Saturday, November 29, 2014

La caverna




                                                                         Para Dulcita, in memoriam.

Unas imágenes que me vienen esporádicamente a la memoria son tan antiguas que no logro ubicarlas en un tiempo específico. Se han transformado en parte de mis recuerdos, o en parte de los recuerdos de un sueño. No estoy convencido de nada de lo que voy a tratar de contar aquí, aunque la historia, por lógica, parece estar muy lejos de la realidad. Pero la realidad, a veces, es ambigua, sobre todo cuando se trata de recordar, porque la mente distorsiona, embellece, o anula, cualquier hecho.

Soy un niño de siete años. Dulce me agarra de la mano. De pie, a su lado, hay un hombre. No sé quién es ese hombre. No puedo verle la cara. Estamos los tres a la orilla de un río. Observamos el agua correr. El agua es oscura y brillante. Todo está en penumbras, porque es una cueva. Por encima de nosotros hay rocas y a nuestros pies, el río corre en silencio.

Me detengo en este punto: estamos en una cueva, miramos correr un río, pero todo está en silencio. Recuerdo aquel silencio como el instante más apacible del cual tengo memoria. Memoria de qué, si ya dije antes que las imágenes se confunden tanto en el tiempo como en la realidad. ¿O es que "el instante más apacible" nunca existió, y el recuerdo que me dejó aquel hecho es incierto, o sea, que nunca lo viví realmente y mi memoria es una mezcla que se diluye entre el sueño y la imaginación de un niño? Pero, cuando vienen esas remembranzas a mi mente (no importa si son oníricas o no) puedo oler la humedad en las paredes de la caverna y el aroma a perfume y cigarros que emanaba del cuerpo de Dulce.
No logro ver la cara del hombre que nos acompaña. Pero cuando trato de hacer memoria y obligarme a recordar intensamente aquel instante, llego a la conclusión de que el hombre no tiene rostro. Sigo:

Me veo de espaldas. También puedo ver las espaldas del hombre y de Dulce. Dulce aprieta mi mano. Yo no deseo que suelte mi mano. Quiero que siempre el agua del río corra en silencio frente a nosotros y sentir la mano de Dulce agarrando la mía. Estamos parados sobre arena. Ahora el hombre sin rostro nos muestra un lugar lejos de nosotros. Miramos hacia donde señala el hombre y allí hay un bote volcado y a su lado, un cocodrilo.

Es un sueño, diría cualquiera, son símbolos que describen tu infancia: la caverna es la matriz, explicarían, Dulce es el cariño, y también es un poco la madre protectora, la dulzura (no es por gusto que su nombre sea tan obvio), y el hombre sin rostro es el padre ausente. Muy bien, podría ser, y también, si me explayo con otras ideas, el bote sería la libertad, la huida peligrosa (¿no descansaba junto a él un cocodrilo?). Pero solo son diferentes opiniones. Creánme, soy mucho más simple. No pretendo demostrar nada con símbolos. No me gustan.
Desconozco la existencia de alguna cueva con un río subterráneo y la presencia de cocodrilos en ella. Por lo menos, no en Cuba, donde vivía cuando tenia siete años. Pero ese momento está en mis recuerdos tan nítidamente claro como son los recuerdos comunes, o los sueños más caprichosos.

Estamos acercándonos al bote. No siento temor. Dulce cubre mi mano con las suyas. Las manos de ella son tan grandes que la mía desaparece entre sus dedos. Alza mi brazo y lo aprieta contra su pecho, como si de esa forma me protegiera mejor. El bote volcado sobre la arena está cubierto en algunas partes por un liquen verde y húmedo. Tiene pequeñas áreas de un color rojo desvaído. El cocodrilo parece dormir. Su cuerpo también tiene liquen adherido en diferentes partes. Se asemeja a una estatua antigua tumbada sobre la arena. Ahora estamos los tres muy juntos, observando. Trato de leer las letras borrosas que no han sido cubiertas. Leo una u del revés, una r; no logro leer más.

Este tema lo he usado varias veces en escritos que se han perdido, por suerte. Unos días atrás, buscando entre mis papeles, hallé algunos párrafos de una novela insoportable que escribí hace ya más de treinta años y que relataba lo mismo, aunque en un tono descuidado, algo atolondrado, como la juventud de aquella época. Pero ahora que vuelvo a leerlos, los recuerdos siguen siendo idénticos, aunque ya no tenga el mismo ímpetu, ni la juventud. 

Con el bote, podemos cruzar el río, pienso. Me imagino surcando las aguas oscuras. Sólo nosotros dos estamos cruzando hacia el otro lado. El hombre sin rostro, inmóvil, parado en la orilla, nos observa mientras nos alejamos.

Aquí se interrumpen las imágenes que me persiguen hace tanto tiempo. No tengo la certeza de haberlas soñado, ni tampoco la seguridad de que viví aquel momento alucinante. Nunca hablé de ello con Dulce, aunque recuerdo estar a su lado preguntándome qué fue realmente, pero siempre me faltó el valor. Dulce ya no está. Una tarde la encontraron ahorcada en el baño de su casa. Todavía su olor a perfume y cigarros me sorprende en los lugares más inesperados, y cuando eso ocurre, ella me toma de la mano y entre sus dedos infinitos, me pierdo.

