Saturday, December 21, 2013

Jueves


Es jueves y no trabajo. A las 5:30 am dejé un mensaje en la oficina. No quiero hablar con mi jefe. Miento mejor a la máquina. Estoy enfermo, le digo, muy enfermo. Cuando cuelgo el teléfono le sigo hablando, esta vez con toda mi alma: ¡fuck you!  Y me siento bien. Es bueno decir cosas soeces en algunas ocasiones. Descongestiona, suaviza los músculos.
Todos han salido de casa. Estoy solo con la gata. Tomo café, abro la computadora, miro casas lindas, piscinas, espacios públicos minimalistas. Los lugares grandes y abiertos me causan un efecto agradable. Al igual que las decoraciones planas, las líneas rectas, también las curvas suaves, los colores ocres, el vacío. La mezcla de materiales disímiles: el cristal con el metal, la piedra y la madera, el cemento, el plástico, tornillos a la vista.
Llega Mariana y nos vamos a desayunar a nuestro lugar favorito. Dice que siempre que venimos, se siente arropada, confortable. Cuando hablaba podía haberle dicho que yo también, pero me callo. El amor entre nosotros está rodeado de olores a comidas, texturas, sabores de diferentes países. Nos contamos historias simples, historias de niños, de nuestras niñas, de viajes que repetimos en las conversaciones una y otra vez.
Comparamos las vidas nuestras con las de otros. Hay momentos en que somos más afortunados. Hay otros en que nos creemos infelices. Es una balanza que se inclina hacia un lado hoy, al otro mañana. Cuando contamos los años transcurridos, siempre nos asombramos, como si el tiempo hubiera transcurrido en ese instante y es cuando nos alerta. Todavía nos asombran cosas y creo que eso es bueno.
Entramos a una tienda. Es imposible que me libere de entrar a una tienda. Las tiendas son como un castigo. Y mi mujer es tan feliz en ellas. Entra aquí, mira allá, toma esto, deja aquello, compara  las fechas, los precios, va al lugar de los especiales. Se olvida un poco de mí, no escucha mis protestas, lo caro que encuentro todo, mi pelea constante, mi susurro inútil.
Yo arrastro el carrito y espero a la entrada de cada isla, de cada pasillo.
Observo a las mujeres. En una tienda hay diez mujeres por un solo hombre. Eso puede ser un espectáculo hermoso. Miro y comparo. A veces hay maravillas. Puedo ser un poco infiel en estos casos. Tenía un amigo que me decía que a su edad, solo respiraba profundamente y se llevaba el perfume de la que pasaba a su lado.
Viene caminando por el centro del pasillo una mujer policía. Camina y se exhibe. Puede hacerlo. Hasta el cinturón con la pistola, la pistola taser, las esposas, una linterna, un walkie talkie, esposas de plástico; todo eso le queda lindo. Es tan peligrosa esa mujer. Me mira. Yo la miro y creo que mi cara es la de un estúpido. Su mirada es de: te estoy vigilando, cabrón. Cruza por delante de mí. La sigo disimuladamente con la vista. Tiene el pelo recogido con una cinta roja en forma de lazo de navidad. Qué adorable policía, pobre del que caiga en su poder.
Estoy otra vez en la casa solo. Voy a la cama y me acuesto boca arriba, mirando el techo. Al rato cierro los ojos. Es todo un plan para soñar. Ya lo tengo comprobado. Esa posición y comienzan las imágenes que se entrecruzan, se alargan, chorrean. Dentro de ellas, me llega el lenguaje, el color, y después es casi imposible llevarlas a un texto, formar una idea, recrearlas.
Me levanto y voy a la laptop. Escribo: es jueves y no trabajo...
No lo logro, como siempre. O sí: logro otra cosa. Busco palabras en Google, rectifico. ¿Conforme?  Nunca lo estoy. Veo una imagen, siento hasta el olor. Se contorsiona delante de mí. Se burla.  



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