Era un verano intenso y fuimos a Naples a llevar
a los niños y a disfrutar del mar. Toda una pequeña tribu: Nataly, Rosy,
Gianna, Jonathan, Mariana y yo. Rosy, inquieta como siempre, impredecible;
Gianna, pequeña, extrañando a los padres que estaban de vacaciones en NY hacía
una semana y la dejaron a nuestro cuidado;
Nataly, distante de todos, como una reina, y Jonathan, callado, molesto,
introspectivo porque lo arrancamos de sus juegos electrónicos.
Recuerdo varias cosas de aquel paseo. Una de
ellas fue la sensación que sentí al cargar un pequeño caimán, y cómo era de
suave su piel en la barriga y lo indefenso que parecía. Otra, las broncas
constantes de los muchachos por ver determinada película en el televisor del
carro, por unas papitas de paquete, porque una quería ir a un parque y la otra
al zoológico, una quería helado y Jonathan pizza, porque una le pegó a la otra
(el tormento común de tener niños; la insondable vida familiar). Y lo que más
recuerdo es una galería de arte.
Salimos todos del mar. Todos ayudaban llevando algo: Mariana,
agarraba de la mano a Gianna, Nataly y Rosy, una toalla cada una y Jonathan, la
sombrilla. Yo, por mi parte, cargaba dos sillas plegables, la nevera, una bolsa
con cucharas desechables, servilletas, protectores para el sol, palitas de
colores, dos cubos, moldes en formas de castillo, de carrito,
de peces, de estrellas, pelotas desinfladas, chancletas, los celulares,
la cámara fotográfica, las llaves del carro, los caracoles, piedrecitas y
conchas que habíamos colectado, los pañales desechables de Gianna, pomos de
leche, cremitas para el culo, mayonesa, mostaza, compotas, residuos de
galletas, los espejuelos de sol que Mariana se compra y después no usa, el
libro que, iluso de mí, pensé leer en la arena.
Habíamos dejado el carro a unas cuadras de
distancia, cansados de dar vueltas para encontrar un espacio donde aparcar.
Íbamos de regreso en su busca, cuando pasamos por el frente de una galería que
exhibía unos muñecos espantosos en forma de payasos con pelotas de colores,
payasos en paracaídas, payasos montando bicicletas, payasos tristes, alegres,
idiotas, payasos y más payasos.
Cuando Rosy y Gianna vieron aquellos engendros,
quedaron catatónicas, emocionadas, paralizadas ante tanta belleza colorida, y
sin más, vi a toda mi tribu empujando la puerta de cristal y penetrando en ella
como una manada de búfalos.
Como pude, dejé en la acera las sillas, las
chancletas, la bolsa, y entré, sacudiéndome antes un poco de la arena que
cubría mis piernas. Ya adentro, comprobé que era una galería sofisticada, y que
además de payasos, había peces de cristal, tortugas de cristal, manatíes,
manadas de manatíes de cristal, garzas, patos, boas, cocodrilos de cristal,
toda la fauna de los Everglades en diferentes tamaños y tonalidades. Quedé
anonadado ante todo aquel espectáculo cristalino, expuesto en armarios con
luces y detalles exquisitos.
Por supuesto, no habían pasado tres segundos de
nuestra inmersión en aquel universo brillante y delicado cuando apareció, como
un hada alada de alguna dimensión desconocida, una hermosa mujer, toda vestida
de negro, que con cara de terror y una sonrisa que parecía un grito contenido,
nos preguntó qué deseábamos.
Mientras el hada hacía la pregunta, por encima de
su susurrante voz, se escuchaban los alaridos de Nataly porque Rosy casi tiraba
al suelo al payaso que montaba bicicleta, y más allá, al fondo, Gianna pedía a
gritos, que le compraran el que llevaba
en una mano varios globos de colores. Mientras, Mariana trataba de explicarle,
sin éxito, que aquello valía más de tres mil dólares.
Por un instante, como si mirara todo en cámara
lenta, tuve la visión real de mi querida tribu: sucios de arena, chorreando
agua salada sobre el suelo impecable, hablando a gritos un
inglés-español-hialeah-poey-jaimanitas, vi las carísimas figuras amenazadas por manos y pies
descontrolados, y los ojos suplicantes, grandes, azules, aterrorizados del hada
vestida de negro.
Con la voz quebrada y el acento del Boston más
civilizado, me explicó (los demás deambulaban a su antojo entre las piezas en
exposición) que por favor, cuidara que los niños no rompieran alguna cosa. Yo,
automáticamente lo traduje mentalmente a un idioma más familiar, más natural,
digamos: ¡por favor, recoja a todos esos animales salvajes y lárguense de aquí!
Siempre me sucede que ante una mujer hermosa me
pongo gago y parezco aún más imbécil. Balbuceé algunas palabras de excusa con
mi inglés terrible, y salpicando arena y amenazándolos a todos, logré, después
de largos minutos de batalla, sacarlos de la galería.
Mientras volvía a recoger de la acera la bolsa,
las chancletas, las sillas plegables y la nevera, pude ver cómo el hada vestida
de negro corría hacia la puerta, pasaba el seguro, y sin mirarme, apretando
los labios, colgaba un cartel con una
cadenita dorada, al pomo de la cerradura, que decía: "Sorry, we are
closed".
Simpático. Muy agradable.
ReplyDeleteArmando