Saturday, November 22, 2014

Alice


Conocí a la escritora Alice Munro cuando ganó el Premio Nobel de 2013 y salió la noticia en los periódicos. Antes no sabía nada de ella, es más, creía que Canadá, su país de origen, era un lugar enorme cubierto de nieve, donde los esquimales convivían entre alces y focas, pernoctando en iglúes, y transportándose por desolados parajes en trineos tirados por perros.
No sonrían ante mi ignorancia, porque esta confesión es solo una minúscula parte del océano infinito que es mi desconocimiento.
Pues como venía diciendo, vi la foto de una señora delicada, menuda, con cara de pajarito, que sonreía a la cámara y acababa de ganar el prestigioso premio, y me dí a la tarea de buscar varios de sus libros para conocer su obra.
A algunos escritores hay que encontrarles los trucos para disfrutar y poder digerir mejor lo que cuentan, (no me refiero a los que, en la mayoría de los casos, suplantan el no tener nada que decir con subterfugios idiomáticos y frases ampulosas; con esos ya me di por vencido) se les tiene que conocer, o adivinar el camino que utilizan para armar la trama.
El primer cuento que leí de Munro me dejó en ascuas, se me escapó. La historia comenzaba de una forma y, sin darme apenas cuenta, me perdí entre varias otras anécdotas sutilmente conectadas con algunos de los personajes, y terminó abruptamente, como si de pronto hubiera decidido no continuar escribiendo.
¿Es así?, me dije.
Atento a cualquier detalle, por más insignificante que fuera, pasé al próximo. Entonces comencé a sentir empatía por las pequeñas y sutiles historias, por los pueblos que describe, sus casas antiguas, por las personas, por las tragedias que involucraban sus vidas, por el paisaje helado, y el lenguaje duro, hostil, de la gente del campo. Empecé a descubrir sus trampas.
Los cuentos de Munro parecen anécdotas contadas entre mujeres, que en susurros, se intercambian confidencias. Si no estoy equivocado y la memoria no me traiciona, todos son descritos desde una visión femenina. Parten de detalles aparentemente insignificantes que se van ramificando, camuflando, entre personajes que surgen como por azar, transformándose en el puntal de la trama.
¿Cuál es el tema central de sus anécdotas? podría cualquiera preguntarse. El tema central es elástico, te muestra varios caminos, es el pueblo y su gente, son sus rencores, sus costumbres, los deseos aplazados, la vejez, el esfuerzo de la mujer, su empuje en la sociedad, la grandeza y la miseria humana. Se enfoca aquí, se distorsiona un poco más allá; te va llevando sutilmente de la mano como un paseo, como si por azar escucharas una conversación ajena.
Aquí voy a hacer un paréntesis, porque, en definitiva, mi propósito no es un estudio sobre la obra de la escritora, sino la intención de hablar, o tratar de describir, lo que tanto placer me ha proporcionado.
Y lo que quería decir es que me fascinan las historias de mujeres. Me entusiasma lo que piensan, cómo nos juzgan a nosotros los hombres, sus temores, las ideas que tienen sobre la belleza, su capacidad de sacrificio, su inteligencia, su sexto sentido, su valentía, y sus miserias; por nombrar sólo algunas.
De eso se trata la obra de Alice Munro, cuentos simples, sin grandes pretensiones, donde los personajes son gente común que cuida niños, se enferman de cáncer, sufren accidentes, trabajan, aman, se odian, engañan, se frustran, mienten, viven y mueren como vive y muere la mayoría, sin adornos, sin falsas filosofías, sin alardes intelectuales, arreando con problemas ajenos, con los propios, o sea, como la vida misma.


