Saturday, July 18, 2015

Maravilla



Primero me topé con la carta que le envió Cortázar a Vargas Llosa después que leyó el manuscrito de La casa verde (una de las que aún no he leído), y al instante busqué la novela en Amazon y, en minutos, ya la tenía en mi tablet. ¡Qué maravilla! Qué época tan deslumbrante. Me resultan risibles los que aún desprecian esta era digital, los que todavía no leen un libro electrónico porque "no huele a papel impreso". 
Cuando todavía no tenía una idea clara de lo que era un e-book, no recuerdo dónde leí una entrevista que le hicieron (precisamente) a Vargas Llosa y, entre otras cosas, le preguntaban la misma bobería de que si creía que el libro de papel terminaría aplastado por el avance del libro electrónico. Olvidé lo que contestó al respecto. Pero sí recuerdo cuando se refirió al libro electrónico que, dijo, le permitía, por ejemplo, montarse en un avión y tener a su disposición cinco, diez, quince novelas, diccionarios, enciclopedias, notas, etc., en un pequeño artefacto que guardaba en su maletín de mano.
La frase edulcorada y algo ridiculona sobre el olor de los libros me resulta insoportable. Iré por partes: a mí también me gusta el aroma de un libro nuevo, sostenerlo en las manos, hojearlo, escudriñarlo como antesala del placer que me puede proporcionar; es indescriptible.
Coleccionar libros, ordenarlos en libreros, disfrutarlos, es lo que vengo haciendo desde que tenía catorce años. Pero no dejo de leer nada que me interese porque esté en un formato digital. Ninguna novela pierde su poder por leerla en una pantalla.
Hace cuestión de un mes volví a leer la Ilíada en mi tablet. La descargué en segundos a un costo de $1.99. El placer fue el mismo. No hablo de cuando la leí en un libro de papel. Hablo de cuando era un adolescente y descubrí esa inmensa e imprescindible epopeya que me deslumbró igual que ahora. ¿Y el olor? ¿Dónde quedó el aroma de las páginas al pasar? No me importó nada: que otros olfateen, yo prefiero leer.
Asimilar lo nuevo cuesta trabajo, y nada es más criticado que lo que no se entiende. Imaginen, por ejemplo, cuando se inventó el papel. ¿Cuál habrá sido la reacción de los que trabajaban con el papiro? ¡Qué horror!, habrán dicho algunos que se oponían al adelanto de una época cuando se inventó la imprenta. Es lo mismo que sucede hoy con el libro digital.
En mi casa hay libros en todas partes, pero, por motivo de fuerza mayor, y sobre todo por no tener suficiente espacio, me he desecho de algunos. En la última recogida, en medio de un desorden apocalíptico, deposité en varias cajas las colecciones de pintores. Junto con Dalí se fueron Van Gogh, El Greco, Picasso, Manet, Modigliani, Toulouse Lautrec, Frida Kahlo, Egon Schiele, Cèzanne, Rembrandt, Gauguin, Francis Bacon, Velázquez...
Me sentía como si dentro de la caja llevaba a mis gatos, a los que iría a abandonar. No sé si pesaba tanto por los libros o por el dolor que me causaba deshacerme de ellos. Cuando entré por la puerta de la biblioteca de mi barrio donde pensaba donarlos, una mujer se levantó de un buró y me cortó el paso con cara de terror, como si cargara en mis hombros una bomba a punto de estallar. Le mostré los libros, algunos en español, otros, la mayoría, en inglés, y no los aceptó. No tenemos espacio para más libros, sentenció. Increíble. Una biblioteca que no acepta mi magnífica colección de pintores. No tenemos espacio, volvió a repetir la mujer, inmutable.
Fui a otra biblioteca y los dejé sobre una mesa destinada para las donaciones. Cuando regresé al carro, me sentía miserable. Después, para darme ánimo, para sentirme menos culpable, escribí en el buscador de Google: Salvador Dalí painter. Decenas de cuadros, biografías, frases, fotos, vídeos, se iluminaron en la pantalla. ¡Qué maravilla!

