros.
No sonrían ante mi ignorancia, porque esta confesión es solo una minúscula parte del océano infinito que es mi desconocimiento.
Pues como venía diciendo, vi la foto de una señora delicada, menuda, con cara de pajarito, que sonreía a la cámara y acababa de ganar el prestigioso premio, y me dí a la tarea de buscar varios de sus libros para conocer su obra.
A algunos escritores hay que encontrarles los trucos para disfrutar y poder digerir mejor lo que cuentan, (no me refiero a los que, en la mayoría de los casos, suplantan el no tener nada que decir con subterfugios idiomáticos y frases ampulosas; con esos ya me di por vencido) se les tiene que conocer, o adivinar el camino que utilizan para armar la trama.
El primer cuento que leí de Munro me dejó en ascuas, se me escapó. La historia comenzaba de una forma y, sin darme apenas cuenta, me perdí entre varias otras anécdotas sutilmente conectadas con algunos de los personajes, y terminó abruptamente, como si de pronto hubiera decidido no continuar escribiendo.
¿Es así?, me dije.
Atento a cualquier detalle, por más insignificante que fuera, pasé al próximo. Entonces comencé a sentir empatía por las pequeñas y sutiles historias, por los pueblos que describe, sus casas antiguas, por las personas, por las tragedias que involucraban sus vidas, por el paisaje helado, y el lenguaje duro, hostil, de la gente del campo. Empecé a descubrir sus trampas.
Los cuentos de Munro parecen anécdotas contadas entre mujeres, que en susurros, se intercambian confidencias. Si no estoy equivocado y la memoria no me traiciona, todos son descritos desde una visión femenina. Parten de detalles aparentemente insignificantes que se van ramificando, camuflando, entre personajes que surgen como por azar, transformándose en el puntal de la trama.
¿Cuál es el tema central de sus anécdotas? podría cualquiera preguntarse. El tema central es elástico, te muestra varios caminos, es el pueblo y su gente, son sus rencores, sus costumbres, los deseos aplazados, la vejez, el esfuerzo de la mujer, su empuje en la sociedad, la grandeza y la miseria humana. Se enfoca aquí, se distorsiona un poco más allá; te va llevando sutilmente de la mano como un paseo, como si por azar escucharas una conversación ajena.
Aquí voy a hacer un paréntesis, porque, en definitiva, mi propósito no es un estudio sobre la obra de la escritora, sino la intención de hablar, o tratar de describir, lo que tanto placer me ha proporcionado.
Y lo que quería decir es que me fascinan las historias de mujeres. Me entusiasma lo que piensan, cómo nos juzgan a nosotros los hombres, sus temores, las ideas que tienen sobre la belleza, su capacidad de sacrificio, su inteligencia, su sexto sentido, su valentía, y sus miserias; por nombrar sólo algunas.
De eso se trata la obra de Alice Munro, cuentos simples, sin grandes pretensiones, donde los personajes son gente común que cuida niños, se enferman de cáncer, sufren accidentes, trabajan, aman, se odian, engañan, se frustran, mienten, viven y mueren como vive y muere la mayoría, sin adornos, sin falsas filosofías, sin alardes intelectuales, arreando con problemas ajenos, con los propios, o sea, como la vida misma.


