Saturday, October 22, 2016

Gisel Hernández






Tengo un amigo palero,
tengo un amigo abakuá,
es más hombre y más amigo,
que algunos que no son ná...

                 Pedro Luis Ferrer.

Hace más de veinticinco años (¿o es más?) que nos conocemos. Nos vemos de vez en cuando, y cómo si solo una semana hubiera transcurrido desde la última vez, lo que siempre nos acercó, regresa, fresco, fácil.
Nunca le he hecho algún favor. Jamás me ha pedido nada. Pero cuando llega trae su abrazo, una planta sembrada en una lata, frutas, palabras buenas.
Milagrosamente, arriba a mi puerta después de perderse por los vericuetos del barrio. No importa si conduce por el expressway o por las calles. No importa el GPS o el teléfono. Se pierde, invariablemente.
Hoy yo estaba solo en casa. Mariana andaba por ahí con las niñas, y llegó él con su esposa, cargando una bolsa de guayabas, dos pequeñas plantas, y advirtiendo que no quería molestar, que estaría solo unos minutos, “para saludar”.
Recordamos, como siempre, personajes de otros tiempos: Carlos el haitiano, Rado, la Fleming, Águila (¡ah, qué personaje ese Aguila!).
Y se despidió pidiéndome, por enésima vez, que vayamos a su casa. ¡Solo llamen, dijo su esposa, y si estamos, vayan, chico!
Tal vez no vaya nunca, o no lo llame por teléfono. Él, algún día, cuando menos lo espero, regresará otra vez, con las manos llenas y las palabras buenas. Mi amigo Gisel. Siempre.





