Hay libros que cuando se terminan, continúan dando vueltas en la mente como un buen paseo al que no queremos renunciar. Siguen con uno hasta que el tiempo los va desintegrando, y es ahí donde comienzan a convertirse en memorias, en la vida que se vivió en cada página y con cada frase. Esas historias leídas, y después agazapadas como pequeños monstruos queridos (aparentemente abandonados en algún recóndito lugar), acechan y esperan por el instante preciso para asombrarnos una y otra vez.
Se nota que aún estoy sumergido en la
marisma de imágenes de la novela que acabo de leer. Esta madrugada, mientras el
tren me transportaba hacia Pompano Beach, la terminé. Y fue con pesar. Acabé
con hambre, con deseos de continuar "tragando" de aquel universo, de
aquellos personajes, del clima que los envuelve y del angustioso, inteligente y
desgarrador diario que forma parte de toda la novela. ¡Ay del escritor que
venga detrás, porque tendrá que rescatarme de lo ya vivido!.
Lo he dicho en otras ocasiones: me
gustan las historias de mujeres, escritas por mujeres. Todo mi entorno está
rodeado de ellas, y eso puede ser de una gran influencia. Creo que me sería
insoportable convivir únicamente con hombres (no puedo imaginar nada más tosco,
más frío).
En la casa cohabitamos (más o menos
democráticamente) cuatro mujeres y yo: Mariana mi mujer, Nataly, Rosy, y Gianna
la más pequeña de mis nietas que, aunque vive con sus padres, la mayoría del
tiempo permanece con nosotros mientras ellos trabajan; además de los gatos, los
peces, y las manadas de patos y pájaros que alimentamos en los alrededores del
lago. Vivo mimándolas y siendo mimado por ellas; también protestando por todo
(sin que me tomen demasiado en serio), soportando sus cambios de temperamento
en esos días desafortunados de cada mes, escuchando sus voces, sus canciones,
interviniendo como un juez imparcial en las peleas, oliendo sus perfumes y
siguiéndolas, derrotado y maltrecho por los interminables pasillos de las
tiendas, alrededor de la ciudad. Vivo, por primera vez, amando. Celándolas como
un Otelo trasnochado, temiendo el mañana que apenas se vislumbra; aguantando
(todo lo mejor que puedo) la inagotable energía que de ellas emana. Y, a su
vez, siendo amado y recompensado de una manera tremenda que me sobrepasa y
desborda.
Aunque resulte innecesario decirlo (por
ser tan obvio), diré que cada día crece, y es siempre más profundo, mi
sentimiento ante esa forma única de dar, de ese instinto intrínseco que sólo ellas
poseen y que a nosotros los hombres, se nos hace cuesta arriba.
Un día salíamos en tropel del van y
caminábamos hacia el restaurante donde iríamos a almorzar cuando sucedió algo
simpático que ilustra, más coloquialmente, todo cuanto dije antes: delante de
mí, en fila india, marchabamos, como un pequeño pelotón hambriento, cuatro mujeres
y yo, que las seguía como el gigantón torpe y desorientado que soy. Pasábamos junto
a un señor que nos miraba y sonreía, como solo saben hacerlo los que reconocen
en los otros un poco a su propia familia.
— ¡Te ganaste la lotería, amigo!- me
espetó con su vozarrón de campesino cubano.
Y yo, que no entendía muy bien lo que
quería decir con aquello, solo atiné a contestarle con un tímido sí, gracias.
— ¡Tres niñas! - volvió a tronar el
hombre - ¡Esas son para ti! ¡Esas son siempre para ti, amigo! ¡Yo también
tengo tres, amigo, tres!
Cuando nos sentamos a la mesa, y aún
escuchando aquellas atronadoras palabras, pude, al fin, asimilar lo que me
quiso decir. Voy a ser honesto: fue Mariana la que me lo explicó para que lo
pudiera entender.
Ahora debo volver a la novela* que
mencioné al principio, que fue escrita por una mujer, y que también (por
supuesto, si no ¿de qué va la cosa?) los personajes principales son dos mujeres:
Marie Curie y Rosa Montero, la propia escritora. ¿Es una biografía? ¿Es ficción
mezclada con historia? No lo sé. Es lo que menos importa. Porque lo que importa
es lo que te conmueve, lo que abre tu empatía, lo que conecta a una con la otra
y, en mi caso, a ellas con Mariana.
Porque, cuando leía, sentía que las
tres, de alguna manera, tenían en común lo grande y lo asombrosamente fuertes
que pueden ser las mujeres. Porque mientras iba enumerando los avatares que
tuvo que pasar una mujer con un cerebro tan privilegiado como el de Marie
Curie, recordaba los años tormentosos que afrontó Mariana por mis nietas,
contra todas las adversidades, contra todos los enemigos, contra todos los
pronósticos, y aún, contra toda lógica; para poder protegerlas, para rescatarlas
de una vida miserable, y entregarles lo mejor de ella.
Y comprendí (esas historias agazapadas, aparentemente olvidadas y acechantes),
casi con terror, que yo, estando solo, no hubiera hecho ni la mitad; que me
hubieran faltado el coraje y el empeño, y lo bueno que pueda habitar en mí
para ganar aquella batalla.
*La ridícula idea de no volver a verte.
Rosa Montero.
Seix Barral. Biblioteca Breve, 2013.
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