Sunday, May 31, 2015

Rosy quiere ver a Cameron Dallas








Rosy me pide que la deje ir con una amiga y su madre a ver a Cameron Dallas.

—¡Cameron Dallas va a estar esta noche en el lobby de un hotel y todas las niñas pueden ir a verlo, for free!- me implora.

El que tenga hijos, o nietos adolescentes (como es mi caso) sabrá que este tipo de propuestas lanzadas a bocajarro no se asimilan fácilmente. El cerebro sufre una parálisis instantánea que puede durar unos segundos, que es el tiempo suficiente para que, en esta ocasión, Rosy, mi nieta querida, ya haya dado más de veinte brincos delante de mí, y con su linda carita, a la que nada podría negar, me pidiera:

—¡Por favor, Apo, di que sí, di que sí, please, please, please, Apito!

Bien, mientras mi mente va asimilando esta avalancha, recuerdo a un antiguo compañero de trabajo que insistía en que la frase "no es fácil" era de su autoría, y que no entendía cómo los cubanos balseros de ahora se habían apoderado de ella. Sea cierto o no, no es fácil, me digo, mientras Rosy me va cubriendo de besos y abrazos.

Al fin reacciono: pero bueno, ¿quién coño es Cameron Dallas?

— Espera - le pido - ante todo, explícame una cosa: ¿quién es Cameron Dallas?

Rosy para de brincar y de besarme. Me observa como si estuviera delante de un ser despreciable, un insecto, un perfecto cretino, un enajenado mental que vive en las cloacas más oscuras y apestosas de la ciudad.

— Apo - contesta mi nieta - ¿tú no sabes quién es Cameron Dallas?

— No - respondo tímidamente.

— ¡Cameron Dallas es el boy más lindo del mundo, and I love him so much!

— ¡Ah, sí?

No sé qué responder. ¡¿Dónde está Mariana?! Con una mirada de mi mujer sería todo más simple. Lo confieso, no es fácil, y mucho menos sin la inmediata y acertada sabiduría de mi esposa.

Sintiéndome derrotado e inseguro, le doy permiso.

La amiga y su madre la vendrán a recoger a las seis de la tarde. Comerán hamburguesas. Extraigo diez dólares de mi billetera y se los doy. Besos, besos. Casi me dan deseos de llorar al verla tan feliz. De todas formas yo lagrimeo con cualquier cosa. Hay días en que hasta un aburrido comercial de arroz Basmati puede sacarme algunas lágrimas.

Enciendo la tablet, y en Google escribo: cameron dallas. Me siento un intruso, como si hiciera algo ilegal, como si buscara una página porno a escondidas. Aparecen miles de sitios sobre el personaje. No entro a ninguno de ellos. Voy arriba y señalo donde dice Images. Se abren ante mi cientos de fotos de un muchacho adolescente, vestido, sin camisa, con diferentes peinados, riendo, serio, en un carro, en moto, con pintura de labios en las mejillas, sentado, en calzoncillos, parado, corriendo, hablando, besando a una muchacha, a otra, en la playa, comiendo spaghetti. Toda la felicidad del mundo en esas fotografías. Lo odio. El amor de mi Rosy. Mi pequeña niña enamorada. Apago la tablet.

Son las cinco de la tarde. Rosy sube a bañarse. Trato de leer pero no logro concentrarme. Enciendo la televisión. Paso de un canal a otro sin que nada me atraiga. La apago. Salgo al patio. Hace calor afuera. Los gatos tratan de empujar la puerta para salir. Mariana aún no llega. Llamo a su celular.

— Te compré galleticas de chocolate con coco- me dice cuando contesta.

— Ah, gracias.

— ¿Qué te pasa? - pregunta.

— Le di permiso a Rosy para ir a ver a un muchachito de esos que cantan.

— Cameron Dallas.

— ¿Tú lo sabías?

—  Sí, me lo pidió hace días.

— Ah, ¿entonces está bien que vaya?

— Claro que sí, por supuesto.

Como me gustaría poder ser así, seguro, directo, decidido.

— Ok, ¿ya vienes?

— Sí, voy a pagar ahora.