Saturday, March 26, 2016

Té y mariposas



Dos mujeres conversan en un invernadero de cristal, sentadas sobre sendas sillas metálicas. En el invernadero  viven y se reproducen diferentes tipos de mariposas. Las plantas que allí se cultivan, las flores, las hierbas y hasta la temperatura están sujetas a las necesidades de los insectos. Todo en él es por, y para el cuidado de las mariposas.
Si una tercera persona desde afuera mirara por las paredes transparentes, la reunión de las dos mujeres le resultaría una escena más bien incongruente. Pero nadie observa hacia el interior. Están solo ellas, las flores, y las mariposas.
Una de las mujeres es una señora de unos sesenta y cinco años. Es una hermosa señora. Digamos que es tan hermosa como podría ser una anciana que aún posee restos de una belleza que se ha ido difuminando con el tiempo. Cuando la observo, me recuerda a una nube que, lentamente, se distorsiona. Aunque esta frase no define nada concreto, es lo que vi la primera vez que pensé en ella. Pensé en una nube formando caprichosas figuras, para luego desintegrarse, dejar de ser.
La otra es joven, de unos veinte y tantos años, y también es hermosa. Es realmente muy hermosa, pero la juventud no necesita descripciones. Yo diría que, sin poseer rasgos comunes, las dos son como una muestra del paso del tiempo: una es la belleza que lo ilumina todo, y la otra, la que se recuerda con cierta nostalgia. Pero esta idea es solo mía. La novela, de donde extraje la escena de la  conversación en el invernadero, no pretendía nada más que recrear un instante entre dos mujeres que charlaban, rodeadas de mariposas y plantas.
La tranquila charla que intercambian asemeja la suave cadencia de una tarde soleada y tranquila. Si las viéramos desde el jardín que rodea a la mansión, quedaríamos pasmados ante tanta delicadeza.
La señora es la que imparte las órdenes, la que decide lo que se debe hacer, a quién se debe eliminar, la que dirige cada detalle, cada movimiento. La joven escucha atentamente y, mientras tanto, van tomando, con pequeños sorbos, un té de hierbas aromáticas que el discreto criado les dejó sobre una mesita (también de metal), que hace juego con las sillas. Junto a la tetera de porcelana, una pequeña bandeja contiene diminutos pasteles y galletas.
La joven toma notas mentalmente de lo que va escuchando. Calcula, memoriza nombres, horarios, recrea diferentes situaciones y vías de escape. Su cerebro funciona aceleradamente.
La señora termina de dar las instrucciones. Sonríe satisfecha cuando una de las mariposas se posa en su hombro y se queda quieta, adormecida, como si su hombro fuera una rama donde reposar sin tomar precauciones.
En la novela, el patio de la casa donde se encuentra el invernadero está rodeado de sauces. Pero, de la misma forma que me apoderé de la historia para contarla a mi manera, no voy a dejar que lo rodeen los sauces. Para mí está rodeado de altísimos cipreses y muros de rocas que le dan un aspecto salvaje y natural. También lo describen situado en una ciudad específica. Yo no quiero. Podría estar en Lisboa, Copenhague o Tokío.
La señora viste un pantalón de color azul muy holgado, una camisa de mangas largas, también azul, aunque de un azul más claro. Toda la ropa está sucia de tierra, porque ella es la que cuida y ama a las mariposas, a cada flor, y a cada planta del invernadero. Aún con la ropa manchada del trabajo, sus movimientos, su sonrisa, la cadencia casi monótona de su voz, hacen de ella una mujer que exuda una sutil inteligencia.
La joven viste un sencillo vestido de un color verde pálido y calza altísimos tacones. A simple vista, tanto el vestido como los zapatos, más la cartera, son de marcas exclusivas. Cualquiera que siga la moda podría adivinar las elegantes boutiques donde selecciona su impecable indumentaria. A la joven no le gustan las mariposas. Para ella, esos espantosos bichos solo son monstruos pequeños y horripilantes, como todos los demás insectos, como todos los animales del planeta.
La señora se inclina y toma uno de los pastelitos del plato. Es un gesto encantador. Después, lentamente, le da un pequeño mordisco. Cierra los ojos y disfruta del placer del dulce dentro de su boca.
_Creo que ya todo quedó bien explicado- dice en un susurro.
_Perfectamente explicado- responde la joven mientras deposita la taza sobre la mesa.
Las dos disfrutan por unos minutos del silencio que las rodea. Las mariposas se posan sobre las flores o vuelan, inseguras y frágiles. Pasado el tiempo, la señora vuelve a romper el silencio:
_Este trabajo es muy importante. Debe de ser preciso, rápido. No dejes ni un solo rastro. Es de suma importancia para las dos.
_Así será- responde la joven- como siempre.
_Bien, entonces, si ya terminamos, puedes retirarte.
La señora sigue con la mirada a la joven, que se aleja hacia la puerta de salida. Observa su vestido, las piernas perfectas, los zapatos con los tacones que tanto le gustan, los pasos seguros. Cree reconocer, entre el perfume de las flores, la tenue fragancia que va dejando la joven a su paso. De pronto siente una profunda nostalgia.
La joven camina concentrada en la tarea que le acaban de encomendar. Fríamente, su cerebro se pone en movimiento y se va repitiendo los detalles, cada minuto para actuar, cada movimiento, los posibles contratiempos, las diferentes vías de escape. Está tan concentrada que cuando una mariposa vuela hacia ella y se posa en su pecho, instintivamente, como una perfecta máquina de matar que de pronto se pone en movimiento, la aplasta con un manotazo certero. Antes de abrir la puerta del carro, desprende el cuerpo muerto, adherido a la tela del vestido. Con desagrado, observa la mancha oscura que ha quedado sobre el color verde claro. Siente una profunda rabia.