Sunday, November 16, 2014

La casa está envejeciendo


Se puede palpar en cada rincón, en las paredes, se nota en las baldosas del piso, en la escalera, en la quejumbre de las puertas: la casa envejece.
Lo que ella resguarda también se va tornando viejo: los baños, la cocina eléctrica, los cuadros, los libros cubiertos de polvo, las sillas, las lámparas, los papeles olvidados, las máscaras africanas, los álbumes acumulados en cajones, los pequeños adornos apiñados en cajas, las cartas terribles, las ánforas griegas, las fotografías enmarcadas, la ropa de invierno.
Nosotros, los que la habitamos, también envejecemos sin apenas darnos cuenta: las niñas ya no se persiguen zigzagueando temerariamente entre los muebles como antes, ya no hacen añicos las piezas precolombinas escogidas en cada viaje, y la gárgola destrozada que guardé, pedazo por pedazo, en una caja de caramelos, permanece en algún vericueto olvidado, preservando los recuerdos de París, o los instantes que confundimos sus fechas y lugares, trastocando las palabras, quedándonos en silencio.
Son las cuatro y quince de la mañana. Estoy preparando un café. Sólo el ruido monótono de los motores de la pecera y del refrigerador alteran éste instante donde todavía no he despertado del todo, y permanezco en la frontera entre el sueño y la vigilia.
Observo distraídamente a mi alrededor.
Algunas cosas se precipitan hacia mí: los ecos antiguos, los odios convertidos en costumbre, los muertos de allá y los de aquí, los gatos perdidos, las canciones que ya no escucho, las piedras del Mediterráneo, la taza robada de una cafetería en Manhattan, el cementerio en Virginia cubierto por hojas de colores rojas, amarillas, sepias, tus zapatos extraños, los puentes sobre el Támesis, mi madre joven, el frío intenso, el retorno de Nataly, su miedo, el nuestro, los patios de Charleston, el restaurante hindú, la carretera en la madrugada, los gigantes de Botero en un parque de Washington DC al amanecer, la natilla de Fina, la piscina de noche, el jarrón contra el suelo, los ladridos de Laz...
Termino de tomar el café. Recuerdo la pastilla para la presión. Pongo una cápsula sobre la lengua y la trago con un poco de agua. Lavo la cafetera, la taza, el vaso y la cuchara. Paso el trapo húmedo por la meseta, alrededor del fregadero, la pila, la estufa; después lo echo en la lavadora porque huele mal. Guardo la tablet en la mochila y también un yogurt, una manzana, y la pequeña charola de metal con el almuerzo. Me cuelgo los espejuelos al cuello. Tengo deseos de orinar. Me siento en el toilet. Aguanto el pito apuntando hacia abajo para no mojar nada. Me subo los pantalones. Me acomodo el t-shirt mirándome en el espejo del lavamanos. Veo a un homeless que me observa con un rictus antipático en los labios y una barba de tres semanas. No me lavo las manos. Abro la puerta del baño. Junito me espera del otro lado, acostado a lo largo en el suelo por donde debo pasar. Maulla quedamente.
_¿Qué te pasa?- le pregunto.
Me contesta con un quejido-maullido.
_Déjame pasar, chico- le pido.
No se mueve ni un milímetro. Otro pequeño maullido. Le doy unas palmadas en la cabeza.
_I love you, mi gato lindo- susurro mientras le acaricio las orejas.
Otro quejido. Brinco por encima de él.
_Ya hablamos suficiente, viejito-le digo- y no tengo más tiempo.
Me cuelgo la mochila al hombro. Pongo el celular en un bolsillo del pantalón. Voy hacia la puerta. Agarro el llavero que está colgado en la pared al lado de la entrada. Abro. Salgo.


Sunday, November 9, 2014

Caminando descalzo


Me siento como si caminara descalzo. Y no caminar descalzo. Cuando lo hago, parezco una especie de pato gigante dando zancadas. Entonces, si esa es la sensación que me embarga, es que estoy mal, me encuentro mal, camino como un pato, torpe, golpeando el suelo ¡plaf!, ¡plaf!, lento, feo, ridículo.
Es común en mí tener esta clase de tragedias mentales. Por más que trate, no lo puedo evitar. Soy, ante todo, un consumado pesimista, un tipo oscuro, inmerso en su mundo imaginario, inmaduro, gris, inconforme. Pero, con la edad que tengo, ya solo me resta seguir, un día bien, otro mejor, y el peor, bueno, dejarlo por incorregible.
Recuerdo que cuando era niño e íbamos a pasear estaba todo el tiempo angustiado porque el paseo se terminaría. Mi madre comentaba a todo el que quisiera oírla (¡ah, mi madre, siempre tan conocedora de mí!) que yo era un niño muy casero (son literales sus palabras) y que por eso me ponía rebencúo en las fiestas, en el zoológico, en la playa, donde quiera que íbamos, menos en el cine. Nunca he podido entender lo del cine, porque jamás me llevó al cine. Sí, rectifico, una vez fuimos a ver una película los dos, y hasta compró chocolates con almendras, y recuerdo que me sentí aterrorizado por la bruja que se convirtió en un terrible dragón que echaba fuego por la boca. Aquella tarde, por primera vez, me llamaron cobarde, y nada ha cambiado desde entonces, salvo que ahora no me asusto con el dragón, aunque expele fuego.
Cuando estoy de este modo y me encuentro más desanimado de lo que normalmente soy, raras veces escribo. Existe una teoría de que se escribe más y mejor en la angustia. No estoy de acuerdo. En mi caso, la angustia me paraliza y el bienestar me da por contar boberías, que es, en definitiva, de lo único que escribo.
La semana pasada, por casualidad, me topé con un pequeño vídeo de siete minutos que me dejó perplejo. Y es que de alguna manera cuando comencé a investigar y a buscar datos sobre el tema, una voz interior me decía más o menos así: esta es una muestra de lo que tú nunca serás, una clara visión del tesón y de la continuidad, de la valentía, del empecinamiento; o sea, una muestra de lo que tú careces.
Era el documental sobre Petit Pierre y su carrusel; un hombre sordomudo, deforme, que sacaron de la escuela para pastorear ganado, y se dedicó a construir un traste alucinante, hermoso, triste. Me llegó hondo su ingenuidad, la belleza tosca, infantil, de lo creado por sus manos, y, copiando un poco de cada página que encontraba, le escribí mi pequeño homenaje, al que titulé El carrusel.
No sé si son estas tardes cortas, o es el viento fresco que recorre la ciudad, o tener que tropezar a diario con la infinita miseria humana, o el año que se termina, que producen este estado de ánimo en mí. No sé siquiera, verdaderamente, el motivo real, pero no dejo de sentirme como si anduviera descalzo.
Acabo de hablar con Mariana. Me cuenta los detalles de su próximo proyecto y la alegría se le nota en la voz. Envidio eso de Mariana, envidio su poder de entusiasmarse, de emprender las tareas diarias, de mantenerse a flote sin una queja, de pasar de una ilusión a otra con la misma energía y con la felicidad renovada por pequeñas cosas. Cuando pienso en los más de veintidós años que llevamos juntos no logro comprender de dónde ha sacado la fuerza, cómo ha podido empujarme durante todo ese tiempo para que, mínimamente, funcione, y a veces (solo a veces), deje de ser el gigante inútil que camina por la casa, perdido, oscuro, buscando incansablemente a un dragón que arroja fuego por la boca.   

