Según María, mis pesadillas
no tienen nada que ver con la pastilla que me obligan a tomar, pero yo sé que
ella, a pesar de ser lo único que hay aquí adentro que vale la pena, no deja de
ser una enfermera más que tiene que reportar a los doctores y ganarse su cheque
semanal. María es ese olor que la persigue y es el dinero que lleva a casa.
María-olor-dinero-ventana-reloj-ciudad-pastillas-locura.
Me aconseja que se lo cuente
todo al doctor, porque María en el fondo cree que soy únicamente un enajenado
mental, de los cientos que habitamos
este hospital. Me habla bajito, inclinándose hacia delante y susurra con
complicidad:
─ Cuéntale todo, él tiene
que saberlo todo.
María cree realmente que
estoy loco. Todos lo creen.
Desde siempre las pesadillas
se repiten. A mi padre lo perseguía un dragón rojo que quería calcinarlo y que
terminó acabando con él. A mí no me
persigue nadie. Yo, en mis sueños, estoy perdido, a veces en un lugar hermoso,
solitario, muy triste. Y de todos esos lugares, no sé cómo escapar. Porque mi
único deseo es escapar, y no encuentro la forma de hacerlo.
Anoche desperté con terror.
No grité como hacen los demás, pero temblaba y sudaba, buscando a mí alrededor
la sombra del sueño que al cabo de
varios minutos todavía rondaba por el cuarto a oscuras. Ahora que logré estar
un rato solo, trato de describir esa pesadilla:
Era la ciudad y había frio.
La calle de adoquines, húmeda, junto a un mar espeso. La entrada del hotel
moderna, con sillas y sofás y plantas verdes y rojas. La habitación donde
dormía, un espacio cuadrado donde casi no podía moverme. Busco en las gavetas
de un mueble blanco, afeminado y antiguo. No encontraba nada porque los cajones
estaban vacíos, y no paraba de abrirlos, desde el primero de arriba hacia
abajo, y después a la inversa.
Salgo al pasillo, y mientras
caminaba, las paredes se encogían o se anchaban y susurraban a mi paso. Parada
en la puerta de otro cuarto está la
mujer que había visto sentada en la entrada introduciendo las manos en la
tierra de las macetas. Abría las manos, y volvía a vaciar la tierra, y las
enterraba, recogiendo más. Me miró, y
los ojos eran verdes intensos, acuosos, como de un reptil viejo.
─ Te cuesta la ciudad,
¿verdad? ─ me dice cuando me acerco.
─ ¿Siempre es así el frío y
el mar? ─ pregunto.
─ Solo en la tierra hay
calor ─ es su respuesta.
Salgo a la calle. El mar se
encarama por las paredes y deja una capa viscosa que chorrea lentamente. Las
personas parecen no darse cuenta de que caminan sobre basura, enjambres de
insectos, zapatos, trozos de embarcaciones. Van hacia varios puntos de la
ciudad con determinación, atravesando todo lo que se interpone a sus pasos.
Me siento sobre los
adoquines de frente a las olas que se acercan reptando hasta mis pies. Tengo
frío. Miro a mí alrededor y estoy solo, y trato de recordar qué era lo que
buscaba en las gavetas del mueble blanco.
La mujer de los ojos de
reptil se sienta a mi lado y recoge, en un gesto que la hace hermosa, las
piernas, y apoya el mentón a las rodillas.
─ Ya no me voy; antes sí,
pero ahora ya no quiero irme más ─ dice de pronto.
Parece que le hablara al
mar.
─ Quiero irme, pero no
encuentro la forma ─ le digo, tratando de que la angustia no me delate.
─ No veas nada, no busques
nada ─ responde, y me mira a los ojos.
Sus labios se juntan y
forman una hilera de pequeños surcos húmedos.
Me pregunto si sonríe, pero
ya volteó la cabeza y observa las olas
como chapotean lentamente y vuelven a caer. Ahora estamos en silencio. Todo
está en silencio. Las cosas chocan contra las paredes y estallan y caen, y a
pesar de ello, la calma envuelve a la ciudad.
Entro al hotel. Subo a la
habitación por un pasillo estrecho, tan iluminado que me molesta los ojos. El
mueble abierto, con las gavetas hacia afuera. Busco. Encuentro pedazos de
botellas rotas, un lápiz, piezas viejas
de un juguete rojo.
─ No sé cómo puedo hacerlo ─
le digo a la mujer de los ojos de reptil que de pronto veo a mi lado.
─ Ya yo no me voy; antes sí,
ahora, no me voy ─ responde mirando hacia la pared, como si hablara con ella
misma.
─ ¡Tengo que irme, cojone! ─
grito.
─ Antes, sí, ya, no ─ dice
ella, lentamente.
Sigo gritando. No escucho mi
voz.
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