Sunday, November 16, 2014

La casa está envejeciendo


Se puede palpar en cada rincón, en las paredes, se nota en las baldosas del piso, en la escalera, en la quejumbre de las puertas: la casa envejece.
Lo que ella resguarda también se va tornando viejo: los baños, la cocina eléctrica, los cuadros, los libros cubiertos de polvo, las sillas, las lámparas, los papeles olvidados, las máscaras africanas, los álbumes acumulados en cajones, los pequeños adornos apiñados en cajas, las cartas terribles, las ánforas griegas, las fotografías enmarcadas, la ropa de invierno.
Nosotros, los que la habitamos, también envejecemos sin apenas darnos cuenta: las niñas ya no se persiguen zigzagueando temerariamente entre los muebles como antes, ya no hacen añicos las piezas precolombinas escogidas en cada viaje, y la gárgola destrozada que guardé, pedazo por pedazo, en una caja de caramelos, permanece en algún vericueto olvidado, preservando los recuerdos de París, o los instantes que confundimos sus fechas y lugares, trastocando las palabras, quedándonos en silencio.
Son las cuatro y quince de la mañana. Estoy preparando un café. Sólo el ruido monótono de los motores de la pecera y del refrigerador alteran éste instante donde todavía no he despertado del todo, y permanezco en la frontera entre el sueño y la vigilia.
Observo distraídamente a mi alrededor.
Algunas cosas se precipitan hacia mí: los ecos antiguos, los odios convertidos en costumbre, los muertos de allá y los de aquí, los gatos perdidos, las canciones que ya no escucho, las piedras del Mediterráneo, la taza robada de una cafetería en Manhattan, el cementerio en Virginia cubierto por hojas de colores rojas, amarillas, sepias, tus zapatos extraños, los puentes sobre el Támesis, mi madre joven, el frío intenso, el retorno de Nataly, su miedo, el nuestro, los patios de Charleston, el restaurante hindú, la carretera en la madrugada, los gigantes de Botero en un parque de Washington DC al amanecer, la natilla de Fina, la piscina de noche, el jarrón contra el suelo, los ladridos de Laz...
Termino de tomar el café. Recuerdo la pastilla para la presión. Pongo una cápsula sobre la lengua y la trago con un poco de agua. Lavo la cafetera, la taza, el vaso y la cuchara. Paso el trapo húmedo por la meseta, alrededor del fregadero, la pila, la estufa; después lo echo en la lavadora porque huele mal. Guardo la tablet en la mochila y también un yogurt, una manzana, y la pequeña charola de metal con el almuerzo. Me cuelgo los espejuelos al cuello. Tengo deseos de orinar. Me siento en el toilet. Aguanto el pito apuntando hacia abajo para no mojar nada. Me subo los pantalones. Me acomodo el t-shirt mirándome en el espejo del lavamanos. Veo a un homeless que me observa con un rictus antipático en los labios y una barba de tres semanas. No me lavo las manos. Abro la puerta del baño. Junito me espera del otro lado, acostado a lo largo en el suelo por donde debo pasar. Maulla quedamente.
_¿Qué te pasa?- le pregunto.
Me contesta con un quejido-maullido.
_Déjame pasar, chico- le pido.
No se mueve ni un milímetro. Otro pequeño maullido. Le doy unas palmadas en la cabeza.
_I love you, mi gato lindo- susurro mientras le acaricio las orejas.
Otro quejido. Brinco por encima de él.
_Ya hablamos suficiente, viejito-le digo- y no tengo más tiempo.
Me cuelgo la mochila al hombro. Pongo el celular en un bolsillo del pantalón. Voy hacia la puerta. Agarro el llavero que está colgado en la pared al lado de la entrada. Abro. Salgo.


Sunday, November 9, 2014

Caminando descalzo


Me siento como si caminara descalzo. Y no caminar descalzo. Cuando lo hago, parezco una especie de pato gigante dando zancadas. Entonces, si esa es la sensación que me embarga, es que estoy mal, me encuentro mal, camino como un pato, torpe, golpeando el suelo ¡plaf!, ¡plaf!, lento, feo, ridículo.
Es común en mí tener esta clase de tragedias mentales. Por más que trate, no lo puedo evitar. Soy, ante todo, un consumado pesimista, un tipo oscuro, inmerso en su mundo imaginario, inmaduro, gris, inconforme. Pero, con la edad que tengo, ya solo me resta seguir, un día bien, otro mejor, y el peor, bueno, dejarlo por incorregible.
Recuerdo que cuando era niño e íbamos a pasear estaba todo el tiempo angustiado porque el paseo se terminaría. Mi madre comentaba a todo el que quisiera oírla (¡ah, mi madre, siempre tan conocedora de mí!) que yo era un niño muy casero (son literales sus palabras) y que por eso me ponía rebencúo en las fiestas, en el zoológico, en la playa, donde quiera que íbamos, menos en el cine. Nunca he podido entender lo del cine, porque jamás me llevó al cine. Sí, rectifico, una vez fuimos a ver una película los dos, y hasta compró chocolates con almendras, y recuerdo que me sentí aterrorizado por la bruja que se convirtió en un terrible dragón que echaba fuego por la boca. Aquella tarde, por primera vez, me llamaron cobarde, y nada ha cambiado desde entonces, salvo que ahora no me asusto con el dragón, aunque expele fuego.
Cuando estoy de este modo y me encuentro más desanimado de lo que normalmente soy, raras veces escribo. Existe una teoría de que se escribe más y mejor en la angustia. No estoy de acuerdo. En mi caso, la angustia me paraliza y el bienestar me da por contar boberías, que es, en definitiva, de lo único que escribo.
La semana pasada, por casualidad, me topé con un pequeño vídeo de siete minutos que me dejó perplejo. Y es que de alguna manera cuando comencé a investigar y a buscar datos sobre el tema, una voz interior me decía más o menos así: esta es una muestra de lo que tú nunca serás, una clara visión del tesón y de la continuidad, de la valentía, del empecinamiento; o sea, una muestra de lo que tú careces.
Era el documental sobre Petit Pierre y su carrusel; un hombre sordomudo, deforme, que sacaron de la escuela para pastorear ganado, y se dedicó a construir un traste alucinante, hermoso, triste. Me llegó hondo su ingenuidad, la belleza tosca, infantil, de lo creado por sus manos, y, copiando un poco de cada página que encontraba, le escribí mi pequeño homenaje, al que titulé El carrusel.
No sé si son estas tardes cortas, o es el viento fresco que recorre la ciudad, o tener que tropezar a diario con la infinita miseria humana, o el año que se termina, que producen este estado de ánimo en mí. No sé siquiera, verdaderamente, el motivo real, pero no dejo de sentirme como si anduviera descalzo.
Acabo de hablar con Mariana. Me cuenta los detalles de su próximo proyecto y la alegría se le nota en la voz. Envidio eso de Mariana, envidio su poder de entusiasmarse, de emprender las tareas diarias, de mantenerse a flote sin una queja, de pasar de una ilusión a otra con la misma energía y con la felicidad renovada por pequeñas cosas. Cuando pienso en los más de veintidós años que llevamos juntos no logro comprender de dónde ha sacado la fuerza, cómo ha podido empujarme durante todo ese tiempo para que, mínimamente, funcione, y a veces (solo a veces), deje de ser el gigante inútil que camina por la casa, perdido, oscuro, buscando incansablemente a un dragón que arroja fuego por la boca.   

