Dos mujeres conversan en un invernadero de
cristal, sentadas sobre sendas sillas metálicas. En el invernadero viven
y se reproducen diferentes tipos de mariposas. Las plantas que allí se
cultivan, las flores, las hierbas y hasta la temperatura están sujetas a las
necesidades de los insectos. Todo en él es por, y para el cuidado de las
mariposas.
Si una tercera persona desde afuera mirara por las paredes transparentes, la
reunión de las dos mujeres le resultaría una escena más bien incongruente.
Pero nadie observa hacia el interior. Están solo ellas, las flores, y las
mariposas.
Una de las mujeres es una señora de unos sesenta y cinco años. Es una hermosa
señora. Digamos que es tan hermosa como podría ser una anciana que aún posee
restos de una belleza que se ha ido difuminando con el tiempo. Cuando la
observo, me recuerda a una nube que, lentamente, se distorsiona. Aunque esta
frase no define nada concreto, es lo que vi la primera vez que pensé en ella.
Pensé en una nube formando caprichosas figuras, para luego desintegrarse, dejar
de ser.
La otra es joven, de unos veinte y tantos años, y también es hermosa. Es
realmente muy hermosa, pero la juventud no necesita descripciones. Yo
diría que, sin poseer rasgos comunes, las dos son como una muestra del paso del
tiempo: una es la belleza que lo ilumina todo, y la otra, la que se recuerda
con cierta nostalgia. Pero esta idea es solo mía. La novela, de donde extraje
la escena de la conversación en el invernadero, no pretendía
nada más que recrear un instante entre dos mujeres que charlaban, rodeadas de
mariposas y plantas.
La tranquila charla que intercambian asemeja la suave cadencia de una tarde
soleada y tranquila. Si las viéramos desde el jardín que rodea a la mansión,
quedaríamos pasmados ante tanta delicadeza.
La señora es la que imparte las órdenes, la que decide lo que se debe hacer, a
quién se debe eliminar, la que dirige cada detalle, cada movimiento. La joven
escucha atentamente y, mientras tanto, van tomando, con pequeños sorbos, un té
de hierbas aromáticas que el discreto criado les dejó sobre una mesita
(también de metal), que hace juego con las sillas. Junto a la tetera de
porcelana, una pequeña bandeja contiene diminutos pasteles y galletas.
La joven toma notas mentalmente de lo que va escuchando. Calcula, memoriza
nombres, horarios, recrea diferentes situaciones y vías de escape. Su
cerebro funciona aceleradamente.
La señora termina de dar las instrucciones. Sonríe satisfecha cuando una de las
mariposas se posa en su hombro y se queda quieta, adormecida, como si su hombro
fuera una rama donde reposar sin tomar precauciones.
En la novela, el patio de la casa donde se encuentra el invernadero está
rodeado de sauces. Pero, de la misma forma que me apoderé de la historia para
contarla a mi manera, no voy a dejar que lo rodeen los sauces. Para mí está
rodeado de altísimos cipreses y muros de rocas que le dan un aspecto salvaje y
natural. También lo describen situado en una ciudad específica. Yo no quiero.
Podría estar en Lisboa, Copenhague o Tokío.
La señora viste un pantalón de color azul muy holgado, una camisa de mangas
largas, también azul, aunque de un azul más claro. Toda la ropa está sucia de
tierra, porque ella es la que cuida y ama a las mariposas, a cada flor, y a
cada planta del invernadero. Aún con la ropa manchada del trabajo, sus
movimientos, su sonrisa, la cadencia casi monótona de su voz, hacen de ella una
mujer que exuda una sutil inteligencia.
La joven viste un sencillo vestido de un color verde pálido y calza altísimos
tacones. A simple vista, tanto el vestido como los zapatos, más la cartera, son
de marcas exclusivas. Cualquiera que siga la moda podría adivinar las elegantes boutiques donde selecciona su impecable indumentaria. A la joven no
le gustan las mariposas. Para ella, esos espantosos bichos solo son monstruos
pequeños y horripilantes, como todos los demás insectos, como todos los
animales del planeta.
La señora se inclina y toma uno de los pastelitos del plato. Es un gesto
encantador. Después, lentamente, le da un pequeño
mordisco. Cierra los ojos y disfruta del placer del dulce dentro de su boca.
_Creo que ya todo quedó bien explicado- dice en un susurro.
_Perfectamente explicado- responde la joven mientras deposita la taza sobre la
mesa.
Las dos disfrutan por unos minutos del silencio que las rodea. Las mariposas se
posan sobre las flores o vuelan, inseguras y frágiles. Pasado el tiempo,
la señora vuelve a romper el silencio:
_Este trabajo es muy importante. Debe de ser preciso, rápido. No dejes ni un
solo rastro. Es de suma importancia para las dos.
_Así será- responde la joven- como siempre.
_Bien, entonces, si ya terminamos, puedes retirarte.
La señora sigue con la mirada a la joven, que se aleja hacia la puerta de
salida. Observa su vestido, las piernas perfectas, los zapatos con los tacones
que tanto le gustan, los pasos seguros. Cree reconocer, entre el perfume de las
flores, la tenue fragancia que va dejando la joven a su paso. De pronto
siente una profunda nostalgia.
La joven camina concentrada en la tarea que le acaban de encomendar. Fríamente,
su cerebro se pone en movimiento y se va repitiendo los detalles, cada minuto
para actuar, cada movimiento, los posibles contratiempos, las diferentes vías
de escape. Está tan concentrada que cuando una mariposa vuela hacia ella y se
posa en su pecho, instintivamente, como una perfecta máquina de matar que de
pronto se pone en movimiento, la aplasta con un manotazo certero. Antes de
abrir la puerta del carro, desprende el cuerpo muerto, adherido a la tela del
vestido. Con desagrado, observa la mancha oscura que ha quedado sobre el color
verde claro. Siente una profunda rabia.