Yolanda no podía siquiera escuchar la
palabra rana. Le daban escalofríos, se le erizaba la piel y en ocasiones, se iba de casa
huyendo abruptamente, ante mi imprudencia, dejándome una sensación de pena; la
misma que sentía cuando en la radio, una voz engolada anunciaba en las tardes:
y ahora, la voz que a usted le gusta, la de Javier Solís... y comenzaba aquella canción: payaso, soy un
triste payaso...
Su casa quedaba junto a la de tía
Gabriela, en la calle 4ª, al lado del puesto de la vianda. Fueron las mejores
vecinas, las grandes amigas, hasta el día que Yolanda criticó algo de Gabriel,
mi primo. Eso trajo la discordia entre las dos, y se pelearon a muerte. Más
bien fue tía Gabriela la que se disgustó para siempre. Yolanda continuó
sin hablarle el resto de su vida, porque no se le ocurrió nada diferente
para evitarlo.
Genaro, el esposo de Yolanda, poseía
un pequeño terreno en la calle F, entre la 3ª y 4ª donde sembraba vegetales, hortalizas y frutas
para vender, al que llamaban La finca de Genaro, menos en mi casa. Allí su
finca era simplemente La finca de Yolanda. Nunca supe el por qué le llamábamos
La finca de Yolanda, si ella ni se asomaba a la cerca porque decía que
"aquello está lleno de ranas y bichos".
Yolanda entraba a la casa trayéndonos
tomates, dos mangos, ajíes y cualquier nuevo acontecimiento. Contaba historias
de los vecinos; sabía de todas las peleas, los engaños, al que se llevaban
preso, el que vendía, el que robaba, conocía a la mujer golpeada por el marido,
el que era maricón, los que hacían brujerías.
A mí me encantaban sus anécdotas, su
chismorreo de barrio, los cuentos de su juventud, su risa y su terror
irracional a las ranas, a todo lo que se arrastra, a cualquier animal que
conviva entre la hierba, en los árboles, en las hojas.
Desde siempre, en el lugar más
inoportuno, en el rincón olvidado o debajo de cualquier mueble, vivía con
nosotros un sapo verde-amarillo, de goma,
que cuando se apretaba, emitía un sonido, abría una boca desmesurada y
estiraba las patas traseras.
Con solo mostrárselo desde lejos,
Yolanda salía corriendo o me rogaba que sacara a ese bicho asqueroso de la
casa, que hacia crroooag, tan amenazadoramente.
Genaro fumaba un tabaco eterno. Por
la mañana, en la tarde, por las noches, el tabaco era parte de él, como su
expresión de hombre recio, molesto por todo, con rabia hacia todos. Yo lo
evitaba, porque me era intimidante la forma que tenía de mirarme cuando nos
cruzábamos en su casa. El patio de su casa, tenía una arboleda de matas de
aguacates, mangos, guayabas, chirimoyas, plátanos. Era un lugar donde las
sombras y el fresco, me despertaban historias de aventuras, de fantasmas, de
fieras salvajes acechando, donde podría haber tenido las más feroces batallas,
pero que nunca pisé; era para mí la tierra vedada, el mundo de Genaro.
Yolanda hacía panetelas para vender.
De vez en cuando, reservaba un pedazo,
que me servía, sermoneándome por las maldades que le hacía, "con
esos bichos horribles", molestándola, asustándola. Mientras comía,
escuchaba sus recriminaciones sin responder una sola palabra. Allí en su casa,
me hablaba de tía Gabriela, de lo abusador que era Gabriel, de otros vecinos.
Yo solo escuchaba y tragaba.
Recuerdo una tarde que llegué
buscándola, (esperando un pedazo de panetela), que marcó en mi memoria la
última vez que entré a aquel lugar. La
casa, como siempre, estaba abierta. Fui hasta la cocina llamándola. No
contestó. Aun sabiendo que ella no estaría en el patio, donde podría
encontrarse con sus odiados bichejos, me asomé a la puerta de aquel universo
vedado para mí.
Genaro, sentado en una silla,
descalzo debajo de un árbol, fumaba su tabaco. Estaba tan absorto mirando hacia
un punto frente a él que no notó mi presencia. La expresión de su cara se había
suavizado y parecía un viejo cansado y triste. Sin hacer ruido, me di la vuelta
y volví a la calle.
Al día siguiente lo encontraron
muerto sobre un surco de lechugas, en su finca.
Los recuerdos son confusos. Alguien
entró gritando la noticia. Corrí hacia allí y cuando llegué, cuatro hombres cargaban
a Genaro. No fueron los gritos de
Yolanda, ni su ropa cubierta de tierra, ni las manos, ni los brazos enfangados,
ni las piernas manchadas lo que más recuerdo.
Aun hoy, veo perfectamente que los
hombres se abrían paso entre la gente del barrio, conglomerada, curioseando en
la calle. Agarraban el cuerpo de Genaro por las piernas y los brazos y la
cabeza colgaba hacia abajo, como un muñeco roto y sucio. La cara era gris, con
pegotes de barro. Los ojos abiertos, asombrados, mirando hacia el cielo. Por un
lado de la boca, chorreaba una baba color de chocolate y grumos de tierra.
Al pasar frente a mí, vi los huecos de la nariz y de la oreja,
taponeados de fango húmedo.
Cuando se lo llevaron y todo volvió a
la normalidad, entré, cautelosamente, al terreno. Brinqué sobre los surcos, palpé los tomates, las hojas, las
enredaderas de frijoles, vi los instrumentos, una pala, un azadón, la manguera
rota, dos cubos, una carretilla, un periódico con una piedra encima, un tanque
de metal lleno de agua, un machete.
Después, no recuerdo nada más.
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