A los catorce
años descubrí una pequeña biblioteca perdida en el barrio de Santos Suarez, en
La Habana, de donde robé, libro a libro, toda la obra de Marcel Prouts. Aquella
fue una época de lecturas maratónicas. Apuntaba en una libreta el título de
cada novela junto al nombre del escritor. Mientras más libros al mes lograba
poner en la lista, mejor me sentía. Era una especie de competencia con un grupo
de amigos que nos creíamos intelectuales. Fue ese juego competitivo lo
que me ha llevado a leerlo todo, a devorar las páginas con hambre, como un
vicioso sin cura.
Los primeros libros que coleccionaba, los escondía debajo de mi ropa, en la única gaveta que me pertenecía de la vieja cómoda, porque mi madre no quería papeles en la casa, "que eran un criadero de cucarachas", mucho menos verme todo el día leyendo "como un vago".
Creo que esta descarga tiene sus motivos, y es que llevo varios días rodeado de Cuba. Leyendo sobre La Habana, un libro de cuentos, otro, una novela, noticias en Internet, conversaciones sobre la ciudad, Coppelia, la montaña rusa del Coney Island, Jaimanitas, el Reparto Poey, esculturas en el Malecón, críticas y opiniones encontradas sobre la nueva política, fotos de la que era mi casa, de la capilla derruida. Es mucho, y extraño, además.
Cada día que pasa se me borran, poco a poco, los recuerdos, y todas esas frases que se repiten, como el amor a la tierra, se me hacen ajenas. No sé, verdaderamente, cuánto queda de todo eso. Cuánto va quedando de lo que fui. Y no sé siquiera por qué, cuando me encuentro frente al mar, lo comparo con un mar que creo recordar de la isla. La isla en todo. La isla imaginada. La isla dividida.
Es extraño, repito, porque no estoy seguro de mis recuerdos. Simplemente, es una cuestión matemática: viví diecinueve años en La Habana, y llevo treinta y cinco en Miami. Si veinte años no son nada, treinta y cinco son un montón.
Por ejemplo, ayer fuimos con las niñas a un lugar muy alejado de casa. Después de llegar al parque y cruzar la caseta de pago, manejé treinta y ocho millas por una carretera donde solo veíamos, a ambos lados, la inmensa extensión de los Everglades. Buscábamos el mar. Buscábamos el mar que Mariana había visto hacía mucho tiempo y que recordaba como un lugar salvaje, hermoso, terrible, según sus palabras. O sea, buscábamos un recuerdo.
Al fin llegamos. Varios edificios pintados de rosado daban una sensación de decadencia, de una lejana y antigua belleza. Y el mar, el olor, nos recibieron. Las tres niñas pedían que les comprara caramelos, chicles, helados y galleticas, en una pequeña tienda donde dormitaba el dependiente, un muchacho negro, obeso y amable. Mientras gritaban y huían de los mosquitos, las libélulas, las moscas, caminábamos entre los botes, las sogas, junto a los desembarcaderos, tirando al aire galletas para las gaviotas, y soportando el sol que nos castigaba inmisericorde.
Subimos una escalera hasta la segunda planta donde había un pequeño y polvoriento museo. Lo mismo de siempre: mapaches, gaviotas disecadas, un cocodrilo de madera, peces, tortugas, garzas. Abrí una puerta de cristal, y descubrí un pasillo sobre el mar que comunicaba el edificio con otro. Recostado a la baranda, disfrutaba del aire, del color, del olor intenso. Y mirando, recordaba un lugar de La Habana. ¿Qué lugar era ese? No lo sé. Ni siquiera me hice alguna pregunta. Solo recordaba. Nada exacto, nada concreto: un muro alto y húmedo donde esperaba angustiado, dientes de perros que chorreaban agua junto a la costa en una mañana calurosa, un grupo de marineros muriendo eternamente entre el metal y la piedra.
Los primeros libros que coleccionaba, los escondía debajo de mi ropa, en la única gaveta que me pertenecía de la vieja cómoda, porque mi madre no quería papeles en la casa, "que eran un criadero de cucarachas", mucho menos verme todo el día leyendo "como un vago".
Creo que esta descarga tiene sus motivos, y es que llevo varios días rodeado de Cuba. Leyendo sobre La Habana, un libro de cuentos, otro, una novela, noticias en Internet, conversaciones sobre la ciudad, Coppelia, la montaña rusa del Coney Island, Jaimanitas, el Reparto Poey, esculturas en el Malecón, críticas y opiniones encontradas sobre la nueva política, fotos de la que era mi casa, de la capilla derruida. Es mucho, y extraño, además.
Cada día que pasa se me borran, poco a poco, los recuerdos, y todas esas frases que se repiten, como el amor a la tierra, se me hacen ajenas. No sé, verdaderamente, cuánto queda de todo eso. Cuánto va quedando de lo que fui. Y no sé siquiera por qué, cuando me encuentro frente al mar, lo comparo con un mar que creo recordar de la isla. La isla en todo. La isla imaginada. La isla dividida.