Saturday, November 1, 2014

El carrusel


                                                                          País en que los deshechos
                                                                          son amados todavía,
                                                                          es la comarca sombría
                                                                          donde la luz se perdona,
                                                                          porque allí van las personas 
                                                                          del sueño a la poesia.
                                                                          Silvio Rodríguez. 
                                                                                                                                          
A los siete años, mudo, casi sordo y medio ciego, con el cuerpo desajustado y deforme por el síndrome de Treacher Collins-Franceschetti, vapuleado por las burlas y los abusos constantes, fue obligado a dejar la escuela, a convertirse en pastor, en la soledad insondable del campo y de su destino.
Pierre Avezard nació en Fay-aux-Loges, en el departamento de Loiret, Francia, en el año 1909. Semi-analfabeto, apartado de la sociedad, comienza, a los veintiocho años de edad, la obra a la que se dedicará por más de cuatro décadas. Recolecta todo lo inservible que encuentra: rastrojos, deshechos, objetos rotos, trozos de madera, de latón, de hierro, plástico, goma, lo feo, lo echado a un lado, lo que se olvida; la basura que en sus manos se convertirán en juguetes y tomará fantásticas formas en movimiento.
Alrededor de una precaria choza ubicada en la finca Coinche, aislado de todos, perdido en los campos en los que pastorea a sus rebaños, va levantando, sin ningún conocimiento de ingeniería (o con un conocimiento innato, instintivo), con un viejo motor, poleas y cables, un mundo infantil donde las figuras se mueven, bailan, brincan, corren, disparan chorros de agua, donde todo parece cobrar vida, y la imaginación se desborda, asombra, y conmueve: El Carrusel de Petit Pierre.
Doscientos cincuenta metros cuadrados de todo tipo de materiales, en formas de aviones, helicópteros, autos que ruedan por carreteras, camiones, tractores, bulldozers, tranvías, trenes, barcos, parejas que bailan, relojes enloquecidos, animales que corren o pastan, túneles, herramientas, casas que abren y cierran sus puertas, árboles, flores: su mundo particular de sonidos y de movimiento, de belleza y de soledad.

El cineasta francés Emmanuel Clot, antiguo colaborador de Françoise Truffaut, se sintió impactado (cuenta en una entrevista) al ver semejante andamiaje de metales en movimiento, creado por las manos de un hombre con un sinnúmero de limitaciones físicas. Filmó un documental de solo siete minutos llamado Petit Pierre, con el que obtuvo el premio Cesar de 1980.
Pierre, con más de ochenta años, es ingresado con hemiplejia. Los domingos, mientras se lo permitió el cuerpo, dejaba el hospital para ir a poner en marcha su carrusel.
Muere en 1992 a los ochenta y tres años. Su obra queda abandonada, olvidada. Los vándalos, la propia naturaleza y el tiempo, hacen estragos hasta que es desmontada y trasladada, pieza por pieza, al Musée La Fabuloserie, en Dicy, Borgoña.
El personaje principal de Micmacs, película dirigida por Jean-Pierre Jeunet, del 2009, interpretado por el actor Michel Cremades, es inspirado en Petit Pierre.
En el 2001, Suzanne Lebean, dramaturga de nacionalidad canadiense escribió una obra, un homenaje póstumo, titulada: El fabuloso carrusel de Petit Pierre.


Para ver el video:
http://www.youtube.com/watch?v=Hf3IlwJnNGY