Abrí los ojos y la luz de la lámpara que
colgaba del techo me obligó a parpadear, hasta que poco a poco me fui
acostumbrando. Después, al ir recorriendo con la vista las paredes, le di un
halón a las correas y el dolor en las muñecas entumecidas me sorprendió. Había
olvidado que estaba atado a la cama. Moví las piernas. La misma punzada en las pantorrillas. Al
mirar hacia los pies, mi amigo estaba parado frente a la cama, observándome.
No dijo nada. Me miró a los ojos y lo dejé
entrar y buscar si es que algo buscaba.
─ Estoy meado, man ─ le dije.
No contestó. Conversar con él es
reconfortante. Uno se siente acompañado.
─ Lo peor son las pastillas, viejo ─ continué ─
Me hacen sentir casi eufórico, con ganas de verlo todo positivamente. Es una
trampa.
─ Tú ─ dijo mi amigo sonriendo ─ Tú estás tan
loco como ellos.
Después se le esfumó la sonrisa y se quedó
mirando a un punto sobre mi cabeza, detrás de mí.
─ Hoy me quitan las correas.
─ ¿Para qué querías el casco?─ preguntó sin
mirarme.
─ No sé bien. Me atrajo, creo ─ le mentí.
Dio la vuelta y salió del cuarto. Volví a mearme.
Al rato entraron un escaparate y una
enfermera.
El escaparate me liberó de las correas y
advirtiéndome que me portara bien, me mandó a bañar.
Son las pastillas, lo sé, esa es la trampa,
porque cuando entré en el baño, tenía ganas de cantar y comer y oler a María.
Pensando y pensando se me puso un poco dura. Tengo que cuidarme para no
volverme loco. Tengo que cuidarme.
Después me vestí con ropa limpia y me llevaron
hasta el comedor y me tragué toda la comida.
No dejé nada, como otras veces. Me sentía bien, la comida me gustó.
Estaban todos en el comedor y gritaban y
tiraban cosas al piso y algunos lloraban. Siempre alguno lloraba. Esos eran a
los que menos podía soportar. Me hacían recordar a mi madre. Es difícil
recordar a mi madre.
La mujer que se balancea comía también, sola,
en una mesa del fondo, y mientras se llevaba la cuchara a la boca se mantenía
rígida, elegante, impenetrable.
María pasó por mi lado y me preguntó que cómo
me sentía. Le dije que muy bien, y siguió caminando mientras decía:
─ Pórtate bien, chico, para que no tengas más
problemas.
Su olor se quedó un instante detrás de ella y
después la siguió.
Cuando llegué al salón, la luz entraba por los
cristales. Mi amigo miraba, inmóvil,
hacia un punto lejano.
Me senté a su lado y estuvimos toda la tarde
mirando la ciudad.
No comments:
Post a Comment