Hay una fotografía donde estoy sentado en una silla de mimbre que más se parece a un trono antiguo e incómodo que algo donde uno podría descansar. El respaldar sobresale por encima de mi cabeza y ese efecto me hace ver un poco encogido, como si fuera un enano sobre un gran mueble. Tengo la pierna derecha cruzada sobre la rodilla izquierda. Agarro el tobillo con una mano y en la muñeca se puede apreciar un reloj grande y feo con la manilla de metal. Miro directamente a la cámara. No sonrío, pero si observo la expresión de mi rostro, sutilmente, una tímida sonrisa suaviza la rigidez de los labios. Hoy recordé esa foto. Anda por ahí entre cientos de otras que no veo nunca, guardadas en cajones, álbumes y gavetas. Creo que me acordé de ella porque hoy es cuatro de julio y esa fotografía fue hecha un cuatro de julio en un hotel de mala muerte de Miami Beach hace más de treinta y tres años, y aún con la cámara en la mano, ella me dijo que esperaba un niño.
Tengo unos doce años, y detrás se ve el portal de la casa. A un lado, parte del campanario de la capilla, el muro que la rodea y yo, flanqueado por dos mujeres: Dulcita a la derecha, y Nena a mi izquierda. Las dos me miran y yo observo a la cámara y río. Dulcita es más alta, y Nena es casi de mi tamaño, menuda, parece muy joven. La foto fue tomada por mi madre. Salió a la acera, y desde allí nos gritó: vamos, sonrían para una foto. Entonces ellas me abrazaron.
Estoy sentado sobre la pequeña cerca de madera, en el portal de la casa. Mi madre está junto a mí, y es joven y hermosa. La miro como recuerdo que la miraba hace ya tanto tiempo. A un lado el columpio y la ventana de la sala. El columpio era verde, aunque no se puede apreciar porque la foto es en blanco y negro. Una armazón de hierro con dos asientos, uno frente al otro, que se balanceaba y chocaba contra la pared. Ahora me resulta incongruente, como si un esqueleto de dinosaurio nos acechara mientras posábamos para la cámara. Mi madre mira hacia la calle, y con una mano se alisa el pelo. Yo solo la miro a ella.
Estoy arrodillado y tengo un brazo apoyado sobre el lomo de Lucho. Julio agarró la cámara con su mano izquierda, y con la derecha, la deforme, la que casi no le servía para nada, se ayudó para mantenerla firme mientras enfocaba. Al poco tiempo de esa foto, a Lucho se le formó la primera protuberancia cerca de los testículos. Julio le daba masaje con manteca de culebra, y mientras lo hacía, me iba enumerando todas las bondades de la pasta asquerosa y maloliente que deslizaba, pacientemente, por los huevos del perro. Después fue otro flemón cerca de la pata izquierda, y otro en el lomo. Julio le untaba por todo el cuerpo la manteca milagrosa, y Lucho cerraba los ojos agradecido. Cuando lo enterramos en el estrecho pasillo de tierra, al lado de su cuarto, Julio se encerró varios días sin salir a comer, ni siquiera a tomar agua.
Sisto está sentado en el sillón, y yo estoy parado bajo el marco de la puerta, desnudo el torso, descalzo, vestido solo con una trusa, haciendo murumacas con las manos, poniendo cara de subnormal. Era una casa grande, rodeada de ventanas por donde circulaba el aire que llegaba del mar, porque estábamos en Santa María, el pueblo más cercano a Guanabo. Nunca antes habíamos vivido en una casa semejante, con varios cuartos, dos baños, y las paredes limpias y pintadas de blanco, y un refrigerador en la cocina. Sisto, en la foto, también está en trusa, y parece que hablara con alguien que no se ve. Cuando observo esta fotografía, no recuerdo la playa, ni el mar de noche a donde iba a caminar, ni lo que comíamos o hacíamos durante el día. Recuerdo los charcos en la arena, simples ondulaciones cubiertas del agua que dejaban las olas. Espacios separados de la orilla como pequeñas islas deshabitadas. Eso es lo que recuerdo.
Y eso es lo que de algún modo son todas esas fotos, pequeñas islas deshabitadas...
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