Mario se dirige a la casa de su madre. Conduce despacio, escuchando un CD en el equipo del carro que se ha repetido ya varias veces. Mario sigue las canciones, una detrás de la otra, automáticamente. Alza un poco la voz o tararea lalala, cuando la canción lo requiere.
Frena en la luz roja del semáforo. Su carro queda de primero, en la intercepción entre su ciudad y la ciudad donde vive la madre. Una calle separa a las dos ciudades. Mira las casas sin árboles, planas, protegidas por rejas y barrotes en las ventanas. Mario dejó atrás los árboles a los lados de la carretera, las sombras en el asfalto, un lago. Ahora lee anuncios de contiendas políticas antiguas, se vende un juego de cuarto moderno de formica nuevecito por mudanza, tortillería, carne asada, "todo en especial hoy día".
Llega al edificio. Cruza despacio el gran charco de agua acumulada que cubre casi en su totalidad el parqueo. Apaga el carro. En la acera del frente, varios hombres ríen, gesticulan y gritan, alrededor de una mesa de dominó. Agarra el celular, las llaves y antes de cerrar la puerta, revisa dentro del auto. Tengo las llaves, la cartera, las puertas cerradas, murmura.
Mario camina lentamente hacia el apartamento que se encuentra en el segundo piso. Sube las escaleras, apoyándose en la balaustrada de mampostería. Cuando alcanza el pasillo, se dirige a la primera puerta.
Antes de tocar, lee en una pequeña foto pegada a la madera: en esta casa hallarás amor, dice, debajo de una pintura de un Jesús, señalando su corazón cubierto por llamas. Mario da unos golpes, suavemente, en la puerta. Espera. Vuelve a tocar un poco más fuerte.
Escucha unos pasos. La puerta se abre.
─ ¿Por qué no abriste con tu llave? ─ dijo la madre al verlo.
Mario sabía que iba a escuchar esa frase. Siempre la repite cuando le abre la puerta.
─ No lo pensé ─ contestó.
Era lo que decía cuando su madre preguntaba.
La madre se acercó, esperando un beso. Mario le dio un beso en la mejilla. La madre olía a violetas y a talco.
Sacó el teléfono del bolsillo, las llaves, y lo depositó todo sobre un plato de porcelana que descansaba sobre la pequeña mesa del centro. El plato tenía dibujado un negro estilizado tocando un saxofón. La figura del negro se inclinaba hacia atrás, mientras ladeaba la cabeza con el instrumento agarrado por unos brazos largos como sombras.
Se sentó en la esquina del sofá y uno de los cojines lo acomodó sobre las piernas.
─ Está bonito ese plato ─ dijo Mario.
─ Me lo regalaste tú.
─ ¿Yo?, no lo recuerdo.
`─ Cuando me mudé para este departamento, ¿no te acuerdas?
─ No, no lo recuerdo ─ contestó.
Se quedaron en silencio. La madre se acomodó en su sillón favorito. Puso en su lugar una pequeña libreta de teléfonos, dos pomos transparentes con pastillas, el celular y un vaso, que estaban sobre la mesa, al lado del sillón.
─ ¿Quieres que te prenda el ventilador?─ dijo la madre.
─ No, no hace falta ─ contestó Mario.
─ ¿Quieres que te caliente un buche de café?
─_Sí, y me das un poco de agua también.
La madre abrió el refrigerador. Sacó una botella de Coca-Cola llena de agua. Buscó un vaso en el estante, arriba del fregadero y lo llenó con el líquido.
─Tu vaso. De ese no toma nadie más que tú.
Mario observó el vaso de plástico con dibujos de piñas amarillas y verdes.
─ ¿Está sucio?─ preguntó la madre al ver que le daba vueltas al vaso delante de sus ojos.
─ No, miraba los dibujitos.
La madre regresó a la cocina.
Mario se levantó del sofá y se acercó a un cuadro colgado en la pared. Escrutó los ojos de Jesús, de un azul transparente, un poco cansados. La mano, lánguida, delicada, rodeaba el mismo corazón envuelto en llamas que adornaba la puerta de entrada; el marco dorado. Debajo, unas flores de plástico, con los tallos hincados en una pieza de foam dentro de un jarrón de color verde brillante.
La madre trajo la taza de café. Bebió un pequeño sorbo.
─ ¿Está bien de azúcar?.
─ Sí ─ contestó Mario.
Estaba amargo. También estaba frío.
─ Cuando puedas, necesito que me pongas en hora el reloj de la cocina ─ pidió la madre.
─ ¿Está atrasado?
─ Desde que cambiaron la hora.
─ Pero de eso hace ya tres meses, o más, ¿no?─ dijo Mario tratando de recordar cuándo fue el cambio de hora.
─ Sí, hace meses, pero no lo alcanzo y esperaba por ti.
Mario fue a la cocina. Levantando un poco el brazo, alcanzó el reloj sobre el marco de la pequeña ventana que daba al pasillo. Lo atrasó una hora. Cuando lo iba a poner en su lugar, la madre lo interrumpió.
─ Espera, déjame pasarle un trapo, que está lleno de polvo.
Mario observó a su madre limpiando el reloj.
Volvió a su lugar en el sofá.
La madre también se sentó en su sillón.
─ ¿Cómo estás? ─ preguntó Mario.
─ Bien, en lo que cabe ─ contestó la madre.
─ Me tengo que ir─ anunció Mario.
─ Bueno, dale un beso a las niñas y a tu mujer─ dijo la madre.
Le dio un beso. Volvió a sentir el olor a violetas y talcos.
Arrancó el carro. Puso la cartera junto al celular en un compartimiento entre el asiento y el del pasajero. Salió del parqueo. La madre, parada en la baranda de la escalera, le dijo adiós con la mano. Sonó el claxon para responderle.
Dobló hacia la derecha, camino a su casa. El CD volvió a sonar, automáticamente, Mario tarareaba lalala. Paró en el semáforo. Delante de él, la calle con árboles, las sombras sobre el asfalto.
Cruzó el punto que separaba a las dos ciudades. A su derecha, un lago. Pudo ver dos cisnes y un kayak amarillo amarrado a la orilla.
─ Lalala ─ tarareó, poniendo atención al tráfico.
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