Estoy medio dormido, tratando de hacer una siesta cuando
me asalta, entre el sueño y la vigilia, una escena surrealista: Tomás y
Sabrina, de espaldas a mí, desnudos, frente a un espejo. El espejo proyecta la
imagen de ambos. Miran a un punto lejano y ella sostiene en la cabeza un
sombrero hongo de color negro.
Los cuerpos que veo de espaldas están entrelazados. Cada
cual rodea la cintura del otro. En el espejo no se tocan; parados uno al lado del otro, miran con
cierta melancolía hacia un lugar inexistente detrás de mí. Ella, ataviada con
el incongruente sombrero.
No es un cuadro de René Magritte. Es la descripción
distorsionada en mis recuerdos de un momento cumbre de La insoportable levedad
del ser, de Milan Kundera.
Doy vueltas en la cama tratando de borrar cada detalle de
mi mente. No lo logro.
Imagino otra escena:
Dentro del espejo están Sabrina y Franz. Sabrina está
desnuda, mirando ahora hacia un lado. Franz va completamente vestido y sobre su
cabeza lleva el sombrero hongo. Franz observa algo que queda delante de él. De
espaldas, mirando hacia el espejo, estoy yo. Franz mira hacia mí.
Me levanto y bajo por la novela. La hojeo buscando la
anécdota del sombrero. No encuentro lo que busco, pero me topo con otra que no
recordaba:
Teresa visita a Sabrina en su departamento. Sobre una
mesita, descansa un sombrero hongo de color negro. Teresa retrata a Sabrina
desnuda, con el sombrero puesto. Sabrina le ordena a Teresa:
─ ¡Desnúdate!
Teresa, se deja llevar sin oponer resistencia.
Teresa posa para la cámara con los ojos cerrados.
Teresa no quiere ver, solo sentir.
Teresa cierra los ojos y se abandona.
Teresa se deja hacer por la cámara-Sabrina.
Sabrina se esconde detrás de la cámara.
Sabrina es un lente que indaga.
Sabrina dice: ¡desnúdate!
Sabrina escucha a Tomás diciéndole: ¡desnúdate!
Sabrina-Tomás-Teresa-Franz.
Imagino a las dos mujeres, de perfil, frente al espejo.
Las dos desnudas. Una apuntando a la otra con una antigua cámara fotográfica.
En el espejo, de frente, estoy yo, observando. Tengo puesto el sombrero hongo.
Estoy sentado frente al televisor apagado. La pantalla
ahora es un cuadro. Dentro del cuadro, el espejo. Nada se refleja en él. De
espaldas, un hombre. Junto al hombre, una columna, y sobre un pedestal, un
busto griego. No hay nada más. Es un cuadro de Giorgio de Chirico.
¿Soy ese hombre de espaldas? No. Es un hombre sin imagen.
Es un hombre que solo veo yo. El espejo no lo capta. Está parado ahí, dándome
la espalda, ignorándome. Existe solo para mí.
Levanto el brazo y toco su hombro. No se mueve, no gira
la cabeza. Me desespera el deseo de ver su cara. Estoy parado detrás. Me quito
el sombrero y lo coloco en su cabeza. Hace un ligero movimiento, como una forma
de acomodarse, de estirar los músculos del cuello. Nada se refleja en el espejo,
solo un espacio vacío, profundo como un túnel.
Me encuentro parado en el centro de un salón vacío. Miro
alrededor. Solo paredes de color blanco
me rodean. Doy vueltas y descubro lo mismo donde quiera que miro.
Se abre una puerta que no había detectado antes. Entra
una mujer. Trato de reconocer su cara. Me esfuerzo queriendo recordar, pero es
inútil. La mujer camina y se detiene a unos pasos de mí. Me mira a los ojos.
Logro mantener su mirada. Hay algo feroz
en la suya.
Se desnuda. El vestido cae y se pliega con un ligero
movimiento a sus pies. La observo. Levanta un brazo hacia mí, señalándome. Es
una mujer de Salvador Dalí. El brazo se estira, se hace pastoso, pero no llega
a tocarme.
Siento tanta angustia que me duele el cuerpo. Ella no
deja de mirarme. De pronto se da vuelta y camina lentamente hacia la puerta.
Desaparece.
El vestido queda abandonado sobre el suelo. Lo levanto.
Voy hacia el lugar por donde salió. Paso las manos por las paredes buscando el
picaporte. No lo encuentro. Recorro toda la habitación, inútilmente.
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