Wednesday, March 26, 2014

Encuentro cercano con un policía pigmeo.


Aquella noche regresaba de vuelta al tráiler, cansado, después de trabajar horas enteras limpiando oficinas, baños cagados, quitando el polvo, pasando la aspiradora por pasillos interminables, recogiendo basura.
Lo hacía tratando de relajarme, obligándome a pensar en cosas positivas, yendo por el Palmetto Expressway; pero era imposible pensar en cosas positivas.
A esa hora,  la ciudad dormía, los esclavos  descansaban para recuperar fuerzas. Otro día de labores les esperaba.
Ellos dormían y yo ni eso podía hacer. Tenía que llegar al cajón de lata mugriento que era mi casa, para darme una ducha y caer en la cama. Tendría que despertarme otra vez, a las cinco de la mañana, para ir a la factoría, y después, otra vez, en la tarde, a limpiar la mierda de otros.
Pelearía con mi mujer, como cada noche, como cada día, como cada instante. Gritaríamos, la odiaría, nos pegaríamos, me odiaría, la vería llorar, la vería  fingir que lloraba.
Al final, templaríamos con rabia, con odio.  Con el placer y el odio que arrastramos, mezclados  como agua sucia, como nuestra relación.
Así  iba pensando mientras me dirigía hacia la próxima salida, en Okeechobee Rd, que era la mía.
Miré por el retrovisor.  Se acercaba un carro de policía con las luces puestas. Me aparté instintivamente del carril.  Me sobrepasó a más de cien millas por hora. Salió por el mismo Exit al que me dirigía.
Contento de que no era conmigo su tormento, seguí mi camino.
Bajé en Okeechobee Rd.
Allí estaba el carro de policía volcado, incrustado contra otro auto y un signo de Stop, derribado.
El chofer del auto chocado se bajaba, imagino que muerto de miedo, mientras el policía, medio aturdido, le gritaba. No entendí lo que gritaba. Estaba recostado, maltrecho, al maletero.
Como la cosa no era conmigo y como le tengo un odio visceral a  los que imponen la ley, que son unos hijos de putas, continué  tranquilamente, contento de ver al cabrón que casi me desbarata hacía dos minutos, todo magullado, como un perdedor.
Doblé hacia la izquierda. Me dirigí hacia el campo de tráiler donde vivo. Que se joda; ¡que se jodan los policías!, gritaba eufórico, sacando la cabeza por la ventanilla abierta y sintiendo el olor a aceite y de agua estancada que inundaban el barrio. Más o menos de esa forma iba, cuando veo por el retrovisor unas luces rojas y azules, muy cerca, casi empujándome por detrás.
Me arrimé  a la derecha y activé  los intermitentes. Quise salir del carro.
─ No salga del auto ─ anunció una voz  robotizada ─ no salga del auto ─ repitió el robot de los altoparlantes.
El policía se paró junto a la ventanilla.
─ Licencia, comprobante de seguro y registración.
Se los entregué. Estaba en las manos de un hijo de puta. Un hijo de puta de los mayores. Lo supe al mirar sus ojos de rata, su boca de perro y su estatura de pigmeo. Un pigmeo con poder es doblemente peligroso.
─ Salga del auto ─ ordenó.
Decía auto, no carro, como todos en este pueblo. Salí. Lo miré desde arriba. Sentí pánico. Un enano junto a un hombre más alto, puede ser  terrible, sobre todo si ostenta el  poder.
─ My partner te venía siguiendo a más de ochenta desde la veinticinco calle, donde te subiste al Palmetto ─ me dijo mirándome a los ojos, sin pestañear.
Este es el mismo robot, de metal líquido, de Terminator, pensé aterrado.
─ Oficial─ contesté, con un hilo de voz ─ yo me subí en la cincuenta y ocho, y venía a menos de cincuenta millas por hora.
─ ¿Te pregunté algo? ─ me interrumpió el robot- Dime: ¿te pregunté algo para que me respondieras?
Pasaban otros carros. A esa hora de la noche todo parecía más inhóspito. El pigmeo, se quedó mirándome, esperando alguna respuesta mía. Guardé silencio.
─ Para colmo ─ continuó─ cuando se accidentó, seguiste tu camino y huiste de la escena del accidente.
Creí que me orinaría de terror. Me vi envuelto en un malentendido con la ley. Escenas maquiavélicas desfilaban por mi mente. Ya sentía los golpes, las patadas en el suelo, me veía sangrando, maniatado, gritando de dolor, temblando de miedo.
─ Oficial─ dije, tratando de no echarme a llorar ─ puedo explicarle.
El pigmeo  me observaba desde su ángulo inferior, vencedor, poderoso, arrogante.
─ Adelante ─ dijo.
─ Oficial, esto es un malentendido. El policía que se accidentó no venía persiguiéndome a mí.
─ ¿Y a quién entonces? ─ contestó el robot.
─ Eso no lo sé, oficial.
Vi que dudaba. Sentí una suave ola de esperanza.
Fue  hasta el "auto", como él lo llamaba y habló con alguien. Pasaron los minutos. Me parecían horas, días, meses. Tenía cada vez más deseos de orinar. Creí que no iba a poder aguantar.
Regresó el Robocop líquido.
─ Aclarado el asunto ─ pronunció Robocop ─ Pero antes te voy a dar un consejo.
Me cago en tu madre y en tu consejo, pensé. Traté de poner mi mejor cara de subnormal.
─ No contestes cuando no te preguntan. Podía haberte detenido por faltarme el respeto. ¿Entendido?
─ Entendido ─ respondí.
─ Ahora puede irse, ciudadano.
Robot desgraciado, si pudiera te apretaría el pescuezo, ¡maricón!
Al mismo tiempo, me sentí tan contento que me dieron deseos de abrazar al mamarracho liliputiense.
Okeechobe Road estaba desierta.
Manejé  mirando por el retrovisor para asegurarme de que no me seguían.
Al otro lado del canal, un campo de tráiler con la miseria ajena.
A la izquierda se dibujó, delante de mí, el campo de tráiler de mi propia miseria.



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