Aquella noche regresaba de vuelta al
tráiler, cansado, después de trabajar horas enteras limpiando oficinas, baños
cagados, quitando el polvo, pasando la aspiradora por pasillos interminables,
recogiendo basura.
Lo hacía tratando de relajarme,
obligándome a pensar en cosas positivas, yendo por el Palmetto Expressway; pero
era imposible pensar en cosas positivas.
A esa hora, la ciudad dormía, los esclavos descansaban para recuperar fuerzas. Otro día
de labores les esperaba.
Ellos dormían y yo ni eso podía
hacer. Tenía que llegar al cajón de lata mugriento que era mi casa, para darme
una ducha y caer en la cama. Tendría que despertarme otra vez, a las cinco de
la mañana, para ir a la factoría, y después, otra vez, en la tarde, a limpiar
la mierda de otros.
Pelearía con mi mujer, como cada
noche, como cada día, como cada instante. Gritaríamos, la odiaría, nos
pegaríamos, me odiaría, la vería llorar, la vería fingir que lloraba.
Al final, templaríamos con rabia, con
odio. Con el placer y el odio que
arrastramos, mezclados como agua sucia,
como nuestra relación.
Así
iba pensando mientras me dirigía hacia la próxima salida, en Okeechobee
Rd, que era la mía.
Miré por el retrovisor. Se acercaba un carro de policía con las luces
puestas. Me aparté instintivamente del carril.
Me sobrepasó a más de cien millas por hora. Salió por el mismo Exit al
que me dirigía.
Contento de que no era conmigo su
tormento, seguí mi camino.
Bajé en Okeechobee Rd.
Allí estaba el carro de policía
volcado, incrustado contra otro auto y un signo de Stop, derribado.
El chofer del auto chocado se bajaba,
imagino que muerto de miedo, mientras el policía, medio aturdido, le gritaba.
No entendí lo que gritaba. Estaba recostado, maltrecho, al maletero.
Como la cosa no era conmigo y como le
tengo un odio visceral a los que imponen
la ley, que son unos hijos de putas, continué
tranquilamente, contento de ver al cabrón que casi me desbarata hacía
dos minutos, todo magullado, como un perdedor.
Doblé hacia la izquierda. Me dirigí
hacia el campo de tráiler donde vivo. Que se joda; ¡que se jodan los policías!,
gritaba eufórico, sacando la cabeza por la ventanilla abierta y sintiendo el
olor a aceite y de agua estancada que inundaban el barrio. Más o menos de esa
forma iba, cuando veo por el retrovisor unas luces rojas y azules, muy cerca,
casi empujándome por detrás.
Me arrimé a la derecha y activé los intermitentes. Quise salir del carro.
─ No salga del auto ─ anunció una
voz robotizada ─ no salga del auto ─
repitió el robot de los altoparlantes.
El policía se paró junto a la
ventanilla.
─ Licencia, comprobante de seguro y
registración.
Se los entregué. Estaba en las manos
de un hijo de puta. Un hijo de puta de los mayores. Lo supe al mirar sus ojos
de rata, su boca de perro y su estatura de pigmeo. Un pigmeo con poder es
doblemente peligroso.
─ Salga del auto ─ ordenó.
Decía auto, no carro, como todos en
este pueblo. Salí. Lo miré desde arriba. Sentí pánico. Un enano junto a un
hombre más alto, puede ser terrible,
sobre todo si ostenta el poder.
─ My partner te venía siguiendo a más
de ochenta desde la veinticinco calle, donde te subiste al Palmetto ─ me dijo
mirándome a los ojos, sin pestañear.
Este es el mismo robot, de metal
líquido, de Terminator, pensé aterrado.
─ Oficial─ contesté, con un hilo de
voz ─ yo me subí en la cincuenta y ocho, y venía a menos de cincuenta millas
por hora.
─ ¿Te pregunté algo? ─ me interrumpió
el robot- Dime: ¿te pregunté algo para que me respondieras?
Pasaban otros carros. A esa hora de
la noche todo parecía más inhóspito. El pigmeo, se quedó mirándome, esperando
alguna respuesta mía. Guardé silencio.
─ Para colmo ─ continuó─ cuando se
accidentó, seguiste tu camino y huiste de la escena del accidente.
Creí que me orinaría de terror. Me vi
envuelto en un malentendido con la ley. Escenas maquiavélicas desfilaban por mi
mente. Ya sentía los golpes, las patadas en el suelo, me veía sangrando,
maniatado, gritando de dolor, temblando de miedo.
─ Oficial─ dije, tratando de no
echarme a llorar ─ puedo explicarle.
El pigmeo me observaba desde su ángulo inferior,
vencedor, poderoso, arrogante.
─ Adelante ─ dijo.
─ Oficial, esto es un malentendido.
El policía que se accidentó no venía persiguiéndome a mí.
─ ¿Y a quién entonces? ─ contestó el
robot.
─ Eso no lo sé, oficial.
Vi que dudaba. Sentí una suave ola de
esperanza.
Fue
hasta el "auto", como él lo llamaba y habló con alguien.
Pasaron los minutos. Me parecían horas, días, meses. Tenía cada vez más deseos
de orinar. Creí que no iba a poder aguantar.
Regresó el Robocop líquido.
─ Aclarado el asunto ─ pronunció
Robocop ─ Pero antes te voy a dar un consejo.
Me cago en tu madre y en tu consejo,
pensé. Traté de poner mi mejor cara de subnormal.
─ No contestes cuando no te
preguntan. Podía haberte detenido por faltarme el respeto. ¿Entendido?
─ Entendido ─ respondí.
─ Ahora puede irse, ciudadano.
Robot desgraciado, si pudiera te
apretaría el pescuezo, ¡maricón!
Al mismo tiempo, me sentí tan
contento que me dieron deseos de abrazar al mamarracho liliputiense.
Okeechobe Road estaba desierta.
Manejé mirando por el retrovisor para asegurarme de
que no me seguían.
Al otro lado del canal, un campo de
tráiler con la miseria ajena.
A la izquierda se dibujó, delante de
mí, el campo de tráiler de mi propia miseria.
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