Sunday, June 21, 2015

El retiro





En una semana, dos que trabajan conmigo se van a jubilar. Son negros norteamericanos, fuertes, limpios, educados. Entablo una conversación con el mayor de ellos, que cumplió sesenta y siete años hace unos días. Lleva cuarenta y cinco trabajando en la misma compañía, sin enfermarse, estoico, sin ausencias; marcando el reloj puntualmente a las cinco y cincuenta y cinco de cada mañana, de lunes a viernes.
Me cuenta que está harto del estrés diario, de levantarse en la madrugada, del tren, de los jefes. Se siente contento de hablar sobre su futuro, de sus esperanzas, de descargar conmigo lo que lo incomoda y lo que lo hace feliz. A partir de ahora, dice, se va a dedicar a pescar, a sembrar vegetales y frutas en su patio, y a descansar. Cuando su mujer se retire en unos años, planean mudarse al estado de Georgia, donde nació y vivió su infancia.
Mientras seguimos conversando voy descubriendo su inalterable acento sureño. Observo su rostro. Todavía es un hombre  activo, sano. Es trece años mayor que yo, y a su lado parezco avejentado y cansado. Pero mirándolo de cerca, también a él se le ve el paso inexorable del tiempo, aunque los negros no denotan fácilmente la edad, y se arrugan menos que los blancos.
Hago un cálculo mental: sesenta y siete menos cuarenta y cinco y me da veinte y dos. ¡Yo comencé a trabajar en este giro a los veinticinco años! Dieciocho en una compañía, y doce en esta. ¡Qué horror! ¡Qué joven era hace unas horas! Y ahora envidio a este hombre que está a punto de retirarse. Quisiera tener lo que él va a obtener; el tiempo vacío, las horas pasando lentamente, y mi mente tranquila, esperando el final. A veces puedo ser así y fantasear como un soñador romántico, medio tonto.
Por muy fuerte y entero que esté, es un viejo. Ya pasó su mejor tiempo. El carro donde va montado corre vertiginosamente hacia abajo, sin respiro, sin piedad. Ahora me veo frente a él y solo somos dos viejos obreros conversando, en una tarde cualquiera, dentro de un almacén de alimentos.
En unos días se irá, y nunca supe nada de su historia. Hasta su nombre lo confundo con el de otros. Llevamos doce años trabajando en el mismo lugar, y hoy lo veo por primera vez frente a mí, y puedo notar una especie de nostalgia y desasosiego en su mirada.
Lo escucho e imagino el día que me llegue la oportunidad de no tener que trabajar más. Hay personas que no saben qué hacer con su tiempo cuando, de un momento a otro, se ven sin la obligación y la rutina del trabajo. Se sienten desesperadas, aburridas, atrapadas en las horas vacías, sin saber qué hacer, inútiles, mucho más cerca del final. O, lo que es más triste, no pueden dejar de trabajar porque lo que le pagan al mes no alcanza. ¿Cuál será mi caso? No quiero pensar en eso. Falta demasiado aún, y si le sigo dando vueltas al asunto se me va a echar a perder el día
Nos damos un apretón de manos, y le deseo que le vaya bien.
No  hablo más con él por el resto el día. Cuando nos cruzamos, se le forma en la cara una tímida y casi imperceptible sonrisa. De alguna manera, la conversación que tuvimos nos ha hecho un poco cómplices, un poco amigos.
Podría invitarlo a ir de pesca un día de estos, pienso. Pero no me gusta la pesca. No logro olvidar cuando, hace muchos años, me acerqué a unos hombres que pescaban sobre un puente, y en el suelo de cemento, una barracuda boqueaba buscando oxígeno. El pez ya no se movía. Tenía las escamas  secas, expuestas al calor del sol. La boca, lentamente, se abría y volvía a cerrarse. Se abría y se cerraba.
Nunca me sentí más desolado.

