Dos semanas antes de
la reunión en la casa, Mariana ya no podía dormir más de dos horas
seguidas. La madrugada entera se la pasaba dando vueltas en la cama,
pensando en las recetas, en los ingredientes que utilizaría,
haciendo listas mentales, listas escritas: todos los detalles
calculados, programados, para el gran día.
Cuando hablábamos por teléfono, ella manejando el bus escolar y yo en mi trabajo, no hacía otra cosa que describir, detalle por detalle, los cambios o las nuevas ideas que se le ocurrieron en la noche, sin poder pegar los ojos. Y, como es común en ella, siempre llegaban nuevas ideas, que iba adicionando a las anteriores.
Tiene una frase que cuando la pronuncia, yo tiemblo:
-Estaba pensando...
Esas dos palabras pueden significar un millón de cosas. Casi siempre vienen precedidas de infinidades de proyectos, cambios, otras recetas, más gastos, más trabajo para mí.
Una fiesta en casa, una reunión cualquiera, alguna invitación simple para conversar y disfrutar de un vino, de un café, la convierte en detalles deliciosos, en pequeñas obras maestras que parecen salidas de las manos de un chef: platos con quesos variados, recipientes con mermeladas, aceitunas griegas,prosciutto, variedades de galletas, ensalada de pollo al curry, higos al horno con pasta de durazno, blue cheese y envueltos con bacon; semillas, frutas, vegetales, albóndigas con salsa teriyaki, pechugas de pollo a la naranja, etc.
Y la reunión que estábamos planeando era muy importante para ella porque vendrían sus padres, la tía Marta Calvo que vive en La Habana, Tanya Astol de NY, Miguelito y otros amigos, Alejandro con su familia, y los muchachos, que incluyen a Tati y Oscar, su marido.
Yo, por mi parte, me propuse ser un ayudante tranquilo, competente, entusiasta, y no el tipo histérico, peleonero y desagradable en el que me convierto cuando creo que las cosas que tengo que llevar a cabo me sobrepasan.
Ya a las cuatro de la mañana de ese sábado de fiesta, desde la cama, la escuchaba trajinar en la cocina. Por la rendija de la puerta del cuarto entraban los aromas a curry, a gallina asada, bacon, papas cocidas, a café recién hecho.
Bajé las escaleras hambriento, dispuesto a darme un festín, pero lo que me esperaba era un fregadero atestado de cazuelas sucias, batidora, platos, cucharas, recipientes de plástico, bandejas, cafetera, morteros, exprimidores de cítricos, y cuchillos que tendría que lavar. Sin chistar, lo limpié todo.
Cuando llegaron los invitados, mientras Elis Regina cantaba un bossa nova, todo estaba listo y la mesa del comedor cubierta de exquisiteces.
Fue un éxito. Todos comimos y todos estábamos contentos. Se habló (por supuesto) de Cuba, de Guillermo. Mariana me hizo contar, otra vez, la bronca que tuve con el conductor de una guagua en pleno Londres. Discutieron sobre un cantante de ópera que yo no conocía, sobre historias de la familia, de Jaimanitas, de los muertos, y Luis me preparó un bloody mary que no me gustó.
Al final quedamos solos, cansados, ordenando el desorden, limpiando el piso, guardando la comida que sobró en el refrigerador, acomodando las sillas, tirando la basura, echando en la lavadora las alfombras de la cocina, la del baño, escondiéndolo todo de la irrefrenable curiosidad de los gatos. Y cuando terminamos e íbamos subiendo hacia el cuarto, apagando las luces a nuestro paso, pensé que tener a Mariana a mi lado era una cosa muy buena.
Cuando hablábamos por teléfono, ella manejando el bus escolar y yo en mi trabajo, no hacía otra cosa que describir, detalle por detalle, los cambios o las nuevas ideas que se le ocurrieron en la noche, sin poder pegar los ojos. Y, como es común en ella, siempre llegaban nuevas ideas, que iba adicionando a las anteriores.
Tiene una frase que cuando la pronuncia, yo tiemblo:
-Estaba pensando...
Esas dos palabras pueden significar un millón de cosas. Casi siempre vienen precedidas de infinidades de proyectos, cambios, otras recetas, más gastos, más trabajo para mí.
Una fiesta en casa, una reunión cualquiera, alguna invitación simple para conversar y disfrutar de un vino, de un café, la convierte en detalles deliciosos, en pequeñas obras maestras que parecen salidas de las manos de un chef: platos con quesos variados, recipientes con mermeladas, aceitunas griegas,prosciutto, variedades de galletas, ensalada de pollo al curry, higos al horno con pasta de durazno, blue cheese y envueltos con bacon; semillas, frutas, vegetales, albóndigas con salsa teriyaki, pechugas de pollo a la naranja, etc.
Y la reunión que estábamos planeando era muy importante para ella porque vendrían sus padres, la tía Marta Calvo que vive en La Habana, Tanya Astol de NY, Miguelito y otros amigos, Alejandro con su familia, y los muchachos, que incluyen a Tati y Oscar, su marido.
Yo, por mi parte, me propuse ser un ayudante tranquilo, competente, entusiasta, y no el tipo histérico, peleonero y desagradable en el que me convierto cuando creo que las cosas que tengo que llevar a cabo me sobrepasan.
Ya a las cuatro de la mañana de ese sábado de fiesta, desde la cama, la escuchaba trajinar en la cocina. Por la rendija de la puerta del cuarto entraban los aromas a curry, a gallina asada, bacon, papas cocidas, a café recién hecho.
Bajé las escaleras hambriento, dispuesto a darme un festín, pero lo que me esperaba era un fregadero atestado de cazuelas sucias, batidora, platos, cucharas, recipientes de plástico, bandejas, cafetera, morteros, exprimidores de cítricos, y cuchillos que tendría que lavar. Sin chistar, lo limpié todo.
Cuando llegaron los invitados, mientras Elis Regina cantaba un bossa nova, todo estaba listo y la mesa del comedor cubierta de exquisiteces.
Fue un éxito. Todos comimos y todos estábamos contentos. Se habló (por supuesto) de Cuba, de Guillermo. Mariana me hizo contar, otra vez, la bronca que tuve con el conductor de una guagua en pleno Londres. Discutieron sobre un cantante de ópera que yo no conocía, sobre historias de la familia, de Jaimanitas, de los muertos, y Luis me preparó un bloody mary que no me gustó.
Al final quedamos solos, cansados, ordenando el desorden, limpiando el piso, guardando la comida que sobró en el refrigerador, acomodando las sillas, tirando la basura, echando en la lavadora las alfombras de la cocina, la del baño, escondiéndolo todo de la irrefrenable curiosidad de los gatos. Y cuando terminamos e íbamos subiendo hacia el cuarto, apagando las luces a nuestro paso, pensé que tener a Mariana a mi lado era una cosa muy buena.
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