Tratar con mecánicos, es igual que
hacerlo con los doctores: es como pisar terreno pantanoso. Uno no sabe hasta
dónde es el alcance de la verdad o el de la mentira.
Cuando, por necesidad, llego frente a
un mecánico, alguien como yo, que al levantar el capó de un carro, duda, de
cuál es el tubo por donde se echa el aceite o donde va el líquido del radiador,
me siento a su merced.
Cuando un mecánico me indica,
señalando el motor, los problemas que ha encontrado, es más o menos la misma
sensación que he tenido cuando regreso a la consulta del médico, para que me dé
el resultado de los análisis. Estoy a sus pies, esperando, ansioso, lleno de
temores, atento a su cara, al mínimo gesto que delate una mala noticia.
Siempre pienso que algo no está bien,
que me voy a enterar de cosas que no quisiera escuchar. Y me da pánico.
No sonrían al leer esto, no crean que
es solo un relato más para el blog que escribo siempre medio en broma, medio en
serio. Esto es serio. Siempre sucede. Temo a los mecánicos tanto como a los
doctores.
Mejor dicho, les temo más a los
mecánicos que a los doctores.
El médico, trata conmigo de mis
problemas. Algo siempre tiene lógica en lo que diagnostica, porque todo tiene
que ver con lo que me sucede, con los males que voy padeciendo, soportando y la
mayoría de las veces, esquivando. Ya el daño, de alguna manera, se ha
convertido en compañero, es un conocido que duerme en mi cama, se ducha
conmigo, que comemos juntos, que despertamos unidos.
Con el carro, el diagnóstico casi
siempre parece hiperbólico. Un carro es una cosa maravillosa que uno posee,
mientras se enciende cuando quieres que encienda, cuando te lleva desde el
punto A al B y de nuevo te regresa sin contratiempos al punto A. Todo está bien
cuando abres la puerta de la casa, apurado, y allí está, esperando, y te
acomodas en él y enciendes la radio, el aire acondicionado y mientras uno va
pensando en cualquier cosa, se desliza
por las calles.
Pero cuando algo falla, cuando esa
máquina dócil que era tu esclava decide rebelarse, todo cambia. Y cuando digo
todo, es todo.
No es solo un pedazo de lata dando
problemas. Es que se nubla el cielo, las personas que te rodean dejan de
parecerte interesantes, el aire se hace pesado, la risa ajena parece burla.
Un carro descompuesto cambia la vida.
Que digo la vida, cambia tu forma de pensar, tu filosofía, hasta la visión
política. Interfiere en la vida amorosa, en los recuerdos más antiguos, en el
trato con la familia, con los animales, los amigos, los vecinos (esto de los vecinos
es literatura: jamás tengo trato con los vecinos).
Nunca he sido más libre que cuando he
visitado lugares donde el transporte público es primordial. En donde, para
llegar a cualquier lugar, solo he tenido que abordar un metro, después subir las escaleras y encontrarme cara a cara
con la ciudad.
Cuando conocí a Mariana, ella
trabajaba en una oficina en Kendall. Yo
descansaba viernes y sábado. Cuando ella terminaba, el viernes, allí estaba,
esperándola. Dejábamos su carro en el parqueo del edificio y salíamos en el mío
a disfrutar la noche.
No fueron una, o dos; fueron muchas,
las veces que, ya de madrugada, felices, cansados, regresábamos a mi casa, y al
aparcar, nos mirábamos, gritando al unísono: ¡el carro!
Nos habíamos olvidado por completo
del traste, que quedó en el otro extremo de la ciudad. Frustrados,
teníamos que volver, para recogerlo.
Pero bueno, ya no voy a seguir
dándole vueltas a lo que me motivó a escribir todo esto. Fue el dolor de pagar
más de cuatrocientos dólares por un arreglo, que ni siquiera sé muy bien que
es.
Hablé con el mecánico sobre el tema,
pero no entendí nada.
Está agradable, simpático. Vaale, Marco. Armando
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