Saturday, June 13, 2015

La isla imaginada

                                                          foto: mariana aguero



A los catorce años descubrí una pequeña biblioteca perdida en el barrio de Santos Suarez, en La Habana, de donde robé, libro a libro, toda la obra de Marcel Prouts. Aquella fue una época de lecturas maratónicas. Apuntaba en una libreta el título de cada novela junto al nombre del escritor. Mientras más libros al mes lograba poner en la lista, mejor me sentía. Era una especie de competencia con un grupo de amigos que nos creíamos intelectuales. Fue ese  juego competitivo lo que me ha llevado a leerlo todo, a devorar las páginas con hambre, como un vicioso sin cura.
Los primeros libros que coleccionaba, los escondía debajo de mi ropa, en la única gaveta que me pertenecía de la vieja cómoda, porque mi madre no quería papeles en la casa, "que eran un criadero de cucarachas", mucho menos verme todo el día leyendo "como un vago".
Creo que esta descarga tiene sus motivos, y es que llevo varios días rodeado de Cuba. Leyendo sobre La Habana, un libro de cuentos, otro, una novela, noticias en Internet, conversaciones sobre la ciudad, Coppelia, la montaña rusa del Coney Island, Jaimanitas, el Reparto Poey, esculturas en el Malecón, críticas y opiniones encontradas sobre la nueva política, fotos de la que era mi casa, de la capilla derruida. Es mucho, y extraño, además.
Cada día que pasa se me borran, poco a poco, los recuerdos, y todas esas frases que se repiten, como el amor a la tierra, se me hacen ajenas. No sé, verdaderamente, cuánto queda de todo eso. Cuánto va quedando de lo que fui. Y no sé siquiera por qué, cuando me encuentro frente al mar, lo comparo con un mar que creo recordar de la isla. La isla en todo. La isla imaginada. La isla dividida.
Es extraño, repito, porque no estoy seguro de mis recuerdos. Simplemente, es una cuestión matemática: viví diecinueve años en La Habana, y llevo treinta y cinco en Miami. Si veinte años no son nada, treinta y cinco son un montón.
Por ejemplo, ayer fuimos con las niñas a un lugar muy alejado de casa. Después de llegar al parque y cruzar la caseta de pago, manejé treinta y ocho millas por una carretera donde solo veíamos, a ambos lados, la inmensa extensión de los Everglades. Buscábamos el mar. Buscábamos el mar que Mariana había visto hacía mucho tiempo y que recordaba como un lugar salvaje, hermoso, terrible, según sus palabras. O sea, buscábamos un recuerdo.
Al fin llegamos. Varios edificios pintados de rosado daban una sensación de decadencia, de una lejana y antigua belleza. Y el mar, el olor, nos recibieron. Las tres niñas pedían que les comprara caramelos, chicles,  helados y galleticas, en una pequeña tienda donde dormitaba el dependiente, un muchacho negro, obeso y amable. Mientras gritaban y huían de los mosquitos, las libélulas, las moscas, caminábamos entre los botes, las sogas,  junto a los desembarcaderos, tirando al aire galletas para las gaviotas, y soportando el sol que nos castigaba inmisericorde.
Subimos una escalera hasta la segunda planta donde había un pequeño y polvoriento museo. Lo mismo de siempre: mapaches, gaviotas disecadas, un cocodrilo de madera, peces, tortugas, garzas. Abrí una puerta de cristal, y descubrí un pasillo sobre el mar que comunicaba el edificio con otro. Recostado a la baranda, disfrutaba del aire, del color, del olor intenso. Y mirando, recordaba un lugar de La Habana. ¿Qué lugar era ese? No lo sé. Ni siquiera me hice alguna pregunta. Solo recordaba. Nada exacto, nada concreto: un muro alto y húmedo donde esperaba angustiado, dientes de perros que chorreaban agua junto a la costa en una mañana calurosa, un grupo de marineros muriendo eternamente entre el metal y la piedra.

Y yo allí, apoyado a la baranda, cuidando de las niñas, a doscientas millas de mi casa donde me esperan los gatos hambrientos, los peces; mezclando recuerdos, confundiéndolos, mientras Mariana tomaba fotografías de los manglares.
El mar que mezclaba las imágenes. Los recuerdos truncos, lejanos, que se conectan con la actualidad que vivo con otros viajes, otras costas, con ciudades, y olores diferentes, con sonidos disímiles, con el idioma de mis niñas, con otros sabores.  Pero sobre todo con La Habana. La ciudad que también es un recuerdo difuminado, una neblina por donde  observo una vida que me cuesta reconocer como propia.
Las niñas quieren mirar por los binoculares. Les doy monedas. Trato de observar un pequeño barco a lo lejos. No veo nada. Quiero graduar la visión pero se me hace imposible. La pequeña me da instrucciones de cómo hacerlo. Siempre saben más que yo. Veo el barco. Veo unos troncos secos que sobresalen del agua como dragones viejos, cansados, retorcidos, blancos.
Bajamos la escalera. Nataly, Rosy y Gianna corren a buscar a Mariana. Me siento en un banco frente al  desembarcadero. Respiro profundo. Lleno los pulmones del olor a salitre, a podrido, a maderas húmedas, a mariscos, a una calle estrecha que desemboca en una plaza con adoquines.

