Estoy
atravesando una especie de aventura que llevaba tiempo posponiendo. Mi aventura
se llama Doctores.
En este
instante, son las 7:39 am, es sábado, y estoy sentado en el salón de espera de
la clínica donde me chequeo la salud.
Soy, conmigo
mismo, de la misma forma como me relaciono con los carros: un desastre.
Cuando he
tenido un carro nuevo, no me he preocupado absolutamente de nada, salvo de que
tenga gasolina, porque de lo contrario, no andaría. Cualquier otro síntoma, lo
paso por alto. Mi lema mejor: mañana se verá.
Así he sido
también con mi salud. El cuerpo ha ido dando señales de deterioro y le he hecho
caso omiso la mayoría de las veces. Y, al igual que con los carros ya cuando
son cascarones inservibles, les presto más atención. Asustado y lleno de
problemas acudo corriendo a los médicos.
Como dije al
principio, es toda una aventura.
En otro relato
anterior hablé de mis dos visitas anteriores. La primera vez que me vio el
doctor y la segunda, cuando me hicieron los análisis. Todo transcurrió más o
menos como esperaba. Al siguiente día (que era jueves) me llamaron de la
clínica, diciéndome que debía regresar a buscar los resultados. Eso quiere
decir que algo anda mal.
Le pregunté a
la mujer que habló conmigo si tenía que hacer otra cita, a lo que me respondió
que no, que sería por orden de llegada, antes de las 4:00 pm.
El viernes,
salí del trabajo a la 1:00 pm y llegué a la clínica a las 2:06 pm.
Al tratar de
abrir la puerta, comprobé que estaba cerrada. Veía a través del cristal el
salón lleno de gente, y la recepción con las dos mujeres que la atienden. Les
hice señas de que me abrieran la puerta, y me ignoraron. Todavía en ese momento
pensaba que era una equivocación. Volví a tocar la puerta y vi como un señor
muy viejo se levantó de la silla y caminaba hacia mí. Qué bueno, me abrirán la
puerta al fin, pensé.
! Qué ingenuo
pude ser todavía! Aquel viejo me gritó desde adentro:
─ ¡Ya está
cerrado, no toque más!
Desconcertado,
no creyendo en lo que me sucedía, le expliqué, acercando mi boca a la ranura de
la puerta, que por favor me abriera, que debía de hablar con la recepcionista.
─ ¡No moleste
más y venga otro día!─ fue su respuesta.
Ese es el
instante en el que todo puede volcarse. Me sentí agredido, humillado, pateado,
como si me hubieran escupido en el rostro. Mi primera intención fue responder
de la misma forma, patear, gritar, cagarme en la madre de aquel energúmeno, de
aquellas dos mujeres que ignoraban mis pedidos; ser un animal, hablarles en el
idioma que conocen, provocar el caos.
Llamé con mi
teléfono al número de la clínica y como es habitual, una grabación me pedía
dejar un mensaje. Estaba petrificado de rabia. No me moví del lugar, esperando
a que alguien saliera.
Una señora,
también muy vieja, abrió para salir y se quedó parada, autoritaria, sin dejarme
pasar:
─ Está
cerrado─ balbuceó la mujer.
─ ¡Apártese!─
grité.
No puedo
imaginar cuál sería mi expresión corporal, porque aquella anciana se apartó con
cara de pánico, como si un terrorista con un pasa montañas y una granada en
cada mano hubiera penetrado por la fuerza. De la misma forma me miraron las
otras dos mujeres.
Haciendo un
esfuerzo, traté de explicar, lo más calmado posible, que había sido avisado y
que me informaron que hasta las cuatro podía venir.
─ No el
viernes. El viernes es hasta las dos de la tarde.
─ No me lo
informaron así.
─ Porque usted
no preguntó.
─ Sí pregunté.
─ Eso fue el
jueves, hoy viernes es hasta las dos.
─ Pero me lo
hubieran dicho.
─ Los horarios
están afuera, señor.
─ No los vi.
─ Lo siento,
pero están afuera.
─ He perdido
horas de mi trabajo, vengo desde muy lejos, desde Pompano Beach.
─ Ya estamos
cerrados.
─ Usted debió
de haberme escuchado, dejarme entrar, no sabía qué me pasaba, podría haber sido
una emergencia.
─ Estamos
cerrados ya.
─ ¿Usted es un
robot, señora?
─ Usted está
muy alterado, señor.
─ ¡Lo estoy,
sí, es horrible; es rude lo que han hecho enviando a esos viejos a tratarme
como a un delincuente!
Regresé a la
casa, frustrado. Me sentía herido, burlado. La cara bobina de la recepcionista
estaba frente a mí todo el tiempo. Mientras me duchaba, con el agua casi fría,
imaginaba terribles venganzas. Sería monstruosa mi respuesta. Mis planes para
causarle dolor harían palidecer la película Saw. Mientras más cosas truculentas
imaginaba, más me calmaba.
Después,
pasaron las horas, y olvidé el desagradable episodio.
Hoy volví.
Miro a la recepcionista que me cobra. Trato de traer de vuelta el odio que me
produjo ayer. No puedo. Observo la piel de momia de su cara, los ojos que huyen
de mi mirada, su boca como una línea pintada de un color barroso, como una
mueca de apatía genética. No siento ninguna simpatía, pero tampoco siento odio.
Por un instante algo como la lástima me asalta. No, lástima no. Lástima nunca,
me digo, regresando a sentarme para esperar mi turno.
Me molesto
conmigo cuando puedo llegar a ser tan ridículo. Pero le doy un crédito a la
mujer: ¡me diste el pie para un relato, cabrona!
Eso me
tranquiliza aún más. Casi sonrío, y sigo escribiendo.
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