Saturday, January 23, 2016

Descarguitas



Los altavoces no han parado de expulsar la misma frase una y otra vez. Después de un enervante sonido de sirena, una voz masculina y robotizada anuncia que un accidente o un fuego está ocurriendo en el edificio. ¡Por favor (sigue con su cantaleta el hombre-robot), abandonen inmediatamente el edificio! ¡No usen los elevadores! ¡Atención, atención, no usen los elevadores!...
¿Cuál  elevador si aquí no hay ninguno? Al principio, cuando estas alarmas se activaban en el almacén, les advertía a los que veía cerca, con mi mejor cara de tragedia: ¡no usen los elevadores, bajen por las escaleras! Ninguno me respondió nunca: ¿cuál elevador, imbécil?  Después me reía de mi estúpido chiste. Me parecía un chiste inteligente y muy gracioso, precisamente, por lo estúpido que era. Pero los otros no pensaban igual.
Pasa cada cierto tiempo. Se disparan las alarmas como si una gran catástrofe estuviera sucediendo. Recuerdo la primera vez: salimos apresurados hacia el parqueo de los camiones como nos ordenaron, y allí, bajo un sol implacable, esperamos más de veinte minutos, hasta que nos permitieron volver a entrar. Ahora nos cagamos en la noticia. Las alarmas anunciando catástrofes, y nosotros como si nada.
Hace años, un tipejo que trabajaba conmigo, ante cualquier contratiempo que sucediera, exclamaba: ¡esto es una aventura Marquito! Solo de él me gustaba aquella frase que llevaba el insoportable diminutivo de mi nombre.
Hoy me siento bien. Casi contento. Tengo en mi tablet dos de los seis libros que me llegaron con una increíble oferta. Como el primero costaba cuarenta y nueve centavos, lo bajé, pensando que nada perdería si resultara en una basura. Además, quería cambiar, dejar la novela que leía sobre una Barcelona de principios del siglo XX, y adentrarme en un universo de acción, sin melancolías, sin suspiros por amores rotos, sin descripciones innecesarias, sin filosofías. Lo leí en dos días. Ya comencé el segundo. ¡Como lo disfruto! Me relaja leer novelas policíacas. Voy descubriendo la trama antes de que llegue el tiro o se clave el cuchillo en la garganta de alguien. El FBI, CIA, mafiosos de Chicago, cárceles, cuerpos robados de la morgue, amores y maleantes. Los personajes malos son los mejores. Casi siempre son inteligentes, están llenos de odio, de cinismo, de maldad. Eso los hace más reales, más atractivos. Los que van por toda la historia salvando gente, cumpliendo con la ley, los buenos de la película, son aburridos. El mejor ejemplo es Supermán. ¡Qué mal me cae Supermán! En fin, leer mierda puede ser muy relajante.
Creo recordar que ya había escrito sobre mis antiguas ideas de lo que sería, para mí, la vida adulta. Soñaba, hace ya mucho tiempo, que andaría, más bien volaría, por las calles de este país, sobre una potente motocicleta; libre, con una guitarra en bandolera como único acompañante  en mi eterna, planeada, y feliz soledad. Algo de eso dije, si mal no recuerdo.
Ahora, cuando regresa a mi mente toda esa tontería, no puedo dejar de vislumbrar, entre divertido y avergonzado, la patética imagen del hombre que soy, manejando una moto, cargando con una guitarra que, para colmo de los sin sentidos, jamás aprendí a tocar. Trato de imaginarme de joven, que sería más aceptable, pero me es imposible. No puedo reconocerme, y solo la visión triste que prevalece es lo que soy ahora. Cuando imaginaba todo aquello era un joven tonto, ahora, cuando lo recuerdo, soy un viejo aún más tonto. Como diría un tipo que tiene un programa muy gracioso: soy un tonto pa' siempre.
Abril no es el mes más cruel, como escribió T. S. Eliot. Diciembre sí. Al menos para mí. Diciembre me aplasta, me hace mierda. No tienen nada que ver las navidades (que aborrezco) ni la manoseada separación de la familia o los amigos: la familia que me interesa la tengo muy cerca, y los amigos, no me queda ninguno. Entonces, Eliot, digamos que Diciembre es el mes más cruel.
Llevo meses sin escribir nada. Guardo algunas notas, algunas ideas. Basuras. Cuando las leo al día siguiente no son más que un montón de palabras agrupadas a la fuerza. Siento lo mismo con lo que leo. Al final de cualquier libro me queda un sabor extraño o un sinsabor, que es aún peor. Cuando me siento así, nada mejor que una historia de maleantes, de tipos duros que caminan por las ciudades, no con guitarritas (que eso es de maricones) sino con una pistola escondida y las ansias de acabar con el que los mire mal.
Y, para relajarme, nada más apropiado que estas descargas inconexas que al final, no dicen nada.