Sunday, July 5, 2015

Fotos


Hay una fotografía donde estoy sentado en una silla de mimbre que más se parece a un trono antiguo e incómodo que algo donde uno podría descansar. El respaldar sobresale por encima de mi cabeza y ese efecto me hace ver un poco encogido, como si fuera un enano sobre un gran mueble. Tengo la pierna derecha cruzada sobre la rodilla izquierda. Agarro el tobillo con una mano y en la muñeca se puede apreciar un reloj grande y feo con la manilla de metal. Miro directamente a la cámara. No sonrío, pero si observo la expresión de mi rostro, sutilmente, una tímida sonrisa suaviza la rigidez de los labios. Hoy recordé esa foto. Anda por ahí entre cientos de otras que no veo nunca, guardadas en cajones, álbumes y gavetas. Creo que me acordé de ella porque hoy es cuatro de julio y esa fotografía  fue hecha un cuatro de julio en un hotel de mala muerte de Miami Beach hace más de treinta y tres años, y aún con la cámara en la mano, ella me dijo que esperaba un niño.


Tengo unos doce años, y detrás se ve el portal de la casa. A un lado, parte del campanario de la capilla, el muro que la rodea y yo, flanqueado por dos mujeres: Dulcita a la derecha, y Nena a mi izquierda. Las dos me miran y yo observo a la cámara y río. Dulcita es más alta, y Nena es casi de mi tamaño, menuda, parece muy joven. La foto fue tomada por mi madre. Salió a la acera, y desde allí nos gritó: vamos, sonrían para una foto. Entonces ellas me abrazaron.


Estoy sentado sobre la pequeña cerca de madera, en el portal de la casa. Mi madre está junto a mí, y es joven y hermosa. La miro como recuerdo que la miraba hace ya tanto tiempo. A un lado el columpio y la ventana de la sala. El columpio era verde, aunque no se puede apreciar porque la foto es en blanco y negro. Una armazón de hierro con dos asientos, uno frente al otro, que se balanceaba y chocaba contra la pared. Ahora me resulta incongruente, como si un esqueleto de dinosaurio nos acechara mientras posábamos para la cámara. Mi madre mira hacia la calle, y con una mano se alisa el pelo. Yo solo la miro a ella.


Estoy arrodillado y tengo un brazo apoyado sobre el lomo de Lucho. Julio agarró la cámara con su mano izquierda, y con la derecha, la deforme, la que casi no le servía para nada, se ayudó para mantenerla firme mientras enfocaba. Al poco tiempo de esa foto, a Lucho se le formó la primera protuberancia cerca de los testículos. Julio le daba masaje con manteca de culebra, y mientras lo hacía, me iba enumerando todas las bondades de la pasta asquerosa y maloliente que deslizaba, pacientemente, por los huevos del perro. Después fue otro flemón cerca de la pata izquierda, y otro en el lomo. Julio le untaba por todo el cuerpo la manteca milagrosa, y Lucho cerraba los ojos agradecido. Cuando lo enterramos en el estrecho pasillo de tierra, al lado de su cuarto, Julio se encerró varios días sin salir a comer, ni siquiera a tomar agua.


Sisto está sentado en el sillón, y yo estoy parado bajo el marco de la puerta, desnudo el torso, descalzo, vestido solo con una trusa, haciendo murumacas con las manos, poniendo cara de subnormal. Era una casa grande, rodeada de ventanas por donde circulaba el aire que llegaba del mar, porque estábamos en Santa María, el pueblo más cercano a Guanabo. Nunca antes habíamos vivido en una casa semejante, con varios cuartos, dos baños, y las paredes limpias y pintadas de blanco, y un refrigerador en la cocina. Sisto, en la foto, también está en trusa, y parece que hablara con alguien que no se ve. Cuando observo esta fotografía, no recuerdo la playa, ni el mar de noche a donde iba a caminar, ni lo que comíamos o hacíamos durante el día. Recuerdo los charcos en la arena, simples ondulaciones cubiertas del agua que dejaban las olas. Espacios separados de la orilla como pequeñas islas deshabitadas. Eso es lo que recuerdo.