El barrio en el que
vivo hace ya muchos años tiene algunas calles, ciertos rincones que,
inevitablemente, forman parte de mi historia personal. Lugares por
donde paso y algo de mí se transforma, me aplasta, o me lleva al
borde de una alegría antigua, pasajera, casi infantil.
El viernes pasado, al llegar del trabajo, llevé el bus escolar al mecánico. El líquido del power steering goteaba sin parar, y no logré encontrar dónde estaba el salidero. Mientras manejaba el armatoste, iba preocupado. Una de las preocupaciones era que el mecánico cerrara el taller porque ya se hacía tarde, y la otra, los funestos augurios que me fue anunciando cuando le describí, por teléfono, lo que pasaba con la guagua: todos sabemos que la mayoría de los mecánicos son unos hijos de puta.
Entonces, para evitar el tráfico infernal, doblé en Miami Lakes Drive y tomé el perímetro que bordea al Palmetto Expressway. Ese camino, rodeado de árboles y sombras, tiene un encanto especial. Carlos M, el personaje de uno de mis cuentos, hace jogging los fines de semana por la orilla del canal que corre paralelo a la calle. Y yo, mientras conduzco, voy recreando en la mente otras vidas imposibles, o transformando mi realidad con fantasías absurdas, egoístas, inconfesables.
Siempre se piensa que la vida es injusta; sobre todo con uno. Por lo menos yo lo pienso. Tener que llevar la guagua al mecánico, interactuar con un motor asqueroso que me aterra, relacionarme con la gente que pulula en ese antro, verlos tan a sus anchas entre hierros y aceites, entre pistones, mangueras, y escucharlos, además de soportarlos, mirar sus caras, la manera de moverse, sus chistes que mientras más vulgares, más tontos; el patriotismo barato, sus camionetas gigantescas, las banderitas colgadas en los retrovisores, sus cadenas de oro, las imprescindibles gorras; se me hace cuesta arriba, me amarga. Es lógico entonces que, mientras manejo hacia allí, juegue un poco con la imaginación, que juegue ingenuamente a que eso (ese submundo) no forma parte de mí.
Me veo de una manera que, generalmente, me agrada. Así de ciego soy conmigo mismo. Llevo en el subconsciente una imagen de mí que no tiene nada, absolutamente nada que ver con la realidad. Y no me estoy refiriendo a sentimientos, a formas de ser; estoy hablando solo del físico.
Los espejos reales me muestran a un hombre que mi cerebro olvida, a un hombre que retorna, una y otra vez, y se personifica y molesta, incansablemente; un hombre desechable que me asombra cuando veo en sus ojos un brillo que me es familiar.
El "espejo" a donde mira mi cerebro, refleja a "aquél" que, por supuesto, ya no existe. Ni siquiera tiene una idea clara del paso arrollador del tiempo. Sé que estoy hecho un viejo, y un viejo que envejece mal. Pero dentro de mí, a pesar del deterioro constante e implacable, sigo siendo, aún, joven.
El perímetro termina con un signo de Stop. Una construcción de lo que parece ser una escuela o un pequeño hospital, que está casi terminado. Me agradan las combinaciones de colores de las paredes, las lámparas externas, las ventanas.
En el terreno aledaño pastan las vacas. Abrí la puerta del bus, y frené para observarlas. Algunas me miraban con sus ojos tristes, y sacaban la lengua y se la introducían en la nariz. Otra se rascaba los flancos contra la cerca. No dejaban de rumiar. Se empujaban.
Volví a cerrar la puerta. Miré el reloj: las seis y media y yo comiendo mierda. Acelero.
El viernes pasado, al llegar del trabajo, llevé el bus escolar al mecánico. El líquido del power steering goteaba sin parar, y no logré encontrar dónde estaba el salidero. Mientras manejaba el armatoste, iba preocupado. Una de las preocupaciones era que el mecánico cerrara el taller porque ya se hacía tarde, y la otra, los funestos augurios que me fue anunciando cuando le describí, por teléfono, lo que pasaba con la guagua: todos sabemos que la mayoría de los mecánicos son unos hijos de puta.
Entonces, para evitar el tráfico infernal, doblé en Miami Lakes Drive y tomé el perímetro que bordea al Palmetto Expressway. Ese camino, rodeado de árboles y sombras, tiene un encanto especial. Carlos M, el personaje de uno de mis cuentos, hace jogging los fines de semana por la orilla del canal que corre paralelo a la calle. Y yo, mientras conduzco, voy recreando en la mente otras vidas imposibles, o transformando mi realidad con fantasías absurdas, egoístas, inconfesables.
Siempre se piensa que la vida es injusta; sobre todo con uno. Por lo menos yo lo pienso. Tener que llevar la guagua al mecánico, interactuar con un motor asqueroso que me aterra, relacionarme con la gente que pulula en ese antro, verlos tan a sus anchas entre hierros y aceites, entre pistones, mangueras, y escucharlos, además de soportarlos, mirar sus caras, la manera de moverse, sus chistes que mientras más vulgares, más tontos; el patriotismo barato, sus camionetas gigantescas, las banderitas colgadas en los retrovisores, sus cadenas de oro, las imprescindibles gorras; se me hace cuesta arriba, me amarga. Es lógico entonces que, mientras manejo hacia allí, juegue un poco con la imaginación, que juegue ingenuamente a que eso (ese submundo) no forma parte de mí.
Me veo de una manera que, generalmente, me agrada. Así de ciego soy conmigo mismo. Llevo en el subconsciente una imagen de mí que no tiene nada, absolutamente nada que ver con la realidad. Y no me estoy refiriendo a sentimientos, a formas de ser; estoy hablando solo del físico.
Los espejos reales me muestran a un hombre que mi cerebro olvida, a un hombre que retorna, una y otra vez, y se personifica y molesta, incansablemente; un hombre desechable que me asombra cuando veo en sus ojos un brillo que me es familiar.
El "espejo" a donde mira mi cerebro, refleja a "aquél" que, por supuesto, ya no existe. Ni siquiera tiene una idea clara del paso arrollador del tiempo. Sé que estoy hecho un viejo, y un viejo que envejece mal. Pero dentro de mí, a pesar del deterioro constante e implacable, sigo siendo, aún, joven.
El perímetro termina con un signo de Stop. Una construcción de lo que parece ser una escuela o un pequeño hospital, que está casi terminado. Me agradan las combinaciones de colores de las paredes, las lámparas externas, las ventanas.
En el terreno aledaño pastan las vacas. Abrí la puerta del bus, y frené para observarlas. Algunas me miraban con sus ojos tristes, y sacaban la lengua y se la introducían en la nariz. Otra se rascaba los flancos contra la cerca. No dejaban de rumiar. Se empujaban.
Volví a cerrar la puerta. Miré el reloj: las seis y media y yo comiendo mierda. Acelero.
Un gran FELICITACIONES, Marco! Casi visualizo el recorrido.
ReplyDeleteMaffi