Hace más de un año, o dos (ni siquiera recuerdo
bien el tiempo transcurrido) cerraron para siempre, en Coral Gables, un
restaurante que fue para nosotros (mi mujer y yo) un punto predilecto en
nuestras escapadas para dejar atrás, por unas horas, las obligaciones
cotidianas.
Solíamos viajar desde el otro extremo del
condado, casi siempre con una sensación agradable, que, aunque no se nombrara,
nos remontaba a la época ya tan lejana de cuando nos conocimos y recorríamos
las calles y los rincones de la ciudad, jóvenes, asombrados, enamorados.
Entre platos con curry y otros sabores intensos,
conversábamos, hacíamos planes, contábamos anécdotas y criticábamos a casi todo
el mundo. Una tarde, al llegar, leímos un cartel en la puerta que decía
"cerrado".
Volvimos a la casa con un sentimiento de pérdida
que no se evaporó por mucho tiempo. Nos sentíamos huérfanos, no solamente por
la pérdida del lugar clausurado, sino porque una parte de nuestra historia
pertenecía a ese restaurante.
Hoy leí en el periódico un artículo sobre una
exclusiva tienda de muebles de diseñadores que por cincuenta años subsistió
cerca de nosotros, y que cerraba definitivamente sus puertas. Personas de todo
el país (dice la noticia que incluso, de otros países) asistieron a la clausura
angustiados ante la desaparición de un lugar tan especial para ellos.
Puedo entenderlos por mi propia experiencia. Pero
perder es parte del proceso.
La realidad es que fue el artículo del periódico
lo que provocó que comenzara a escribir todo esto. Me quedé pensando en aquel
período ya tan lejano y me asaltaron las ideas y algunos recuerdos.
Ya el restaurante clausurado en Coral Gables se
ha perdido en mi memoria. No es que no recuerde nada de aquella época (de
hecho, es por recordarla que estoy escribiendo) sino que lo que importó en otro
momento, dejó de tener sentido, pasó a otro nivel.
Por ejemplo: desde que llegué a este país,
mantuve una correspondencia postal con mi madre que aún me produce asombro por
la cantidad de cosas que nos decíamos al escribirnos tan regularmente. Hoy no
sabría mantener una conversación de quince minutos seguidos con ella (preguntar
cómo te sientes, cuándo vas al doctor otra vez, o cómo está mi hermana, no dura
más de tres minutos).
El que lea esto, creerá que soy o me he convertido
en una especie de monstruo insensible. No es así, precisamente, aun cuando una
tarde arrojé la vieja maleta donde guardaba todas sus cartas a la basura.
Siempre me ha gustado coleccionar objetos de
arte. En todos mis viajes compro algo que después adorna de alguna manera un
rincón de la casa. Son piezas que significan una historia, una época y muchos
recuerdos.
Viví hace muchísimo tiempo con una mujer que al
irse de la casa, me pidió o me exigió, no lo recuerdo muy claramente,
compartirlo casi todo. Como lo más
importante para mí era terminar con aquello, le permití llevarse lo que
quisiera. Cuando regresé, mi colección de piezas prehispánicas, mis íconos
mayas, incas y aztecas, habían desaparecido. Al día siguiente lo olvidé todo
(reproducciones incluidas).
Con el paso de los años, continué coleccionando
hasta que paré. Ya no lo hago por varias razones. La principal de todas es que
no me produce la misma alegría que antes el poseer otra máscara africana, o una
cerámica olmeca. Las otras son más realistas: falta de espacio, tiempo y sobre
todo, dinero.
Así pasó con el querido restaurante que tantos
recuerdos albergaba: lo sustituimos por otro (si no igual, muy parecido).
Ahora, cuando lo visitamos, disfrutamos del canal con iguanas que tiene al
fondo y llevamos a Rosy, que adora la comida hindú. A Nataly, antes de llegar,
le compro chicken nuggets y papas fritas, porque no le gusta otra cosa, y así
compartimos la misma mesa.
En ese nivel estamos ahora.
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