Estoy leyendo
la vida cotidiana de un escritor noruego que vive en Estocolmo. Se cita con un
amigo en un bar o un restaurante para conversar. Frente a una cerveza cuentan
historias, esgrimen ideas, mientras la ciudad alrededor, vibra.
La ciudad como
protagonista indispensable. Los nombres de las calles, el de los supermercados,
los museos, los ríos, restaurantes, el metro, las escaleras, las puertas que se
abren, las camareras, la nieve en las aceras, el viento helado, los árboles,
las hojas cayendo, la piscina pública, las librerías, un hombre que corre por
un parque, un viejo que se para en una esquina, un poste de luz que ilumina en la
noche.
Esa ciudad que
no conozco me mantiene, de alguna manera, melancólico, abstraído. Respiro sus
olores, siento el sabor del café, el frío de la nieve, el olor de los cigarros,
la textura de los abrigos. Siento, incluso, el sonido de una cuchara contra la
taza humeante, las voces, las palabras que no comprendo, el aire frío golpeando
mi cara.
Se hace
difícil escribir sobre todo esto. Hay que tener cuidado, incluso, se debiera
descartar. Es casi invisible la línea que divide lo medianamente interesante
con una sarta de cursilerías.
La realidad es
que toda esta semana que ya casi termina me he sentido, más o menos, de esa
forma. ¿Cómo lo podría explicar? Es como si anduviera cuesta arriba, torpe,
acosado por algo que no sé lo que es, en la espera de algún acontecimiento que
me acecha.
En esta época
del año se cumplen dos fechas que, aunque no tienen nada en común, están
envueltas en anécdotas antiguas, y casi todo lo antiguo viene cargado de
nostalgia:
Hoy, dos de
mayo, mi nieta Rosy cumple once años. No es el dilema, ni la alegría que vino con su nacimiento lo que
recuerdo hoy. No es el miedo que me provocaban sus padres, ni la maldad que
les sobraba lo que más recuerdo; es un episodio insignificante, que marcó el
instante en que comencé a amarla:
La trajimos
aquella mañana por primera vez a la casa. Apestaba. La bañamos y limpiamos la
mugre acumulada. Lloraba continuamente. Después del biberón, limpia y vestida,
se durmió, acostada sobre la cama. Me arrodillé para observarla. Respiraba con
el ruido que hacen los bebés; sale de la garganta desde lo profundo. Los puños
cerrados. Con cuidado, le abrí una mano. Las pequeñas uñas estaban llenas de
suciedad. Decidí cortárselas.
Terminé sin
contratiempos la mano izquierda. La derecha me quedaba algo incomoda y
torpemente, le corté un pedazo de la piel de un dedo. Fue el estremecimiento y
el llanto, después la sangre, lo que me alertó. Lloró un rato, mientras
aterrados, Mariana la curaba y la acunaba sobre el pecho y yo sentía un dolor
físico en todo el cuerpo.
Hoy recuerdo
eso y aún me duele.
También hace ya
más de veinte años, un primero de mayo, caminábamos por París. La ciudad era un
continuo asombro. Por la avenida se acercaba un tumulto. Las banderas rojas,
retratos del Che, la hoz y el martillo, puños levantados con violencia,
consignas, carteles escritos con palabras que no entendía, y La Internacional
cantada en francés por cientos de hombres y mujeres.
Nos quedamos
en la acera, perplejos, observando toda aquella parafernalia que nos recordaba
a la Isla y el espanto. Después que pasaron quedó el ruido de los autos, las
personas caminando, los cafés, las
sillas y mesas en las aceras. Nos miramos, y ella me dijo:
─ Esto será
inolvidable.
Contesté que
sí con un gesto, sin saber que ya estábamos creando nuestra historia.
Unos relatos muy agradables, llenos de bondad y cariño. Armando
ReplyDeleteQue nostalgia marco...eres un sentimental, te admiro.
ReplyDeleteAdiane
Buen relato, deje un comentario y bloguer se lo tragó.
ReplyDeleteAbrao