Saturday, March 15, 2014
Un hermoso lugar junto al lago
Hace unos veinticinco años pensaba que cuando llegara mi madre nos sentaríamos en el césped, frente a un lago de Miami Lakes y conversando, mirando a los cisnes, los patos, el agua, disfrutaríamos de estar juntos y de la belleza del lugar.
Una tarde, casi sin darme cuenta, llegó, y nunca la traje al lugar paradisíaco que le tenía destinado, tan cerca de mi casa. Siempre que paso por ahí no dejo de recordar esa época, con los deseos y planes que elaboraba. Mi madre y yo, en mi mente, nos hemos sentado juntos allí, miles de veces.
Recuerdo que cuando todavía vivía en La Habana y nos reuníamos un grupo de amigos para hablar de literatura, de los proyectos que teníamos en mente, la fantasía flotaba en el aire. Había un estremecimiento por la vida futura, tan lejana como cualquiera de los cuentos que nos leíamos y escribíamos con pasión.
Me imaginaba en los Estados Unidos, sobre una motocicleta, corriendo libre por carreteras solitarias, llevando a mis espaldas una guitarra, mi única pertenencia. Tiene que pasar mucho el tiempo para poder decir cosas tan ridículas, tan infantiles, y salir ileso. Hablar de carreteras solitarias (que solo se ven en las películas) y pensar en una guitarra, yo, que desafino hasta cuando toco a una puerta. A pesar de todo, no dejábamos de ser un grupo de jóvenes desinformados, soñando un mundo mejor.
Pero las cosas, o la vida, van dando vueltas descontroladamente y hoy, en este preciso instante en el que escribo esto en mi tablet, lo hago sentado en el lugar que reservé, en mi imaginación, hace ya más de veinticinco años, a donde traería a mi madre para conversar. Miro en derredor. Todavía mantiene una cierta belleza, aunque ya no veo cisnes. Ni tampoco me resulta tan hermoso. Las casas que rodean el lago, que antes me parecían mansiones majestuosas, ahora son casas viejas. Me molesta la hierba sobre la que estoy sentado, y siento un cansancio inmenso y una zozobra extraña que no me deja tranquilo.
Estoy en este lugar por razones completamente diferentes a las que tenía hace ya tanto tiempo. Hoy, a las 4:30 am, cuando me disponía a ir a la estación para tomar el tren que me llevaría al trabajo, el carro no arrancó. Así de sencillo.
Mariana me llevó. Ya de vuelta, alguien que trabaja conmigo y viene en el mismo tren, me trajo hasta aquí, porque se le hacía camino y de esa manera, quedaba más cerca de casa. Así que todo este rodeo romántico, facilón, no exento de ridículo, no es más que el desenlace de una situación engorrosa y vulgar, donde un cacharro se descompone en el instante más alucinante.
Llamo a Mami por teléfono. Le digo que estoy en el lugar que tantas veces le mostré. No lo recuerda. No tiene ni idea de que existiera un lugar paradisíaco donde yo haya querido llevarla a ver patos.
Hablamos de otras cosas. Está distante. Lo presiento desde la primera palabra que pronuncia. Conozco cada tonalidad de su voz. Sé si se siente bien, si alguien está con ella, si mis hermanas están cerca. Es más, sé hasta cuál de mis dos hermanas la acompaña cuando hablamos.
Sola, mi madre es otra persona. Tenemos conversaciones largas, le hago preguntas del barrio, de la familia, a veces reímos. Pero las cosas cambian cuando está acompañada.
Me dice que tiene dos cartas, que necesita que se las lea, porque están en inglés y que le cambie la hora al reloj de la cocina.
De pronto, me siento triste.
Es una sensación que se extiende desde los pies y duele. Me levanto y doy algunos pasos sobre el césped para estirar las piernas y mandar al carajo la melancolía. Es un ejercicio que me da resultado la mayoría de las veces. La melancolía chorrea lentamente, y si uno no se la espanta de encima, lo impregna todo.
Falta poco para que Mariana llegue a recogerme.
Se acerca una mujer con un perrito blanco. La mujer habla por teléfono. El perro caga y mea cerca de mí. Miro la mierda saliendo y disimuladamente, cruzo dos dedos. Hacíamos eso cuando éramos pequeños, para que el animal no pudiera cagar. Aquí no funciona igual, porque el perro caga tranquilamente, ignorándome.
La mujer también me ignora. No deja de conversar. La observo. Está vestida aún de la oficina, con unos pantalones negros, anchos y una blusa azul. Los tacones se le hunden en la tierra. Habla, molesta con alguien que le reclama alguna cosa. Se justifica. Miente, lo veo en sus ojos que miente descaradamente. Me disgusta su tono de voz. Habla inglés perfectamente, pero de pronto, mezcla palabras en español; una, dos palabras sueltas. Es cubana, pienso, por las cosas que dice.
El perrito se acerca y me olfatea los zapatos. Lo odio. Siento deseos de mandarlo de una patada directo al lago. Veo al perro volando con un aullido y cayendo ¡plaf! en el agua, mientras la dueña grita histérica. Me encanta la imagen. La repito; el perrito vuela chillando y cae en el agua ¡plaf!.
Le sonrío al perro que no para de olisquear por todos lados mientras corre de un lugar al otro, hasta donde se lo permite la correa que lleva amarrada al cuello. La mujer ahora me mira mientras habla, intrigada, con desprecio, como si en ese instante se hubiera dado cuenta de que yo estaba allí y le molestara mi presencia. Hala al animal y lo aleja de mí.
Miro la hora en el celular. Timbra. Es Mariana.
─ Te estoy mirando ─ me dice.
Viro la cabeza por encima del hombro y veo el carro. Me levanto, y voy hacia él.
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Me gusta. Es un relato que denota calidad humana, un fragmento de la vida y resulta agradable. Armando.
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