Sueño en japonés. No estoy buscando la palabra "sueño" en ese idioma, es que, sin preocuparme si está bien dicho o no, estoy últimamente soñando como si fuera un japonés. No es que en mis sueños me encuentre literalmente en Japón, es que, de una forma inexplicable, pienso, me alimento, observo, siento, hablo, como un nipón. Podría estar en el patio de mi casa, incluso, interactuando con mi familia o ayudando a mi mujer en la cocina; podría estar sentado frente al televisor viendo por cuarta vez la misma película con mis nietas, cenando frijoles negros con picadillo y platanitos maduros fritos, y, aun así, soy una especie de maestro zen, sereno, magro, introspectivo, sentado ceremoniosamente sobre un tatami de bambú, inmerso en la contemplación y en una filosofía que no llego a comprender, ni siquiera a definirla adecuadamente. Cuando despierto, desorientado, es como si estuviera en una habitación ajena, hasta que, poco a poco, voy regresando a mi entorno natural.
En la madrugada desperté y miré el reloj. Creía que ya debía levantarme, pero solo eran la una y cuarenta y dos. Acomodé la almohada, cambié de posición y traté de volver a dormirme. No pude. Se repetía dentro de mi cabeza, sin control, la frase "sueño en japonés, sueño en japonés" como un mantra interminable.
Anoche, sentados en la sala mirando la televisión, vimos por casualidad, pasando de un canal a otro, un programa de España donde muestran la vida de algunos españoles en otros países. ¿Cuál era el país del programa de ayer? Pues, no faltaba más, ¡era Japón!
Al ver mi entusiasmo por el programa, viendo como hacían los bonsáis, o a un grupo de borrachos en un bar karaoke vociferando desafinados, Mariana, que posee más de los cinco sentidos regulares, comentó:
─ Mira, qué casualidad, ahora que te ha dado por la bobería japonesa.
Alguna explicación habrá para esta nueva locura de Marco, pensará el que esté leyendo esto. Sí, tengo una explicación: voy por el sexto libro de Haruki Murakami, el escritor japonés que tanto éxito tiene.
Se dice fácil, pero, leer una detrás de otra, cinco novelas más un libro de cuentos de un mismo autor, es un buen record.
Pensando de esa forma, no sería extraño si trocara los gustos, la manera de ver las cosas; hasta podría suplantar los que siempre me han alimentado por platos asiáticos: los spaguettis por pescado crudo con salsa happo dashi, o un plato de congrí por uno de hosomaki, o la carne con papas por un yakimeshi de verduras, por ejemplo.
El sábado fuimos a una pequeña tienda a una cuadra al norte de Pines Boulevard que sólo vende frutas y vegetales. Yo, como siempre que tengo que ir de compras, seguía a Mariana con el carrito por los pasillos, amargado, aburrido y, pacientemente, esperaba mientras ella escogía lo que quería. Detrás de mí, escuché unas voces en una lengua desconocida, que a la vez, me era familiar. Con disimulo miré y ¡voila! ¡una pareja de nipones!
Para mi placer, no dejaban ni por un segundo de parlotear. Eran una mujer de unos sesenta y cinco años y un hombre de la misma edad, tal vez dos o tres años mayor. Discutían. Aunque no entendía una sola palabra, el tono con el que se comunicaban demostraba cierto grado de enojo. Se podía cortar con un cuchillo la rabia contenida hasta en los más simples gestos. La mujer agarraba un manojo de rábanos y el hombre protestaba, él ponía en el carrito una bolsa de naranjas y ella la cambiaba por manzanas.
Casi alelado, comencé a seguirlos por los pasillos. Me sentía hipnotizado. A mi alrededor todo desapareció de repente, solo ellos dos existían para mí. Y, como un personaje de Murakami, mi otro yo, ya sin ataduras, se desprendió como una sombra para ir detrás de ellos por la tienda.
Los ancianos, sin reparar en mi (otra) presencia, continuaban con lo suyo sin ponerse de acuerdo una sola vez.
Todo estaba relacionado con la literatura y con la magia: los tomates, las lechugas, los pimientos, las cebollas, los melones, las piñas, los olores, iban ligados a los seis libros leídos del mismo escritor. Pero como la realidad es casi siempre otra, y lo cotidiano, quiéralo uno o no, tarde o temprano te devuelve a tu lugar, escuché de pronto una voz que provocó que "mi otro yo" regresara a mí. Al darme la vuelta y mirar, Mariana, con tres bolsas en cada mano llenas de vegetales y frutas, me decía:
─ Oye, ¿tú no crees que ya tienes la edad suficiente para dejar de comer de lo que pica el pollo?
Asentí.
Fui hacia ella empujando el carrito, acomodé las bolsas y, pacientemente, la seguí hacia la caja registradora.
Antes de salir, busqué por todos lados a la pareja de ancianos, pero no la vi más.
Esto es distinto a cosas anteriores escritas por ti. Y me resulta agradable, siempre logras el acento en la cosa de sentimientos humanos.
ReplyDeleteArmando