Es extraño, repito, porque no estoy seguro de mis recuerdos. Simplemente, es una cuestión matemática: viví diecinueve años en La Habana, y llevo treinta y cinco en Miami. Si veinte años no son nada, treinta y cinco son un montón.
Por ejemplo, ayer fuimos con las niñas a un lugar muy alejado de casa. Después de llegar al parque y cruzar la caseta de pago, manejé treinta y ocho millas por una carretera donde solo veíamos, a ambos lados, la inmensa extensión de los Everglades. Buscábamos el mar. Buscábamos el mar que Mariana había visto hacía mucho tiempo y que recordaba como un lugar salvaje, hermoso, terrible, según sus palabras. O sea, buscábamos un recuerdo.
Al fin llegamos. Varios edificios pintados de rosado daban una sensación de decadencia, de una lejana y antigua belleza. Y el mar, el olor, nos recibieron. Las tres niñas pedían que les comprara caramelos, chicles, helados y galleticas, en una pequeña tienda donde dormitaba el dependiente, un muchacho negro, obeso y amable. Mientras gritaban y huían de los mosquitos, las libélulas, las moscas, caminábamos entre los botes, las sogas, junto a los desembarcaderos, tirando al aire galletas para las gaviotas, y soportando el sol que nos castigaba inmisericorde.
Subimos una escalera hasta la segunda planta donde había un pequeño y polvoriento museo. Lo mismo de siempre: mapaches, gaviotas disecadas, un cocodrilo de madera, peces, tortugas, garzas. Abrí una puerta de cristal, y descubrí un pasillo sobre el mar que comunicaba el edificio con otro. Recostado a la baranda, disfrutaba del aire, del color, del olor intenso. Y mirando, recordaba un lugar de La Habana. ¿Qué lugar era ese? No lo sé. Ni siquiera me hice alguna pregunta. Solo recordaba. Nada exacto, nada concreto: un muro alto y húmedo donde esperaba angustiado, dientes de perros que chorreaban agua junto a la costa en una mañana calurosa, un grupo de marineros muriendo eternamente entre el metal y la piedra.
Y yo allí,
apoyado a la baranda, cuidando de las niñas, a doscientas millas de mi casa
donde me esperan los gatos hambrientos, los peces; mezclando recuerdos,
confundiéndolos, mientras Mariana tomaba fotografías de los manglares.
El mar que mezclaba las imágenes. Los recuerdos truncos, lejanos, que se conectan con la actualidad que vivo con otros viajes, otras costas, con ciudades, y olores diferentes, con sonidos disímiles, con el idioma de mis niñas, con otros sabores. Pero sobre todo con La Habana. La ciudad que también es un recuerdo difuminado, una neblina por donde observo una vida que me cuesta reconocer como propia.
Las niñas quieren mirar por los binoculares. Les doy monedas. Trato de observar un pequeño barco a lo lejos. No veo nada. Quiero graduar la visión pero se me hace imposible. La pequeña me da instrucciones de cómo hacerlo. Siempre saben más que yo. Veo el barco. Veo unos troncos secos que sobresalen del agua como dragones viejos, cansados, retorcidos, blancos.
Bajamos la escalera. Nataly, Rosy y Gianna corren a buscar a Mariana. Me siento en un banco frente al desembarcadero. Respiro profundo. Lleno los pulmones del olor a salitre, a podrido, a maderas húmedas, a mariscos, a una calle estrecha que desemboca en una plaza con adoquines.
El mar que mezclaba las imágenes. Los recuerdos truncos, lejanos, que se conectan con la actualidad que vivo con otros viajes, otras costas, con ciudades, y olores diferentes, con sonidos disímiles, con el idioma de mis niñas, con otros sabores. Pero sobre todo con La Habana. La ciudad que también es un recuerdo difuminado, una neblina por donde observo una vida que me cuesta reconocer como propia.
Las niñas quieren mirar por los binoculares. Les doy monedas. Trato de observar un pequeño barco a lo lejos. No veo nada. Quiero graduar la visión pero se me hace imposible. La pequeña me da instrucciones de cómo hacerlo. Siempre saben más que yo. Veo el barco. Veo unos troncos secos que sobresalen del agua como dragones viejos, cansados, retorcidos, blancos.
Bajamos la escalera. Nataly, Rosy y Gianna corren a buscar a Mariana. Me siento en un banco frente al desembarcadero. Respiro profundo. Lleno los pulmones del olor a salitre, a podrido, a maderas húmedas, a mariscos, a una calle estrecha que desemboca en una plaza con adoquines.
Nunca quedará atrás tu Isla imaginada.
ReplyDeleteBueníssimo