foto: mariana aguero
Mariana prepara un plato para mí. Quiere ofrecérmelo como parte del regalo por mi próximo aniversario. Estoy sentado a la mesa del comedor, y mientras tanto, voy mirando aquí y allá en la laptop, observando fotografías, revisando el email, o buscando en Amazon un libro de Martin Amis para descargarlo en mi tablet.
Desde la cocina me comenta de cada
ingrediente que usa: el jamón serrano es excelente y el chorizo cantimpalo y el
queso de cabra; las aceitunas (me explica ella) vienen rellenas de queso feta
griego, y las rodajas son de limón Meyer, el huevo es orgánico, al igual que
las hojas de espinacas moradas, y el pan de ciabatta, dos rebanadas tostadas y
untadas con ajo y sal de mar, como lo
hacen en España.
Deja el plato sobre la mesa y da dos
pasos hacia atrás. Lo observa. También yo lo observo, encantado. Es algo
hermoso que despierta todos mis sentidos. Una obra linda, agradable a la vista
y al paladar. Me entra por los ojos, y la boca se me humedece. Es aún más
hermoso porque es de una belleza efímera. Un pequeño ejemplo de la necesidad
que tenemos los humanos por lo bello.
Cuando observo los utensilios
utilizados por las antiguas civilizaciones, siempre me emocionan las
intrincadas decoraciones y deslumbrantes dibujos en instrumentos de uso
doméstico, pequeñas piezas embellecidas porque sí, por el placer de disfrutar
con su presencia, lo bueno de la vida.
Me parece inaudito que un ánfora
griega, por señalar solo un ejemplo, y porque mientras escribo tengo frente a mí varias, repartidas entre los libreros
(recuerdos de mi viaje a Atenas) que no es nada más que una vasija para guardar
y servir el vino o cualquier otro líquido, lleve dibujada, meticulosamente,
toda una historia o un hecho cotidiano que la adorna y la convierte en un
objeto único y hermoso. Porque desde siempre el hombre se ha rodeado de belleza
adornando, de diferentes formas, lo que lo rodea. Ha usado a la belleza como
una parte primordial de su entorno.
Una historia que cuenta Borges en su
cuento El Aleph sobre un guerrero del siglo VI ilustra, a mi modo de ver, la
necesidad innata del hombre por lo hermoso: Droctuft, un guerrero lombardo que
con su tribu venía del Norte de Europa desde el valle del Danubio, e invadió
Italia sembrando el terror y la destrucción. Al entrar en Rávena, Droctuft
quedó maravillado con la ciudad. El hombre fiero, brutal y destructor, enfermó
de tanta belleza que resplandecía a su alrededor.
Imagino a ese hombre tosco, sucio,
terrorífico, cubierto de sangre y de lodo, acostumbrado a matar y a destruir.
Lo imagino asombrado ante los muros, las catedrales, frente a una fuente
tallada, ante todo lo hermoso. Lo imagino entre los salvajes de su tribu que
destruían todo a su paso, y a él, aún con el hacha en la mano, azorado y
perdido por la repentina y extraña sensación que de pronto lo embargaba.
Droctuft ya no pudo ser más el que destruye, y decidió defender la ciudad de
Rávena aun en contra de los suyos.
El bárbaro optó por la belleza. Peleó
por preservar lo hermoso, y murió por ello.
Muy bello el relato. Es una lectura agradable que destaca las cualidades que enaltecen al hombre.
ReplyDeleteArmando
Yo también lo disfruté.
ReplyDeleteMe imagino que el plato, además de bonito, estaba muy rico :D
Saludos y gracias por leer pires.
Maca
Barbaramente bello o bellamente barbaro! Me encanto!
ReplyDelete