Saturday, November 1, 2014

El carrusel


                                                                          País en que los deshechos
                                                                          son amados todavía,
                                                                          es la comarca sombría
                                                                          donde la luz se perdona,
                                                                          porque allí van las personas 
                                                                          del sueño a la poesia.
                                                                          Silvio Rodríguez. 
                                                                                                                                          
A los siete años, mudo, casi sordo y medio ciego, con el cuerpo desajustado y deforme por el síndrome de Treacher Collins-Franceschetti, vapuleado por las burlas y los abusos constantes, fue obligado a dejar la escuela, a convertirse en pastor, en la soledad insondable del campo y de su destino.
Pierre Avezard nació en Fay-aux-Loges, en el departamento de Loiret, Francia, en el año 1909. Semi-analfabeto, apartado de la sociedad, comienza, a los veintiocho años de edad, la obra a la que se dedicará por más de cuatro décadas. Recolecta todo lo inservible que encuentra: rastrojos, deshechos, objetos rotos, trozos de madera, de latón, de hierro, plástico, goma, lo feo, lo echado a un lado, lo que se olvida; la basura que en sus manos se convertirán en juguetes y tomará fantásticas formas en movimiento.
Alrededor de una precaria choza ubicada en la finca Coinche, aislado de todos, perdido en los campos en los que pastorea a sus rebaños, va levantando, sin ningún conocimiento de ingeniería (o con un conocimiento innato, instintivo), con un viejo motor, poleas y cables, un mundo infantil donde las figuras se mueven, bailan, brincan, corren, disparan chorros de agua, donde todo parece cobrar vida, y la imaginación se desborda, asombra, y conmueve: El Carrusel de Petit Pierre.
Doscientos cincuenta metros cuadrados de todo tipo de materiales, en formas de aviones, helicópteros, autos que ruedan por carreteras, camiones, tractores, bulldozers, tranvías, trenes, barcos, parejas que bailan, relojes enloquecidos, animales que corren o pastan, túneles, herramientas, casas que abren y cierran sus puertas, árboles, flores: su mundo particular de sonidos y de movimiento, de belleza y de soledad.

El cineasta francés Emmanuel Clot, antiguo colaborador de Françoise Truffaut, se sintió impactado (cuenta en una entrevista) al ver semejante andamiaje de metales en movimiento, creado por las manos de un hombre con un sinnúmero de limitaciones físicas. Filmó un documental de solo siete minutos llamado Petit Pierre, con el que obtuvo el premio Cesar de 1980.
Pierre, con más de ochenta años, es ingresado con hemiplejia. Los domingos, mientras se lo permitió el cuerpo, dejaba el hospital para ir a poner en marcha su carrusel.
Muere en 1992 a los ochenta y tres años. Su obra queda abandonada, olvidada. Los vándalos, la propia naturaleza y el tiempo, hacen estragos hasta que es desmontada y trasladada, pieza por pieza, al Musée La Fabuloserie, en Dicy, Borgoña.
El personaje principal de Micmacs, película dirigida por Jean-Pierre Jeunet, del 2009, interpretado por el actor Michel Cremades, es inspirado en Petit Pierre.
En el 2001, Suzanne Lebean, dramaturga de nacionalidad canadiense escribió una obra, un homenaje póstumo, titulada: El fabuloso carrusel de Petit Pierre.


Para ver el video:
http://www.youtube.com/watch?v=Hf3IlwJnNGY

Sunday, October 19, 2014

Una calle del barrio.


