Saturday, January 3, 2015

La tarea y la entrevista



Es sábado, es de mañana y siento una molestia por dentro que me incomoda. No hablo salvo lo estrictamente necesario, contesto con monosílabos, revuelvo lentamente, con el cucharón de madera, el arroz con leche que se está cocinando a fuego lento sobre la estufa. 
Subo a mostrarle a Jonathan la mugre de su baño, que debe limpiar. Quita las alfombras, le digo, para que no se manchen con los productos de limpieza. No responde nada y asiente con un ligero movimiento de cabeza. Nunca estoy seguro de que comprende todo lo que le digo, y mucho menos de lo que piensa.
Selecciono, para una señora que vive en La Habana, un post antiguo de mi blog (hago copy-and-paste con una pequeña nota, porque allá no tiene acceso a la internet y solo puede recibir e-mails); lo envío. Mientras va pasando, observo las manchas de suciedad en la pantalla de la laptop, la basurita entre las teclas, el polvo acumulado. Soplo sobre el keyboard. No es suficiente. Cuando tenga ganas lo limpiaré.
Ayer Rosy trajo una nota de la escuela. Le faltaban tareas por hacer. La profesora quiere una explicación. Exige una reunión con nosotros. 
Explicame esto, mi'ja. Lloriqueos. Yo sí hice la homework, la maestra...te juro... Apo yo no miro la TV cuando hago el homework... Más lloriqueos. Te voy a quitar el celular, la computadora, no vas a ver Spongebob ni ICarly ni nada. Llanto. Why don't you believe in me?!. ¡No, no te creo! Ok Apo!. Gritos histéricos escaleras arriba. ¿Alguien dijo que sería fácil?
Días atrás habíamos recibido otro papel donde nos instaban a los padres de niños de 5to grado, a afiliarse en unas clases (en no sé cuál colegio), en la que nos enseñarían como ayudar a nuestros hijos en las tareas de matemática y otras materias, con horarios de cinco de la tarde hasta las ocho de la noche. Hablemos claro: el sistema escolar piensa que el mundo es una escuela gigante, y pretende que los padres (o abuelos, como es nuestro caso),  que se levantan a las cuatro de la mañana, día tras día, para comenzar a trabajar a las seis (como es mi caso), soportar ocho, nueve horas en ese inhóspito lugar, regresar a la casa (contando con que el tren cumpla con su horario habitual) a las cinco y treinta, arrastrando un cansancio que te hace dudar si eres una persona o un zombie (en mi caso siempre soy un zombie), darse una ducha apurado, hacer la comida, torear a cuatro niños para que se bañen, hagan las tareas, ayudarlos con las tareas, (este es el caso de Mariana), lidiar con una casa, con los gatos, los peces, contestar el teléfono, soportar las tragedias de otros familiares, recondenarme otra vez porque mi madre no me llama, hacer malabares para pagar lo que hay que pagar, lavar ropa, secar ropa, doblar ropa, limpiar, fregar, etc, etc; y, como si la vida fueran unas prolongadas vacaciones en una soleada y desierta isla griega, también separemos algo del tiempo que nos sobra (¡¿que?!) y nos sentemos en un aula por varias horas para aprender la matemática actual, y así poder ayudar a nuestros queridos muchachos. ¿El que idea semejante cosa tiene hijos y las mil y una obligaciones por hacer que tenemos diariamente los padres? Lo dudo.
Pero el sentimiento negativo que me embarga no tiene que ver con nada de lo que dije antes. La verdadera culpa de la pena que siento, del sentimiento de molestia, impotencia, y tristeza (en ese orden), la tiene Ray Bradbury. Me explico:
No podemos ser honestos siempre. Aunque no se esté de acuerdo con ciertas prácticas, las cosas vienen con diferentes matices, y esos matices nos plantean situaciones en las que se debe de echar por tierra algunas convicciones a las que nos aferramos.
Y por eso, para ayudar a la niña y evitarle un tropiezo más en el curso que tanto trabajo le está costando, me di a la tarea de hacerle uno de los Reading Plus que tenía atrasados. Consiste en escoger una entre varias anécdotas, leerla a la velocidad que el programa te obliga, y después contestar una serie de preguntas. Yo, como me creo intelectual (y chic) seleccioné una titulada Ray Bradbury. ¡Qué fácil!, pensé. Hace apenas dos meses, releí varios de sus libros y además, conozco toda su obra. Será, como se dice en inglés: a piece of cake.
