Sunday, December 1, 2013

Estaciones


Cuando se vive en una ciudad como Miami, estos días cortos, de  brisa fresca, son como si llegaran a la casa gente querida  desde otras tierras. Se tiene una sensación algo ingenua de vida nueva, de calles imaginadas, de olores a cocinas cálidas, de un mueble que acuna y acomoda.
Sigo mi rutina como si nada pasara, como si no me enterara al mirar por una ventana o al abrir la puerta, que los árboles se mecen con otra cadencia, que el color tiene un brillo nuevo, y lo que leo, lo interpreto con una nostalgia que después va un poco conmigo a todos lados.
Estoy en la estación de Cypress Creek. No tengo a mi alrededor a ningún tipo de mi trabajo. Salieron todos antes. Media hora antes, para tomar el tren que pasa a las doce. Ahora son las doce treinta y cinco. Allá, una familia con varias maletas. El hombre conversa con la mujer. No para de decirle cosas. La mujer no contesta nada. Por momentos, asiente con un ligero movimiento de cabeza. La mujer vigila a dos niñas que corren, gritan, alborotan.  Las niñas vienen hasta donde estoy. Me miran. Les sonrío. Vuelven a correr.
Un tren de la línea Amtrak cruza hacia el norte por la vía del sur, donde yo espero. Es ensordecedor. Las niñas se abrazan a las piernas de sus  padres. La velocidad levanta algunas hojas, papeles, polvo.
Lo sigo con la vista. Lo veo perderse en una curva.
Regresa el silencio, interrumpido por los gritos y las risas de las niñas. En Londres, en St. Pancras International Station, tomamos hace años un tren que atravesó  el túnel del Canal de la Mancha  y nos dejó en Paris. Puedo recordar el frío en  la estación de Gare du Nord cuando caminábamos hacia la salida,  y a un lado, las flores. Había de todos los colores, de texturas diferentes.  Una mujer las rociaba con una botella de agua y las acomodaba en cubos de metal. Recuerdo que mirábamos aquellas flores y la mujer,  impaciente, esperaba a que compráramos algo o nos largáramos. ¿Compramos aquella tarde alguna flor? Eso no lo recuerdo.
Me quedo observando  las rocas que cubren los espacios entre los rieles. Son de colores grises, negras, también las hay cremas, con pintas como pecas. Un día estaba en este mismo lugar, mirando las mismas piedras y pensando, tal vez, en otras cosas, cuando se paró a mi lado  Guillermo, un tipo con el que he trabajado por más de veinte años. En esos días el también usaba el tren.
─ Hoy es el último día que subo al traste este, a partir de la semana que viene, voy a venir en mi carro ─me dijo de pronto.
Recuerdo eso. No sé qué tendrán en común  las piedras con ese instante. Una tarde, al salir, Guillermo frenó a mi lado su carro y me trajo hasta la estación. Al lado de la palanca de los cambios, descansaba una pistola negra, brillante.
─ A mí no me sorprende nadie. El que venga a joderme, lo jodo yo primero ─ dijo al ver que el arma había llamado mi atención.
Cuando me bajé de su carro, respiré un poco mejor.
Una semana después, bañándose en su casa, le dio un stroke.  Ahora no habla, no se mueve, con los ojos trata de seguir a las personas que lo atienden, hacia la izquierda, arriba, a la derecha, un poco más allá.
Anuncian por los altavoces que el tren arribará en cinco minutos.
Primero lo dicen en inglés, después en español.


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