El barrio en el que vivo hace ya muchos años tiene algunas calles, ciertos rincones que, inevitablemente, forman parte de mi historia personal. Lugares por donde paso y algo de mí se transforma, me aplasta, o me lleva al borde de una alegría antigua, pasajera, casi infantil.
El viernes pasado, al llegar del trabajo, llevé el bus escolar al mecánico. El líquido del power steering goteaba sin parar, y no logré encontrar dónde estaba el salidero. Mientras manejaba el armatoste, iba preocupado. Una de las preocupaciones era que el mecánico cerrara el taller porque ya se hacía tarde, y la otra, los funestos augurios que me fue anunciando cuando le describí, por teléfono, lo que pasaba con la guagua: todos sabemos que la mayoría de los mecánicos son unos hijos de puta.
Entonces, para evitar el tráfico infernal, doblé en Miami Lakes Drive y tomé el perímetro que bordea al Palmetto Expressway. Ese camino, rodeado de árboles y sombras, tiene un encanto especial. Carlos M, el personaje de uno de mis cuentos, hace jogging los fines de semana por la orilla del canal que corre paralelo a la calle. Y yo, mientras conduzco, voy recreando en la mente otras vidas imposibles, o transformando mi realidad con fantasías absurdas, egoístas, inconfesables.
Siempre se piensa que la vida es injusta; sobre todo con uno. Por lo menos yo lo pienso. Tener que llevar la guagua al mecánico, interactuar con un motor asqueroso que me aterra, relacionarme con la gente que pulula en ese antro, verlos tan a sus anchas entre hierros y aceites, entre pistones, mangueras, y escucharlos, además de soportarlos, mirar sus caras, la manera de moverse, sus chistes que mientras más vulgares, más tontos; el patriotismo barato, sus camionetas gigantescas, las banderitas colgadas en los retrovisores, sus cadenas de oro, las imprescindibles gorras; se me hace cuesta arriba, me amarga. Es lógico entonces que, mientras manejo hacia allí, juegue un poco con la imaginación, que juegue ingenuamente a que eso (ese submundo) no forma parte de mí.
Me veo de una manera que, generalmente, me agrada. Así de ciego soy conmigo mismo. Llevo en el subconsciente una imagen de mí que no tiene nada, absolutamente nada que ver con la realidad. Y no me estoy refiriendo a sentimientos, a formas de ser; estoy hablando solo del físico.
Los espejos reales me muestran a un hombre que mi cerebro olvida, a un hombre que retorna, una y otra vez, y se personifica y molesta, incansablemente; un hombre desechable que me asombra cuando veo en sus ojos un brillo que me es familiar.
El "espejo" a donde mira mi cerebro, refleja a "aquél" que, por supuesto, ya no existe. Ni siquiera tiene una idea clara del paso arrollador del tiempo. Sé que estoy hecho un viejo, y un viejo que envejece mal. Pero dentro de mí, a pesar del deterioro constante e implacable, sigo siendo, aún, joven.
El perímetro termina con un signo de Stop. Una construcción de lo que parece ser una escuela o un pequeño hospital, que está casi terminado. Me agradan las combinaciones de colores de las paredes, las lámparas externas, las ventanas.
En el terreno aledaño pastan las vacas. Abrí la puerta del bus, y frené para observarlas. Algunas me miraban con sus ojos tristes, y sacaban la lengua y se la introducían en la nariz. Otra se rascaba los flancos contra la cerca. No dejaban de rumiar. Se empujaban.
Volví a cerrar la puerta. Miré el reloj: las seis y media y yo comiendo mierda. Acelero.

Saturday, October 11, 2014

La fiesta


Dos semanas antes de la reunión en la casa, Mariana ya no podía dormir más de dos horas seguidas. La madrugada entera se la pasaba dando vueltas en la cama, pensando en las recetas, en los ingredientes que utilizaría, haciendo listas mentales, listas escritas: todos los detalles calculados, programados, para el gran día.
Cuando hablábamos por teléfono, ella manejando el bus escolar y yo en mi trabajo, no hacía otra cosa que describir, detalle por detalle, los cambios o las nuevas ideas que se le ocurrieron en la noche, sin poder pegar los ojos. Y, como es común en ella, siempre llegaban nuevas ideas, que iba adicionando a las anteriores.
Tiene una frase que cuando la pronuncia, yo tiemblo:
-Estaba pensando...
Esas dos palabras pueden significar un millón de cosas. Casi siempre vienen precedidas de infinidades de proyectos, cambios, otras recetas, más gastos, más trabajo para mí.
Una fiesta en casa, una reunión cualquiera, alguna invitación simple para conversar y disfrutar de un vino, de un café, la convierte en detalles deliciosos, en pequeñas obras maestras que parecen salidas de las manos de un chef: platos con quesos variados, recipientes con mermeladas, aceitunas griegas,prosciutto, variedades de galletas, ensalada de pollo al curry, higos al horno con pasta de durazno, blue cheese y envueltos con bacon; semillas, frutas, vegetales, albóndigas con salsa teriyaki, pechugas de pollo a la naranja, etc.
Y la reunión que estábamos planeando era muy importante para ella porque vendrían sus padres, la tía Marta Calvo que vive en La Habana, Tanya Astol de NY, Miguelito y otros amigos, Alejandro con su familia, y los muchachos, que incluyen a Tati y Oscar, su marido.
Yo, por mi parte, me propuse ser un ayudante tranquilo, competente, entusiasta, y no el tipo histérico, peleonero y desagradable en el que me convierto cuando creo que las cosas que tengo que llevar a cabo me sobrepasan.
Ya a las cuatro de la mañana de ese sábado de fiesta, desde la cama, la escuchaba trajinar en la cocina. Por la rendija de la puerta del cuarto entraban los aromas a curry, a gallina asada, bacon, papas cocidas, a café recién hecho.
Bajé las escaleras hambriento, dispuesto a darme un festín, pero lo que me esperaba era un fregadero atestado de cazuelas sucias, batidora, platos, cucharas, recipientes de plástico, bandejas, cafetera, morteros, exprimidores de cítricos, y cuchillos que tendría que lavar. Sin chistar, lo limpié todo.
Cuando llegaron los invitados, mientras Elis Regina cantaba un bossa nova, todo estaba listo y la mesa del comedor cubierta de exquisiteces.
Fue un éxito. Todos comimos y todos estábamos contentos. Se habló (por supuesto) de Cuba, de Guillermo. Mariana me hizo contar, otra vez, la bronca que tuve con el conductor de una guagua en pleno Londres. Discutieron sobre un cantante de ópera que yo no conocía, sobre historias de la familia, de Jaimanitas, de los muertos, y Luis me preparó un bloody mary que no me gustó.
Al final quedamos solos, cansados, ordenando el desorden, limpiando el piso, guardando la comida que sobró en el refrigerador, acomodando las sillas, tirando la basura, echando en la lavadora las alfombras de la cocina, la del baño, escondiéndolo todo de la irrefrenable curiosidad de los gatos. Y cuando terminamos e íbamos subiendo hacia el cuarto, apagando las luces a nuestro paso, pensé que tener a Mariana a mi lado era una cosa muy buena.  