Son las cinco y cuarenta y cinco. Rosy baja las escaleras. Viene vestida para la ocasión. Ya es una mujercita. ¿Cuándo ocurrió eso? No lo sé. Ayer íbamos de la mano a echarles pan a los patos a orillas del lago, y hoy persigue al amor de su vida, al "boy más lindo del mundo".

Son las seis. No para de enviar mensajes por el teléfono. Abre el refrigerador. Destapa un yogurt. Mira por la ventana.

— ¿No te contesta? - le pregunto.

— No -responde.

Como en la canción de Aznavour, "cumplo mi deber, yo debo callar".

Son las seis y cuarto. Rosy marca otra vez. Nadie contesta. Está triste, aunque aún no quiere darse cuenta. Enciende la televisión. Evita mi mirada.

Son las seis y treinta. Rosy sube a su cuarto. Mariana abre la puerta. Cargo las bolsas del supermercado. Acomodamos todo.

Son las ocho y cinco. Rosy baja las escaleras.

— Ya no voy- dice- mi amiga no me contesta.

— No te preocupes- le respondo tratando de disimular mi alivio- en otro momento lo podrás ver. ¿Quieres que te prepare algo de comer?

Creo que me mira con rabia. Vuelve a subir las escaleras. Escucho el portazo de la puerta de su cuarto al cerrarse.












Saturday, May 9, 2015

La niña de la foto





Tarde calurosa, como son todas las tardes en el sur de Sudán. Un avión de las Naciones Unidas aterriza en la precaria pista rodeada de llanos infinitos achicharrados por el sol inclemente, llevando alimentos y medicinas a una zona afectada por la hambruna, las guerrillas, las enfermedades, la desnutrición, la muerte, la ignorancia y la ignominia. Es el 11 de marzo de 1993, en la aldea de Ayod.


Kevin Carter y João Silva bajan del avión cargando las cámaras y todo su equipo de reporteros. Hombres y mujeres, desnutridos y enfermos, se aproximan para recibir los alimentos. El avión despegará en unos treinta minutos, que es el tiempo suficiente para terminar de descargar. João Silva busca a los guerrilleros, quiere entrevistar a algunos y tomarles fotos. Kevin Carter, sin rumbo fijo, se aleja unos metros de la pista.


Kevin Carter está junto a un terreno cubierto de escombros. Una niña famélica y desnuda camina, con pasos inseguros, entre la inmundicia. Se detiene, la poca energía que le queda no le deja dar otra pisada. Se acuclilla. Ya no tiene fuerzas para mantener erguida la cabeza. Apoya la frente contra la tierra. Detrás, a unos pocos metros, un buitre la observa inmóvil, expectante. Kevin Carter, sigilosamente, busca el ángulo mejor. Enfoca. Dispara. Espera unos minutos. El buitre no se mueve. Kevin Carter desea que abra las alas, que haga algún movimiento para otra fotografía. El tiempo corre. El avión ya va a despegar. Impaciente, da media vuelta y se va.


El 26 de marzo, The New York Time publica la fotografía. Las críticas surgen al instante. ¿Qué sucedió al final? ¿Murió la niña? ¿Fue devorada por el buitre? ¿Por qué el fotógrafo no tuvo un ápice de empatía con la pequeña? ¿Por qué no la protegió?


En abril de 1994 la foto gana el premio Pulitzer. Durante la ceremonia de entrega Kevin Carter pronuncia unas palabras: Es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no quiero verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña.


¿Hablaba sinceramente, en ese momento de la ceremonia? Yo creo que no. Creo que Kevin Carter mentía. Por lo menos sus palabras eran verdades a medias. Pienso que, por lo que he podido leer, investigar, y comparar, que de alguna manera, el público lo puso frente a una feroz disyuntiva. De hecho, surgió una especie de histeria. Un mea culpa generalizado, un tipo de dolor y vergüenza a la vez. El mundo veía horrorizado como una pequeña enferma, con un cuerpo que era un manojo de huesos, iba a ser devorada por un buitre. Entonces, ¿a quién culpamos?, al fotógrafo, por supuesto, que estuvo allí y no hizo nada por evitarlo. Recordemos sus propias palabras: Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña. Entonces, ¿cuál era la mentira? La mentira (a medias) era la propia fotografía.


