Saturday, January 23, 2016

Descarguitas



Los altavoces no han parado de expulsar la misma frase una y otra vez. Después de un enervante sonido de sirena, una voz masculina y robotizada anuncia que un accidente o un fuego está ocurriendo en el edificio. ¡Por favor (sigue con su cantaleta el hombre-robot), abandonen inmediatamente el edificio! ¡No usen los elevadores! ¡Atención, atención, no usen los elevadores!...
¿Cuál  elevador si aquí no hay ninguno? Al principio, cuando estas alarmas se activaban en el almacén, les advertía a los que veía cerca, con mi mejor cara de tragedia: ¡no usen los elevadores, bajen por las escaleras! Ninguno me respondió nunca: ¿cuál elevador, imbécil?  Después me reía de mi estúpido chiste. Me parecía un chiste inteligente y muy gracioso, precisamente, por lo estúpido que era. Pero los otros no pensaban igual.
Pasa cada cierto tiempo. Se disparan las alarmas como si una gran catástrofe estuviera sucediendo. Recuerdo la primera vez: salimos apresurados hacia el parqueo de los camiones como nos ordenaron, y allí, bajo un sol implacable, esperamos más de veinte minutos, hasta que nos permitieron volver a entrar. Ahora nos cagamos en la noticia. Las alarmas anunciando catástrofes, y nosotros como si nada.
Hace años, un tipejo que trabajaba conmigo, ante cualquier contratiempo que sucediera, exclamaba: ¡esto es una aventura Marquito! Solo de él me gustaba aquella frase que llevaba el insoportable diminutivo de mi nombre.
Hoy me siento bien. Casi contento. Tengo en mi tablet dos de los seis libros que me llegaron con una increíble oferta. Como el primero costaba cuarenta y nueve centavos, lo bajé, pensando que nada perdería si resultara en una basura. Además, quería cambiar, dejar la novela que leía sobre una Barcelona de principios del siglo XX, y adentrarme en un universo de acción, sin melancolías, sin suspiros por amores rotos, sin descripciones innecesarias, sin filosofías. Lo leí en dos días. Ya comencé el segundo. ¡Como lo disfruto! Me relaja leer novelas policíacas. Voy descubriendo la trama antes de que llegue el tiro o se clave el cuchillo en la garganta de alguien. El FBI, CIA, mafiosos de Chicago, cárceles, cuerpos robados de la morgue, amores y maleantes. Los personajes malos son los mejores. Casi siempre son inteligentes, están llenos de odio, de cinismo, de maldad. Eso los hace más reales, más atractivos. Los que van por toda la historia salvando gente, cumpliendo con la ley, los buenos de la película, son aburridos. El mejor ejemplo es Supermán. ¡Qué mal me cae Supermán! En fin, leer mierda puede ser muy relajante.
Creo recordar que ya había escrito sobre mis antiguas ideas de lo que sería, para mí, la vida adulta. Soñaba, hace ya mucho tiempo, que andaría, más bien volaría, por las calles de este país, sobre una potente motocicleta; libre, con una guitarra en bandolera como único acompañante  en mi eterna, planeada, y feliz soledad. Algo de eso dije, si mal no recuerdo.
Ahora, cuando regresa a mi mente toda esa tontería, no puedo dejar de vislumbrar, entre divertido y avergonzado, la patética imagen del hombre que soy, manejando una moto, cargando con una guitarra que, para colmo de los sin sentidos, jamás aprendí a tocar. Trato de imaginarme de joven, que sería más aceptable, pero me es imposible. No puedo reconocerme, y solo la visión triste que prevalece es lo que soy ahora. Cuando imaginaba todo aquello era un joven tonto, ahora, cuando lo recuerdo, soy un viejo aún más tonto. Como diría un tipo que tiene un programa muy gracioso: soy un tonto pa' siempre.
Abril no es el mes más cruel, como escribió T. S. Eliot. Diciembre sí. Al menos para mí. Diciembre me aplasta, me hace mierda. No tienen nada que ver las navidades (que aborrezco) ni la manoseada separación de la familia o los amigos: la familia que me interesa la tengo muy cerca, y los amigos, no me queda ninguno. Entonces, Eliot, digamos que Diciembre es el mes más cruel.
Llevo meses sin escribir nada. Guardo algunas notas, algunas ideas. Basuras. Cuando las leo al día siguiente no son más que un montón de palabras agrupadas a la fuerza. Siento lo mismo con lo que leo. Al final de cualquier libro me queda un sabor extraño o un sinsabor, que es aún peor. Cuando me siento así, nada mejor que una historia de maleantes, de tipos duros que caminan por las ciudades, no con guitarritas (que eso es de maricones) sino con una pistola escondida y las ansias de acabar con el que los mire mal.
Y, para relajarme, nada más apropiado que estas descargas inconexas que al final, no dicen nada.



Saturday, January 9, 2016

Gusanitos blancos



No recuerdo a mi padre. Lo he olvidado. En estos treinta y ocho años que han pasado tan de prisa, se me perdió su presencia por los vericuetos de la memoria. No pienso en él. A veces sí, a veces se acerca en el instante menos esperado y, sin un motivo concreto, recuerdo su olor. A veces es su voz. Es extraño que recuerde su voz, porque si me detengo, si trato de rememorar alguna frase dicha por él, una entonación, todo lo que logro es un recuerdo sin sonido. Es un recuerdo mudo. La voz de mi padre no tiene sonidos en mi memoria.
En mis sueños, casi siempre, tenemos algún contacto físico. Creo que nunca antes nos abrazamos, apenas nos tocamos. Pero en los sueños, mi padre me agarra del brazo, o estamos muy juntos, y hasta puedo sentir el calor de sus manos sobre mis hombros. Esos sueños me dejan una especie de angustia, un malestar extraño que me acompaña durante el día. Después lo olvido.
Esta madrugada soñé otra vez con él. Cuando venía hacia el trabajo en el tren, puse a un lado el libro que iba leyendo y cerré los ojos para apartarme de las conversaciones y de los ruidos, porque todo lo que soñé se había borrado de mi memoria. Sabía que hubo un sueño por el que anduve toda la noche, aunque no lograba describir ni un solo detalle. Pero la angustia y el desasosiego persistían.
Con el trabajo y la rutina diaria lo olvidé y no pensé más en pasajes oníricos ni en nada; desconecté. Si no me molestan mucho y no requieren alguna cosa de mí,  me pongo los audífonos y me a
íslo de todo mientras escucho la música que me gusta. Es la mejor forma de sobrevivir a ocho horas de trabajo. Así estaba cuando una mediocre canción me trajo, de pronto, el recuerdo del sueño que tuve en la madrugada:
Yo estaba sentado en un banco tan largo como la mesa, donde mi padre hablaba con un hombre que no lograba visualizar. Hacía calor. Papá vestía un overol de mezclilla azul. Sudaba. Sobre la madera reposaban cazuelas, platos, vasos, y una lata de leche condensada. Había otras mesas similares a nuestro alrededor, y muchos hombres, también vestidos con overoles azules. Yo era muy pequeño y tenía un vaso lleno de agua frente a mí. Papá comenzó a verter en él, lentamente, leche condensada. No lograba (como si me hechizaran) desviar la mirada de los "gusanitos blancos" que se retorcían en el agua y se posaban en el fondo.
_ ¿Viste - me iba diciendo, y un inmenso silencio nos cubría - cómo se convierten en gusanitos blancos?
Aunque todos hablaban, se movían, y caminaban de un lado a otro, la quietud era absoluta.
La mano inmensa de Papá cubría la lata de leche.
_¿Te gusta? - preguntó.
Sonreía.