Sunday, September 28, 2014

Los recuerdos inconclusos

A los catorce años leí un libro de cuentos de Ray Bradbury. Aunque hayan libros que van con uno a lo largo de nuestras vidas, otros desaparecen al instante de cerrarlos, y "El hombre ilustrado" ha sido uno de esos que me han acompañado siempre. Es una sensación, como un sabor conocido y lejano que de solo recordarlo, salivas.
Si me pidieran que señalara un relato sobre las relaciones humanas, no dudaría en nombrar a "Caleidoscopio" como uno de los cuentos más desgarradores que conozco. Me confieso incapaz de poder lograr semejante ambiente en una historia tan corta; de poder crear, con doce hombres que van cayendo hacia un terrible final, tanto desconsuelo. Esa es la palabra: desconsuelo. 
La vida que se termina, y no pueden hacer nada para evitarlo. La soledad y la muerte perdidos en el espacio; y lo único que les queda (aunque saben que por muy poco tiempo) es comunicarse y descargar sus odios, sus miedos, sus frustraciones, los recuerdos de la alegría vivida, y la miseria humana (la más popular, como decía Arenas).
Volví a leer ese pequeño y a su vez inmenso relato. La idea de los hombres cayendo como una metáfora. Podría decir, por ejemplo, sin temor a ser demasiado obvio, que es como la vida misma, como la caída vertiginosa que conduce hacia un inevitable final.
Pero ya estoy demasiado viejo (mi madre diría demasiado cujiao) para no comprender que todas las sensiblerías que he descrito antes tienen otro fondo, otros motivos, que sin proponérmelo, interactúan entre la ficción y mis recuerdos.
También, hace unas horas, llegué a la página final de "Un mapa dibujado por un espía", de Guillermo Cabrera Infante, y, aunque de una forma más urbana (para utilizar su propio lenguaje), es también un libro sobre la caída imparable hacia el abismo, una historia de desencuentros, o el advenimiento de la pérdida.
He leído varias críticas enfocadas en los errores que contiene la novela, o la autobiografía (es un poco de ambas), que podían haber sido corregidos, y estoy de acuerdo. Porque el libro no sufriría nada, y sí ganaría mucho si hubiera sido revisado a fondo antes de publicarse. Pero no es mi intención hablar sobre lo mismo.
Cualquier persona que lea esto que escribo se hará la pregunta más simple y lógica: ¿qué coño tiene que ver un cuento de Bradbury con la novela de GCI? Por supuesto que nada. Entonces, ¿de qué estoy hablando? Estoy hablando de lo único que hablo siempre: de recuerdos.                                     
                                          ______

Vuelvo a este relato después de abandonarlo por unos días. Lo he revisado varias veces hasta llegar a la palabra "recuerdos", y aun teniendo otras ideas para continuarlo, incluso la frase final, no me he decidido. Inmerso en las descripciones de la ciudad que más amo, con personajes que me son familiares y en el ambiente extraño y a la vez fascinante del mundo (o de los otros mundos) de Bradbury, me llené de recuerdos y vivencias.
Una de las propuestas era describir la fría y brumosa tarde que pasamos tomando un té delicioso y unos espaguetis blancos (¡al dente, tienen que estar al dente!, exigía Guillermo en su departamento de Londres, donde había que sortear las montañas de libros por todos lados, mientras Miriam Gómez, desde la cocina, me preguntaba si yo era puertorriqueño).
La otra idea (algo descabellada, por supuesto) era mezclar, con esos recuerdos, la primera vez, hace ya más de cuarenta años, que leí a Bradbury. Pero, como dije antes, han pasado varios días, y las sensaciones que me dejaron la lectura de los dos libros se esfumaron. Entonces, tal vez por la imposibilidad de seguir, o porque así lo he decidido, lo termino aquí.

