FE
El parqueo detrás de la iglesia estaba vacío. Apago el motor. Antes de salir me echo las llaves en el bolsillo del pantalón. El celular en el otro bolsillo. Me molestan. Extraño la mochila donde todo va: el libro, la tablet, la billetera, el celular, el cargador, el pomo de Advil, cinco o seis bolígrafos que no escriben, una pequeña navaja, un dado rojo transparente, papeles con apuntes, un recorte de periódico, monedas, un pequeño Batman de plástico, el ID del trabajo, un llavero roto con la torre Eiffel que dice "Paris j'aime" y las llaves de la casa, de mi carro, del otro carro, del bus, del buzón, del trabajo, de la casa de mi madre, y antes estaba la de la piscina pero mi nieta la perdió.
Antes de entrar me quedo mirando un pequeño patio lateral y una fuente y un Cristo con flores en las manos y otro santo varón y una santa mujer. Miro las piedras que forman un pequeño sendero entre la fuente y las esfinges, y siento deseos de agacharme y tocarlas, acariciar su suavidad. Abro la puerta. Un letrero indica que hay obras de construcción dentro de la iglesia: “Disculpen cualquier molestia que esto pueda ocasionar”. Un canto como un lamento sale de algún lado e inunda todo el recinto. El olor a incienso. Al fondo, en el altar, un Cristo de madera, una cruz de metal, dos sillas tapizadas en rojo, ramos de flores. Cruzamos. Las niñas van delante, mi mujer detrás de mí. Entramos a una bóveda lateral. Velas blancas dentro de recipientes transparentes, unos palillos enterrados en un pozuelo con arena y una alcancía. Rosy me pide un dólar. Lo introduce en la alcancía. Prende una vela. Prende otra vela. Otra. Le digo que basta. Nataly está sentada detrás. A ella no le gustan ni las velas, ni poner el dinero, ni que la miren. Una quiere que la vean, la otra quisiera ser transparente.
Rosy habla con la imagen que tiene en frente:
─ San Judas Tadeo, te pido que tenga bien en la escuela, ya.
Espero que San Judas entienda tu idioma personal, pienso y me dan ganas de reir. Me aguanto.
─ ¿Eso es todo lo que pides? ─ le pregunto en susurros.
─ ¿Qué más?
─ Está bien entonces, yo tampoco sé que voy a pedir.
Caminamos pegados a una pared. Un pequeño cuenco empotrado con agua. Veo a las personas introducir los dedos y persignarse. Agua bendita. Agua con microbios de dedos que no se saben dónde estuvieron antes. Ella mete los dedos en el agua.
─ ¿Tú no lo haces?
─ No, yo no.
─ ¿Por qué no?
─ Porque no me gusta.
Nos sentamos junto a mi mujer. Un hombre arrodillado ora en voz baja. Otra señora mira hacia el altar y no dice nada.
─ ¿Ya nos vamos? ─ me pregunta mi mujer
─ Vamos.
Doblamos en Brickell Avenue.
─ Qué bonito es todo por aquí.
─ Es bonito, sí.
ESPERANZA
Ahora solo jugamos seis tipos. Todos latinos: tres nicaragüenses, un dominicano, un hondureño y yo. El dominicano es el que se encarga de comprar los tickets, hacer las copias, recolectar el dinero y esas cosas.
Antes éramos un grupo de veinte, más o menos. La mayoría eran negros. Un día no quisieron que jugáramos más con ellos. Solo negros, dijeron, medio en broma. Pero no nos querían. No era una broma, nos sacaron del pool sin pestañar. No entiendo el por qué. Nunca ganamos nada cuando jugamos negros y latinos juntos.
En este grupo de ahora hemos logrado algo. Una vez dio para sesenta dólares para cada uno y volver a jugar, restando cinco por cabeza.
Dice el dominicano que los negros tienen una sombra oscura detrás, que están "salaos".
Yo no miro los números, ni siquiera el papel con la fotocopia de los tickets. Los tiro en un rincón, y cuando hay varios acumulados, los echo a la basura.
El dominicano me cuenta lo que hará cuando vayamos a Tallahassee a cobrar el premio. Va a rentar una limosina que es una especie de ómnibus donde nada se ve hacia adentro. En él iremos todos y dos putas, cinco botellas de ron, cervezas, mucho polvo, y "candela al jarro hasta que pierda el fondo".
¿Y qué haremos cuando lleguemos a la oficina de la lotto?, le pregunto casi tímidamente, mientras lo que hubiera querido decirle es: ¿qué pasará en la oficina de la lotto cuando llegue ese grupo tan heterogéneo y borracho, con dos bandidas drogadas?
Recoger el billete, borrachos como perros, pero millonarios, responde.
CARIDAD
La veo casi todas las semanas en el semáforo de la 57 Ave. y el Palmetto Expressway. Viste una falda larga hasta los tobillos, una blusa con dibujos al frente bordados a mano, y una cartera que cuelga hasta caer a un costado, justo en la cadera.
El pelo negro, salpicado de largas canas, recogido en una cola que baja por su espalda. La piel tostada por el sol. La cara de rasgos como tallados en madera. No podría compararla con el mármol, que es una piedra fría y pulida, suave al roce de los dedos. Ella es madera de árbol herido, derribado cuando mostraba su máximo esplendor.
Mira hacia delante a un punto lejano. Inmutable, sin una sonrisa, sin un gesto de sumisión o piedad. Lleva en una mano un pequeño cartel: Necesito darle de comer a mi hijo.
Nada más. Ni gracias, ni God bless you, ni por favor.
El cartel es tan escueto y recio como su cara. Camina entre los carros sin mirar. No extiende la mano. Si alguien le da algún dinero, lo toma con un rápido movimiento, diciendo gracias, estoicamente.
Estoy en la fila de carros para doblar a la izquierda. Pasa junto a mi ventanilla. Mira hacia delante. No bajo el cristal. Se prende la flecha en el semáforo. Sigo a los otros carros. Antes de girar, logro verla de espaldas, por el espejo retrovisor.
Me gusta esta reunión de las tres, y de ellas me agradan mucho Fé y Esperanza.
ReplyDeleteArmando