En una entrevista posterior, su amigo y también fotógrafo João Silva, desmonta toda la atmósfera de linchamiento que se había formado alrededor del premio Pulitzer. Cuenta João que en ningún momento la niña iba a ser el alimento del buitre. Aquél sitio no era más que el lugar donde se echaban los desperdicios y a donde todos los que habitaban el campamento de refugiados acudían para hacer sus necesidades. ¡O sea, que aquella pequeña estaba cagando! ¿Y el buitre? Bien, había docenas de ellos buscando alimento entre la basura. Fue el ángulo perfecto entre la niña, el ave, y la pericia del fotógrafo, lo que logró el final deseado.


¿Entonces por qué Kevin dijo que estaba arrepentido? A mi modo de ver, aquellas fueron palabras para el público, una manera soterrada de inmortalizar, aún más, su obra. No tendrá nunca el mismo impacto un niño moribundo a punto de ser devorado por un ave carroñera, que un niño cagando cerca de un buitre que busca comida entre la mierda y los desperdicios.


A los seis días de haber recibido el premio, matan a su compañero y también fotógrafo Ken Oosterbroek mientras reportaba un conflicto bélico. Kevin cae en una profunda depresión y el 27 de julio de 1994, se suicida en las orillas de un río, a las afueras de Johannesburgo. Tenía treinta y tres años. En la nota suicida da algunos detalles de su decisión. Estas son algunas de las frases:


Estoy deprimido... sin teléfono...dinero para el alquiler, dinero para la manutención de los niños...dinero para las deudas... ¡¡¡dinero!!! Estoy atormentado por los recuerdos vívidos de los asesinatos y los cadáveres y la ira y el dolor... del morir de hambre o los niños heridos, de los locos del gatillo fácil, a menudo de la policía, de los asesinos verdugos... He ido a unirme con Ken, si tengo suerte.



Notas finales:

Después de dieciocho años, un grupo de reporteros regresaron a la aldea de Ayod tras el rastro de la niña de la foto. Dieron con el paradero del padre, que explicó que no era una niña. Era un varón y se llamaba Kong Nyong. Sobrevivió a la hambruna y a las enfermedades. Permaneció en la aldea y murió, hacía ya cuatro años, de fiebres.


El 23 de octubre de 2010, mientras reportaba en la guerra de Afganistán, João Silva pisó una mina que explotó. No murió en el accidente.





Saturday, May 2, 2015

Everglades

                                                            fotos: mariana aguero



Estamos en un parque de los Everglades. El mismo del programa televisivo donde dos tipos (locos de atar), van a cazar cocodrilos a los patios de las personas que, aterrorizadas, piden alejarlos de sus casas.


Hace mucho calor pero me siento bien aún caminando bajo el sol. No me gusta el sol. Si pudiera, cambiaría todas mis actividades a la noche. Es irónico, porque ya, alrededor de las ocho y treinta, mientras veo la novela brasileña pregrabada, cabeceo como un anciano cansado; y cuando llega el fin de semana y no tengo que madrugar para ir al trabajo, me cuesta llegar dormido a las seis de la mañana.


Voy cargando una de las cámaras, más la mochila con los lentes, las baterías y demás trastes que no sé para qué son. Mariana va delante de mí tomando fotos. Cambia de cámara, de posición; apunta al objetivo con un lente que parece una bazooka, se tira al suelo buscando el enfoque adecuado, se arrodilla sobre la hierba húmeda, descubre una pequeña flor, una rama seca, un insecto invisible a mis ojos. Su visión es totalmente fotográfica. Hace unos días, mientras yo iba conduciendo y ella observando hacia afuera por la ventanilla, me dijo que todo se convertía en fotografías dentro de su cabeza, que cualquier cosa que veía, lo imaginaba a través del lente.


Su ropa tiene fango por todos lados. Las mejillas rojas por el sol, el pelo desordenado por el viento. Está felíz. Quiero que esté felíz y me propongo hablar muy poco, seguirla por entre los yerbajos y el lodo; no protestaré por el sudor que me corre por la espalda, ni por el que penetra en los ojos o el que va humedeciendo las axilas; tampoco maldeciré a los mosquitos, y no voy a mostrar el miedo a que tropecemos con cocodrilos o serpientes, con dinosaurios, con tigres; que nos ataquen desde el aire (como terroríficos helicópteros de guerra) libélulas gigantes, o nos destripen manadas de elefantes enfurecidos, o tropezar con un King Kong exudando testosterona, u otras alimañas que repelo y que ella adora. El día de hoy es sólo para ella y quiero que nada lo dañe. Por mi parte, seré todo lo bueno que puedo llegar a ser.