Saturday, September 13, 2014

Los peces muertos


Murieron nueve. Ocho neones y el blanquito que parecía un fantasma. Iban flotando, dando vueltas, chocando contra el cristal mientras las branqueas, lentamente, dejaban de moverse y las bocas buscaban la última bocanada de oxígeno. Después, en todos los rincones de la pecera, los pequeños peces muertos parecían recordarme lo que hice mal.
Cuando cambiamos el agua, cambiamos también el método que anteriormente nos había dado buenos resultados, y la culpa fue mía. Con un sistema muy ingenioso y fácil (lo conocí cuando comenzamos con la piscicultura, mientras buscábamos instrucciones en Internet) que se conecta a la pila del fregadero, succiono el agua y toda la inmundicia, después la vuelvo a rellenar directamente de la pila, con solo maniobrar una pequeña palanca de color azul. Para contrarrestar el cloro, echamos unas gotas de un producto que lo elimina y otro que equilibra el ph del agua (no me pregunten qué es el ph del agua, que es muy complicado). Pero esta vez no lo hice así. No se qué pasó. Me dediqué a recoger los instrumentos, a lavar el filtro, los troncos, separar las decenas de babosas que se reproducen como por encanto, y los peces murieron.
Trato de justificar mi error.
Recuerdo que desde hace varias semanas el agua potable que recibíamos de Biscayne Bay, no viene más. Ahora es de Hialeah y tal vez no haya sido tan pura como la anterior.
El nombre de Hialeah me trae recuerdos agridulces de cuando llegué de Cuba y viví algunos años en esa ciudad. Casualmente, mi primera vivienda era un efficiency mugriento (donde nos apretujábamos para subsistir dos amigos, la mujer de uno de ellos, y yo) que quedaba detrás de la planta purificadora de agua de Hialeah.
Como me siento molesto y culpable, trato de no pensar más en los peces que murieron y preparo un sandwich de jamón, queso, mayonesa y mermelada de naranja. Me acomodo con el plato desechable y una lata de jugo de guayaba en la mecedora de la terraza huyendo del frío glacial que impera dentro de la casa. Mientras voy tragando, decido la fecha exacta para comenzar una dieta. Olvidaré las comidas fritas, los dulces, el pan, las galletas. Voy a dejar todo lo que me gusta, y comeré manzanas, zanahorias, lechugas, yogures, tuna, sardinas, y todas las demás bazofias. Mientras más le doy vueltas en la cabeza a lo que me espera, me dan deseos de llorar, de cagarme en mi madre, de maldecir a todos los santos; pero sigo masticando, y termino de comerme el sandwich, que está muy bueno.
Y aquí estoy, meciéndome lentamente, recibiendo el sol implacable que dentro de muy poco me hará volver adentro, sin pensar en nada en particular, o más bien pensando en muchas cosas a la vez: en la telenovela brasilera, en el árbol que daba sombra y atraía a los pájaros, y ahora ya no están las sombras, ni los pájaros, ni el árbol, pensando en que tengo que llevar a Nataly a Kinkos para hacer varias fotocopias de colores que necesita para un proyecto de la escuela, que al bus escolar le están poniendo los forros de los asientos porque estaban hechos una calamidad, "que el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos", que cada día soporto a menos gente, que tengo miedo a morirme y no me cuido, que volví a leer El guardián en el centeno, de Salinger, y que no me pareció la gran obra que años atrás creí que era, que si tendrá algún sentido que escriba estas descargas inútiles, y aún peor: que después las envíe por email a otras personas, que la muchacha que caminaba con los perros se fue del barrio, que de Hialeah recuerdo dos cosas, un viejo artículo de Gina Montaner titulado Feísmo, y la otra es una madrugada manejando hacia la factoría, cuando en la radio Aznavour comenzó a cantar La Mamma, y que el cielo de aquella madrugada era de un color morado, y las nubes estaban bajas, apelotonadas, y un perro cruzaba la avenida, y lo seguí mirando mientras continuaba su camino, y yo me sentía muy solo.





