Cuando supe que mi nuevo lugar de
trabajo sería una habitación cerrada, con
puerta eléctrica y aire acondicionado, me invadió la alegría. No tendría
miradas inoportunas, escucharía el sonido de la puerta al deslizarse ante
cualquier intruso y sobre todo, no habría ningún o muy poco contacto con los
demás trabajadores.
Inmediatamente, comencé a hacer
planes. ¿Planes de trabajo? No, para
nada. Planes para leer más, escribir más, y crearme un espacio donde me
sintiera a gusto y a donde quisiera arribar con optimismo cada mañana, después
del acto terrible de madrugar.
O sea, un espacio humano, como debe
ser.
Tarareando el estribillo de una
canción del grupo Niche, (que Mariana odia), fui seleccionando los libros que
llevaría, los cargadores de la tablet, del teléfono, mi libreta de notas, y
hasta el manuscrito mecanografiado de una novela espantosa que terminé hace más
de veintisiete años, y que se ha convertido en la guía que me demuestra cuánto
hay que aprender para escribir algo que valga la pena.
Es más, voy a confesar que empaqué
parte de mi colección de figuritas y personajes fantásticos para rodearme de
las cosas que me gustan. Puse en mi mochila (escondido de Mariana) los
esqueletos de dinosaurios que robé de una tienda en el zoológico, mi Batman
preferido (dejé dos más en la casa), una pequeña ánfora griega que traje desde
Atenas hace veinticinco años que me serviría para poner bolígrafos, lápices y
otros andariveles; dos autos de carrera, Tow Mater, la vieja grúa de la
película Cars, varios monstruos galácticos, el Pinocho de madera, Mike
Wazowski, el ojo verde de Monsters, Inc, y al Cojo y Muerte Negra, sendos
caballos con corazas en forma de carabelas, (a uno le falta una pata).
Comenzó la construcción y tuve que
trabajar más de dos meses con un calor insoportable, entre tornillos tirados
por el suelo, maderas, trozos de metales, polvo, gritos, ruidos, taladros,
martillos, más gritos de los constructores, y lo peor: la supervisión de uno de
los jefes más siniestros, de los tantos que hay por aquí.
Pero a pesar de todo, era feliz.
Sobreponiéndome a las molestias, imaginaba cómo sería mi vida laboral cuando
todo terminara, y en varias ocasiones hasta complicados pasillos de baile
ejecuté, al comprobar que nadie me observaba.
Uno de los días, derritiéndome de
calor y cubierto de un polvo blanco que lo cubría todo, me acerqué al siniestro
mayor y tímidamente le pregunté qué cuándo instalarían el aire acondicionado.
No puedo olvidar la cara de satisfacción que se le dibujó al contestarme que
eso sería lo último que se haría. Hice un gesto de aprobación con la cabeza y
me retiré a mi rincón, haciéndome la promesa de no preguntarle nada más.
Ya estoy instalado. Bauticé el lugar
como The White House porque las paredes son blancas, y se levanta, imponente,
en el centro del almacén.
En un espacio, frente a la máquina,
colgué una reproducción de Campo de trigo con cuervos, de Van Gogh, Mujer
frente al espejo, de Picasso, y varios dibujos de mis nietas y de Joel Núñez,
un amigo, además de excelente pintor.
Mike, el tipo que trabaja en el turno
de la noche, por su parte, colgó un almanaque con mujeres medio en cueros,
posando paradas o subidas sobre autos de lujo, una foto de Bob Marley y otra de
una mulata haciendo propaganda de un vino, vestida con un traje de bucanero. La
rubia que posa en el mes de abril, que es el de mi cumpleaños, me produce
extraños pálpitos en el pecho cuando la veo. Trato de mirarla lo menos posible.
Pero todo estuviera perfecto si no
fuera porque, al estar tan encerrado, he perdido la señal de Internet y además,
casi no me puedo comunicar por mi celular. Alguna que otra vez, entra la señal,
pero la mayoría de las veces, no.
Creí que iba a enloquecer. No estar
conectado a la red es algo trágico para mí. Pero no puedo hacer nada al
respecto. Cuando necesito buscar alguna cosa, voy al baño, y en ese tiempo, sentado en
la toilette, navego por la red.
Y aquí estoy, de lunes a viernes,
desde las 6:00 am hasta las 3:30 pm, trabajando, leyendo, escribiendo, tratando
de pasar desapercibido, rodeado de mi ecléctica decoración, dentro de mi Casa
Blanca particular, hasta que venga otro cambio o hasta que uno de los
siniestros me detecte.
Nueve horas y media es mucho tiempo sin saber del mundo.
ReplyDeleteQue refrescante leerte amigo.
Gracias.
gracias a ti Gino.
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