Saturday, April 26, 2014

Miedo


Alguien me envía un email con un link y una nota: mira esto.
En ese momento no tengo tiempo, y después lo olvido. Al cabo de varios días, revisando los mensajes lo abro. Es un video.
Un grupo de jóvenes grabaron un experimento. Un experimento social, diría yo: en lugares abiertos, cruzando una calle, a la entrada de un espectáculo (un cine, un teatro) camina una mujer muy joven. Siguiéndola, de manera sospechosa, va un hombre. En el momento más inesperado, frente a todo el mundo, el hombre agarra violentamente por detrás a la mujer y con un trapo, le tapa la boca y la nariz. Por unos segundos la joven se resiste, grita aterrorizada y se desmaya. Acto seguido, su atacante la carga y huye con el cuerpo desmadejado en los brazos.
¿Qué sucede con las personas que han visto semejante acto? Nada.
Solo miran, curiosos. Algunos se paran para ver mejor, otros se apartan ante el atacante, que huye con la víctima en brazos. Después de unos segundos de desconcierto, todo regresa a su normalidad.
La misma escena se repite en diferentes ciudades, con distintos personajes y escenarios. En todas, la reacción del público presente es exactamente la misma.
Cuando termino de ver el video, estoy angustiado. No puedo dejar de pensar en mis tres nietas. Por un instante el miedo me recorre por dentro.
Cierro la laptop. Preparo un café. Mientras lo tomo, a sorbos lentos, recuerdo:
Hace unos veinte y seis años, una tarde, estando en mi casa, escuché lo que me pareció un llamado de auxilio. Me asomé a la puerta. Varios vecinos, afuera de sus casas, estaban mirando hacia donde está la  piscina. Salí a la calle para ver qué pasaba y logré reconocer a mi vecina, una viejita pequeña, frágil y bondadosa, gritando y luchando con un perro, y a otra mujer que rogaba por ayuda.
Corrí para ayudarlas. Al llegar, comprendo lo que sucede. La vecina, ya sin fuerzas, trataba de librar de las mandíbulas de un perro inmenso a su pequeño perrito, que ya no se movía. La otra mujer, que era la dueña del perro más grande, luchaba con él, sin lograr moverlo un centímetro.
Todo sucedió en escasos segundos. Agarré el collar fuertemente y comencé a golpear con el puño en la cabeza del animal. Con asombro, más que con furia, el perro me miró y trató de voltear el cuello para atacarme. En ese instante, soltó al pequeño, que junto a la vecina, fueron a parar al suelo.
La mujer logró halar de la correa y arrastrar al enfurecido animal hasta su casa. La vecina lloraba. Le sangraba un dedo de la mano derecha. El perrito sangraba. Apoyada en mí, la llevé a su casa, donde el esposo, que no se había enterado de nada, salió apresuradamente con el animal herido, en busca de un veterinario.
Termino el café. Coloco la taza sobre un portavasos encima de la mesa del centro. Me acomodo en el sofá. Abrazo uno de los cojines. Cierro los ojos.




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