El carro está aparcado entre árboles y sombras. Hubiera preferido quedarme allí mirando Facebook con mi teléfono y escuchando a Pedro Guerra. La verdadera maravilla sería poder vivir en algún lugar apartado de todo, siempre con aire acondicionado, por supuesto (la civilización ante todo, que para Robinson Crusoe está la novela de Defoe), refrigerador y alacena atestados de las comidas que me gustan, con Internet y la laptop, más la tablet para bajar libros, y un televisor de cincuenta y cinco pulgadas, de esos que te vigilan y escuchan lo que hablas y esas cosas (ya desistirán de hacerlo cuándo  comprueben que mi vida es más monótona que la de una ostra debajo de un puente).


Antes soñaba con ciudades inmensas, aceras atestadas de gente, museos, librerías, edificios, smog, taxis, trenes subterráneos, teatros, nieve, asfalto. Ahora sólo quiero estar lo más lejos posible de todo, de todos, que no me llamen, que no me vean, que me olviden, tal vez soñar.


El silencio y la soledad es lo que más me gusta de estos lugares. Mientras caminamos no vemos a nadie, salvo una camioneta al otro lado del lago, junto a una pareja que se apresura a vestirse cuando nos acercamos. Después se van como escapando de nosotros. Aceleran el motor y dejan atrás una nube de polvo que nos envuelve. Imagino que están molestos por nuestra presencia. Lo siento, porque hubiera sido un espectáculo interesante en medio de estos parajes tan aburridos y calientes.


Hace muchos años también nosotros éramos jóvenes y andábamos, sin rumbo fijo, por una carretera en los alrededores de Charleston, South Carolina. Descubrimos un lago rodeado de árboles, más un campo de girasoles y una especie de casucha semiderruida, y nos bajamos a disfrutar del lugar. Aquélla tarde quedó grabada nítidamente en mi memoria. Recuerdo el silencio, el amarillo infinito, el agua transparente y quieta, el aroma a madera podrida y humedad, el aire tibio, y su cara. Recuerdo que estuvimos mucho rato sin pronunciar una palabra, digeriendo todo lo hermoso que nos rodeaba,  suspendidos en ese lugar único, casi mágico, y también recuerdo que allí, en aquél instante, supe que estaríamos siempre juntos, hasta el fin, irremediablemente.


¡Como pasa el tiempo de rápido! Han transcurrido más de veinte años y aún seguimos buscando aventuras, perdidos por las ciudades, en lugares como este en el que estamos hoy, rodeados de pantanos poco confiables, entre bichos que podrían almorzarnos, y con la engañosa ilusión de ir reordenando la vida que pasa, sin apenas darnos cuenta de que envejecemos sin remedio.


Nos adentramos en un trillo que han dejado viejas pisadas. Un poco más allá algunas flores desconocidas: tonos rosados, blancos, naranjas, azules. No dejo de observar la hierba, los troncos de árboles caídos donde puede ocultarse un cocodrilo o una serpiente pitón, si es que alguna queda después de la matanza organizada contra ellas.


Ya tengo deseos de irme. Quiero llegar a la casa y darme una ducha y ponerme ropa limpia y la colonia para bebés que uso después del baño. Pero no le digo nada. Que hoy sea ella la que decida cuándo nos vamos.


Como si leyera mi mente, de pronto me pregunta si nos vamos. Enciendo el carro y el aire acondicionado. Pongo un CD de Chavela Vargas, y mientras conduzco por la desolada U.S. Route 27, cantamos desafinando y cambiando las letras. Subo el volumen. Hacemos gestos pomposos, exagerados, suelto el timón y abro los brazos como Chavela en el escenario. Reímos. De pronto, Mariana baja el volumen.


— Yo no quiero ponerme a limpiar la casa cuando lleguemos- me dice, con el dedo aún apretando la tecla del audio.
— No, claro que no, a la mierda la limpieza- respondo.
— ¡A la mierda!- gritamos los dos.