Durante toda la semana acaricié los deseos de
llegar al viernes y no tener nada que hacer: vegetar, flotar por toda la casa
entre el sofá, la TV, el libro en la tablet, buena comida y nada más; no afeitarme, sin calzoncillos, caminando en
plantillas de medias, rascándome despreocupadamente. Cada minuto que pasaba me
acercaba a los dos días del pobre, a las horas sin obligaciones, al tiempo
vacío, para el ocio, para la acumulación de grasa y colesterol. Mis planes eran
no tener planes, "tal vez soñar".
Pero ya es algo sabido de todos que una cosa es
lo que se desea y otra lo que viene. Es como si existiera un ente, una fuerza
oscura que se burla calladamente, sonríe jijijiji, mientras uno sueña. Yo me
hacia ilusiones por un lado, y el oscuro se burlaba de mí por el otro:
─ ¿Qué es lo que pretendes, imbécil? ─ susurraba
mientras me observaba, y yo, que a veces me confundo, lalalala, de lo más
contento.
Puse sobre la meseta de la cocina el Malbec
argentino que había comprado para esta ocasión, busqué la caja del abridor que me regaló mi mujer
hace ya no sé cuántos años y que nunca uso (uso siempre el barato que compré en
un supermercado). Estaban las carnes, el pollo deshuesado, los tomates rojos,
las cebollas, todo listo para el carbón; la música que siempre escucho, la casa
limpia, el polvo sacudido de los muebles.
Las niñas contentas alisándose los pelos con un aparato que me corta la
respiración y ellas lo usan con tanta naturalidad (las niñas abarrotan los
baños de la casa de cepillos, potes de pomadas, más cepillos de cerdas finas,
cerdas gruesas, anchos, estrechos, rojos, negros, largos, más cortos, spray's,
gomas para amarrarse el pelo, perfumes, montones de perfumes, lazos, presillas,
cremas, más cremas), y en un rincón del lavamanos, mi cepillo de dientes,
perdido entre toda la barahúnda.
Pero...¡ay!... mientras todo transcurría tan
acariciadoramente, la cosita oscura se reía de mi, de mi casa, de mi entorno,
nos vigilaba, y no escuché su jijijiji, tan atareado estaba, tan positivo
estaba, tan liviano era todo, y él riendo bajito, gozando conmigo, frotándose
las manos, las patas, jiji.
Nada fue lentamente, paulatinamente, como para
prepararme, poder tomar un respiro, ir asimilando los golpes. Nada de eso.
Jijijiji, sentí detrás de la llamada de
mi mujer, jijiji.
─ Hola, ¿cómo estás? ─ pregunto.
─ No muy bien ─ contestó ella. Jijiji, se
escuchaba a lo lejos ─ ¡¡¡La guagua está
botando petróleo, mucho petróleo, borbotones de petróleo!!!! ─ comenzó a
gritar.
Ese fue el primer golpe: petróleo, guagua, la escuela,
mujer sola, los niños, el tráfico, y yo ¡en Pompano Beach! Yo esperando un tren que no llegaba, y que
por los altavoces repetían:
"El tren seis cero uno, con dirección al sur, está
retrasado, veinte y tres minutos, esté atento para más información".
No eran veinte minutos, ni diecisiete minutos o
diecinueve, ¡eran veintitrés
minutos! Tres minutos que sonaban
como la risita malévola que fui
escuchando sin darme cuenta hasta ese momento. Si hubiesen sido veinte minutos,
¡pero veintitrés minutos era demasiado!
Bueno, tómatelo con calma, histérico de mierda,
gordo inútil, bueno para nada (me decía) mientras caminaba de una punta a la
otra del andén. Y lo peor que sucede en estos casos es que las demás personas
siguen hablando por teléfono como si tal cosa, se ríen, como si el mundo
rotara perfectamente, hacen chistes,
miran a una mujer que contonea las caderas, comen papitas de paqueticos, fuman,
se sacan los mocos. Eso es lo peor, porque para mí, en aquel momento, el mundo
era una guagua que destilaba petróleo, y que tenía que llamar a una grúa y al
mecánico, y yo que adoro a los grueros y a los mecánicos y a las piezas
engrasadas de los motores y a las tuberías que brotan sospechosamente de todas
partes de ese amasijo de hierro. Para mí el mundo se había reducido a un traste
amarillo, siniestro, como un tanque de guerra que chorreaba, inservible,
terrible, en una calle de Miami Lakes.
Ese fue el detonador, la risita mayor del
siniestro que me vigila con ojitos juguetones. Pero, aún en contra de su
voluntad, la guagua llegó al mecánico. ¡¡Ay!!!, un mecánico puede ser un dios,
puede desprender un aura de colores pasteles
a su alrededor, cuando al fin, depositas en sus manos el armatoste (que
para ti solo es el terror sobre ruedas), y te dice, con voz de mecánico (o sea,
de un dios):
─ Déjala ahí, yo te llamo cuando esté lista.
Fuimos a las iglesias. A tres de ellas. Me quedo
sentado, separando los olores, los murmullos, los ecos, y miro a mi mujer
frente al altar, hablando bajito, pidiendo bajito. Adivino lo que está
pidiendo, y no puedo evitar sentir ternura por ella que pide por nosotros, que
deposita un dinero para el bienestar de la casa, por el trabajo. Y, no sé, yo solo observo desde atrás,
apartado, acurrucado en el banco de madera, hundido, inmóvil, viéndola prender
una vela y otra.
Después, desconcertados, llevamos a las niñas a
la casa de una amiga, donde iban a jugar, comer pizzas y ver películas. Bueno,
decíamos, todo se va arreglar, el dinero va y viene, y esas boberías que
siempre se dicen y que nadie cree realmente y... jijiji, otra
vez la risita.
Llegué a una cuadra de la casa a donde nos
dirigíamos y de pronto ¡plaf!, en la pizarra del carro se prendieron
bombillitos siniestros señalando la batería, el aceite, los frenos, ¡todo! El auto comenzó a perder fuerzas y no me
abrían las puertas, no bajaban las ventanillas...
No voy a ser tan pedante explicando cada detalle
de esas catástrofes electrónicas; el caso es que no sé cómo, logré llegar a mi
casa, dos cuadras antes de que muriera mi adorado van blanco.
Saco cuenta: la guagua, rota, el van, muerto como
una ballena impoluta, varada en una playa, y yo...bueno, yo, cagándome en la
madre de todo lo que podía cagarme.
Cuando pude aparcar frente a mi casa y
comunicarme y lograr alguna ayuda y al
fin cerramos la puerta de la calle y nos fuimos a la cama y nos miramos por un
instante, ella me dijo:
─ Duerme tranquilo, mañana todo se arreglará.
Puse el despertador, me lavé los dientes y miré
al techo.
─ Mañana será otro día, claro ─ le respondí con
una sonrisa.
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