Pero no lo fue. Logré solo el 75%, y eso es desaprobado. Unas simples preguntas sobre un texto para un niño de 5to grado, con un tema tan conocido, me demostraron que soy un inútil. ¿Cómo me pude equivocar con una tarea tan nimia? No lo sé. O sí lo sé: soy un bueno para nada. 
Me aterran los tests. Ante el cuestionamiento más simple puedo perder la compostura. Tener que explicar algo frente a otras personas me trastorna. Y, cuando contestaba a las preguntas sobre el escritor y su obra, y el programa me exigía una rapidez de la cual carezco, en mi mente, vislumbraba a la maestra de Rosy frente a mi señalandome, enérgicamente, con el puntero:
_¡Abuelo-me gritaba con una siniestra sonrisa dibujada en sus labios- pase al frente y conteste las preguntas delante de los demás alumnos!
Podría morir de vergüenza o lanzarme al vacío por una ventana, orinarme, ¡qué sé yo! 
Ese problema mío con la gente no es nuevo. Cuando era un niño y jugábamos a convertirnos en personajes de los cómics, yo escogía ser el Hombre Invisible. Era muy aburrido jugar conmigo, porque le exigía a mis amigos que no podían verme, que era invisible para todos, y eso no lo soportaban por mucho tiempo.
Recuerdo que hace unos quince, tal vez diecisiete años, Armengol, el esposo de mi suegra y periodista de The Miami Herald, me propuso para una entrevista sobre mi llegada a los Estados Unidos, ya que era un aniversario del éxodo Mariel-Cayo Hueso por donde arribé a este país. Dicha entrevista sería seleccionada para aparecer en la primera plana de El Nuevo Herald, en una sección dedicada a ese acontecimiento. Acepté encantado. Imaginaba mi nombre, mi foto, mis palabras leídas por miles de personas. ¡Qué maravilla!
Llegó el día señalado. Una hora antes de la acordada, sonó el teléfono y escuché la voz de la periodista que vendría a entrevistarme. Necesitaba confirmar la dirección, el horario y algún que otro pequeño detalle. Balbuceante y como me lo permitieron los nervios, le respondí a todas sus preguntas. Aún hoy no dejo de escuchar sus últimas palabras antes de colgar:
_Perfecto Marco, mi camarógrafo y yo estaremos allí en unos minutos.
Entré en pánico. De repente el mundo dejó de girar. Estaba parado en el borde de un precipicio y allá abajo se vislumbraba la lava hirviente. No sé cómo logré llegar al baño, abrir la ducha y dejar que el agua fría cayera sobre mi cabeza. No pensaba; temblaba. No recuerdo cuanto tiempo estuve petrificado debajo del chorro de agua, preguntándome el por qué había aceptado la dichosa entrevista, hasta que los golpes en la puerta me hicieron volver a la realidad. Era Mariana anunciándome que la periodista (no digo su nombre porque aún trabaja para el periódico e imagino que no ha podido olvidar aquella tarde) me esperaba en la sala.
_¡Apúrate-me instaba- que están en la sala preparando las cámaras y las luces!
¡No podía moverme! ¡Qué terror sentía! 
Al salir del baño y asomarme a la puerta del cuarto, escuché las voces que venían de abajo. Mariana les explicaba que ya yo estaba listo, solo era cuestión de unos minutos. 
Cerré la puerta cuidadosamente y en cueros, chorreando agua sobre la alfombra, empecé a dar vueltas como un loco por la habitación, deseando que todo fuera una pesadilla, y sin saber qué hacer.
Me vestí como pude y salí al balcón del cuarto que da a la parte de atrás de la casa. Si haciendo varias piruetas me descolgaba por allí buscando una salida, me verían desde la sala... Pero no lo pensé. Tampoco hoy logro imaginar como brinqué al balcón del vecino y, desde su patio, huí del barrio sin que me vieran y sin romperme la cabeza o cualquier otra cosa.
Ahora, cuando recuerdo aquel suceso, me resulta tragicómico. Es una pequeña muestra de lo ridículo e incongruente que puedo llegar a ser. Creo que, en general, sigo siendo el mismo, aunque con una dosis adicional de cinismo para lograr escribir este relato. Es lo único que me salva.




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