Saturday, June 6, 2015

Gottfried Benn



No recuerdo cómo llegué a ese poema que me dejó sin aire. Era tal su belleza, que no podía entender cómo, desde aquellas imágenes terribles, pudiera la poesía ser tan dura, irreverente, escatológica.
Mi incultura es gigantesca. Cada día descubro lo poco que conozco y lo mucho que me falta por leer, por descubrir. Y no tengo tiempo para tanto. Nadie tiene el tiempo que se requiere para abarcarlo todo, o casi todo. Ni siquiera para lo más necesario, lo imprescindible.
Cuando algo como este breve libro de solo nueve poemas llega a mis manos, y compruebo que ha estado ahí por años, al alcance de todos, y lo ignoraba, no puedo evitar el sentimiento de vacío y orfandad que me asalta. 
Morgue und andere Gedichte, o Morgue y otros poemas, su traducción al español, fue publicado en Alemania en el año 1912. Escrito por Gottfried Benn, nacido el 2 de mayo de 1886 en Mansfeld, hoy Putlitz, Brandenburgo, falleció el 7 de julio de 1956, en Berlín. Especialista en enfermedades venéreas y medicina preventiva, dermatólogo, poeta, y ensayista. Participó como médico militar en las dos Guerras Mundiales. Hoy es considerado uno de los grandes escritores alemanes del siglo XX.
Cuando publicó Morgue, estudiaba medicina forense. Años después, en su ensayo "La carrera de un intelectual", escribiría: "Cuando escribí Morgue era de noche, vivía en el noreste de Berlín, y tomaba un curso de medicina forense en el hospital de Moabit: un ciclo de seis poemas largos que surgieron en la misma hora, que brotaron de golpe. El profesor impartía el curso en el depósito de cadáveres, yo estaba vacío, hambriento...".
La primera edición constó de solo 500 ejemplares que se agotaron en una semana, provocando un gran escándalo. 

A principios de 1935, y ya con una sólida obra que lo respaldaba, los nazis comenzaron a atacarlo. Das Schwarze Korps, la revista de las SS, calificó a Gottfried Benn de "poeta degenerado, cerdo, homosexual, judío y comunista".
Todos sus intentos por publicar las obras escritas en los últimos diez años fracasaron, ninguna editorial le abrió sus puertas. En 1946, en su diario Benn escribió: "Y entonces, después de tanta muerte, de tanto dolor y tanto duelo, encontré a Herta, mi tercera esposa, lo demás interesa poco. Si publico o no, es asunto de los dioses".
Sus últimos años los vivió dedicado por completo a la medicina. En su libro de poemas titulado Aprèslude, un año antes de morir, Benn escribió:
"Me he preguntado con frecuencia, sin encontrar
respuesta,
de dónde provienen el bien y la dulzura,
ni siquiera hoy lo sé, ahora que debo marcharme".

Cuatro poemas de "Morgue y otros poemas":

PEQUEÑA ÁSTER

Un repartidor de cerveza ahogado
fue puesto sobre la camilla.
Alguien había clavado un áster lilaclaroscuro
entre sus dientes.
Al atravesar el pecho
bajo la piel
con un largo cuchillo
a fin de cortar su lengua y paladar,
he debido chocar con la flor pues se deslizó
hacia el cerebro reposando al costado.
La coloqué dentro del tórax
junto al aserrín
mientras lo cosíamos.
¡Bebe hasta la saciedad en tu florero!!!
Descansa en paz,
pequeña áster.

BELLA JUVENTUD

La boca de la niña que había estado largo tiempo entre los juncos
lucía tan roída.
Cuando abrimos su pecho, el esófago estaba tan agujereado.
Finalmente en el arco bajo el diafragma
encontramos un nido de jóvenes ratas.
Una hermanita yacía muerta.
Las otras se alimentaban del hígado y riñón,
bebiendo la fría sangre gozaban de
una bella juventud.
Y bella y rauda fue también su muerte:
lanzamos a toda la pandilla al agua.
¡Oh, cómo chillaban esos pequeños hocicos!!!

CICLO

La muela solitaria de una puta,
que murió sin identificación,
tenía una tapadura dorada.
Como parte de un acuerdo silencioso
las otras muelas cayeron.
Más ésta  la extirpó el encargado de la morgue,
y la empeñó para ir a bailar.
A lo que dijo,
solo el polvo debe retornar al polvo.

LA NOVIA DEL NEGRO

Entonces el rubio cuello de una mujer blanca
yacía encamado en oscuros cojines sanguinolentos.
El sol tempestuoso en su cabello
se extendía lamiendo sus delicados muslos
y se arrodillaba ante sus bronceados pechos,
aún no deformados por el vicio o el parto.
A su lado un negro de ojos y frente marcados por la coz de un caballo
mete dos dedos de su sucio pie izquierdo dentro de su pequeña oreja blanca.
Sin embargo, ella yace durmiente como una novia:
En el marco jubiloso del primer amor
y la víspera de numerosas ascensiones de cálida juventud.
Hasta que hundimos el cuchillo en su blanca garganta
y le echamos una bata púrpura de sangre muerta
alrededor de sus caderas.