Lo que ella resguarda también se va tornando viejo: los baños, la cocina eléctrica, los cuadros, los libros cubiertos de polvo, las sillas, las lámparas, los papeles olvidados, las máscaras africanas, los álbumes acumulados en cajones, los pequeños adornos apiñados en cajas, las cartas terribles, las ánforas griegas, las fotografías enmarcadas, la ropa de invierno.
Nosotros, los que la habitamos, también envejecemos sin apenas darnos cuenta: las niñas ya no se persiguen zigzagueando temerariamente entre los muebles como antes, ya no hacen añicos las piezas precolombinas escogidas en cada viaje, y la gárgola destrozada que guardé, pedazo por pedazo, en una caja de caramelos, permanece en algún vericueto olvidado, preservando los recuerdos de París, o los instantes que confundimos sus fechas y lugares, trastocando las palabras, quedándonos en silencio.
Son las cuatro y quince de la mañana. Estoy preparando un café. Sólo el ruido monótono de los motores de la pecera y del refrigerador alteran éste instante donde todavía no he despertado del todo, y permanezco en la frontera entre el sueño y la vigilia.
Observo distraídamente a mi alrededor.
Algunas cosas se precipitan hacia mí: los ecos antiguos, los odios convertidos en costumbre, los muertos de allá y los de aquí, los gatos perdidos, las canciones que ya no escucho, las piedras del Mediterráneo, la taza robada de una cafetería en Manhattan, el cementerio en Virginia cubierto por hojas de colores rojas, amarillas, sepias, tus zapatos extraños, los puentes sobre el Támesis, mi madre joven, el frío intenso, el retorno de Nataly, su miedo, el nuestro, los patios de Charleston, el restaurante hindú, la carretera en la madrugada, los gigantes de Botero en un parque de Washington DC al amanecer, la natilla de Fina, la piscina de noche, el jarrón contra el suelo, los ladridos de Laz...
Termino de tomar el café. Recuerdo la pastilla para la presión. Pongo una cápsula sobre la lengua y la trago con un poco de agua. Lavo la cafetera, la taza, el vaso y la cuchara. Paso el trapo húmedo por la meseta, alrededor del fregadero, la pila, la estufa; después lo echo en la lavadora porque huele mal. Guardo la tablet en la mochila y también un yogurt, una manzana, y la pequeña charola de metal con el almuerzo. Me cuelgo los espejuelos al cuello. Tengo deseos de orinar. Me siento en el toilet. Aguanto el pito apuntando hacia abajo para no mojar nada. Me subo los pantalones. Me acomodo el t-shirt mirándome en el espejo del lavamanos. Veo a un homeless que me observa con un rictus antipático en los labios y una barba de tres semanas. No me lavo las manos. Abro la puerta del baño. Junito me espera del otro lado, acostado a lo largo en el suelo por donde debo pasar. Maulla quedamente.
_¿Qué te pasa?- le pregunto.
Me contesta con un quejido-maullido.
_Déjame pasar, chico- le pido.
No se mueve ni un milímetro. Otro pequeño maullido. Le doy unas palmadas en la cabeza.
_I love you, mi gato lindo- susurro mientras le acaricio las orejas.
Otro quejido. Brinco por encima de él.
_Ya hablamos suficiente, viejito-le digo- y no tengo más tiempo.
Me cuelgo la mochila al hombro. Pongo el celular en un bolsillo del pantalón. Voy hacia la puerta. Agarro el llavero que está colgado en la pared al lado de la entrada. Abro. Salgo.
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