Saturday, August 23, 2014

She's only rock 'n' roll



Hoy terminan mis vacaciones y las de todos en casa. Mañana comienza el nuevo curso escolar. Mariana está buscando canciones de Mick Jagger, de Freddie Mercury, y baila feliz porque volverá a trabajar y a dejar, por unas horas, a los nietos en la escuela.
Las paredes retumban mientras cantamos: we are the champion, my friends... and we'll keep on fighting till the end... Gritamos como si entonáramos un himno, como si aún fuéramos aquellos jóvenes apasionados y llenos de esperanza que un día fuimos. Gritamos y cantamos y una nostalgia por lo que éramos, por lo que ganamos, por todo lo perdido, nos acompaña en los gestos, en el ritmo de la canción, en el aire.
Para devolvernos al tiempo presente solo faltaría que el vecino nos toque en la puerta encabronado, exigiendo que bajésemos el volumen.
La imagen acaramelada de la abuela en la cocina, preparando un delicioso apple pie y varios niños ayudando felices, es una de las grandes falacias que existen. Pasarse unas vacaciones rodeado de niños puede ser algo terrible. Puede provocar sentimientos funestos, sensaciones insospechadas, fisuras cerebrales, cansancio eterno, jaquecas perennes, angustias existenciales, miedo a la oscuridad, deseos de matar, de gritar, de autoflagelarse. El apple pie tendría un sentido más lógico si se convirtiera en un arma mortal, y la dulce abuelita en Jack the Ripper.
Así que ya pueden comprender mejor el por qué de los deseos de Mariana de bailar por toda la casa. Ella solo quiere bailar y cantar después de casi tres meses de vacaciones escolares rodeada de ángeles insaciables.
En You Tube, Mick Jagger se descoyunta: Goodbye, Ruby Tuesday, who could hang a name on you?. Cuando veo a Mick Jagger en el escenario me recuerda a una lagartija en dos patas con el mal de San Vito. Se lo grito por encima de la musica y se ríe y sigue cantando: when you change with every new day, still I'm gonna miss you.
Yo también tuve mi descanso del trabajo, aunque solo fue por una semana. Siete días pueden ser muchos días. Pero no me quejo, hubo cosas que también valieron la pena. Terminé dos novelas que venía leyendo a trompicones, con la ayuda de Oscar le pusimos freón al aire acondicionado del van, lavamos entre todos el bus escolar, cambiamos el agua a las peceras, compramos otros peces, no me afeité, esperé pacientemente a que mi madre me llamara algún día por teléfono, limpié el filtro del aire acondicionado de la casa, hicimos arroz con leche, y nos fuimos a la cama de madrugada, después de hartarnos con programas de asesinatos y de bicharracos extraños.
Comencé a leer otra novela aunque a la pantalla de mi tablet le han salido unas líneas verticales que la cruzan por el centro. Ya no sé qué hacer. La apago, vuelvo a prenderla, pregunto en la página oficial, y no encuentro una respuesta apropiada. Yo ya tengo la respuesta, y es la más fácil: comprar otra; pero en estos momentos no puedo. La crisis económica mundial nos toca a todos y a mí me aplasta lentamente.
Como estaba diciendo, empecé a leer otra novela. Es más bien una especie de autobiografía de un escritor japonés. Sé que puedo parecer monotemático; cuando me da por algo, no hay quién me pare. Ahora me ha dado por el Japón. Anteriormente me dio por Argentina. Desayuné, comí, cagué, soñé, con Argentina. Hoy hago lo mismo con el Japón.
El libro comienza con una descripción de lo que el escritor observa por la ventana de la habitación donde escribe. Se encuentra en un apartamento alquilado en el norte de la isla Kauai, en Hawai, donde se ha alojado para escribir. Desde su escritorio ve un cielo de un azul parejo, sin una nube, el mar, las rocas, la espuma de las olas. Corre varios kilómetros por la playa al amanecer, después se da una ducha, y con una taza de café recién hecho, comienza la tarea de escribir. Compara el calor abrumador de agosto en la ciudad de Cambridge, Massachusetts, donde reside, con la brisa fresca que le llega del mar y entra por la ventana abierta.
¡Qué maravilla! Yo también voy a escribir una novela. Primero selecciono el país, la ciudad, o el pueblo que deseo, y alquilo un departamento. Con el cheque que la editorial me adelantó, puedo pagarlo todo con comodidad y sentarme a trabajar. Estaré seis meses apartado del mundo. Sí, me impongo ese tiempo, necesito soledad, silencio, un ambiente adecuado a las ideas que llevo en mente... correré junto al mar mientras escucho mi música preferida... o por el campo, si me decido por los árboles y la tierra. La comunicación con la familia, los amigos, las editoriales, será solo por Internet. No aceptaré invitaciones, ni entrevistas. Seré casi un asceta.
Vuelvo a la realidad. Rosy está parada frente a mí con los zapatos que va a usar mañana en la escuela para que le ponga los cordones. Dejo la tablet con las rayas en el centro de la pantalla, la playa solitaria, los bosques y me dedico a los zapatos. Los quiere de una forma diferente a como sé hacerlo, y no lo logro. Se frustra. La convenzo de dejarlos como estaban. A regañadientes lo acepta.
Mariana sigue con su rock mientras prepara el almuerzo. Habrá garbanzos fritos con chorizos y arroz blanco. Me llama. Tengo que cortar las cebollas, machacar los ajos, fregar las cazuelas.
Another one bites the dust.
Another one bites the dust.
Salto al centro de la sala, cierro los ojos mientras brinco y canto:
Another one bites the dust!!!
Nataly, Rosy, Gianna y Mariana se ríen imitando mis movimientos torpes, feos. Me rodean, y bailamos y reímos.





Monday, August 11, 2014

El último tripulante


Contó que primero fue el silencio. Calcularon uno, dos, tres, cuatro... y a los cuarenta y tres segundos un enorme fogonazo de luz seguido por una onda de choque y después otra. Éxito total: 140,000 muertos en la ciudad de Hiroshima. Tres días después, Nagasaki recibió la segunda bomba. 80,000 muertos. Éxito total, repitió. Seis días mas tarde, Japón firmaba su derrota.
Leo en el periódico de ayer, que el último tripulante del Enola Gay murió. Theodore Van Kirk falleció de causas naturales a los 93 años de edad en una residencia para ancianos en Stone Mountain, GA, el pasado día 28 de Julio.
No es mi intención hacer un análisis sobre este episodio de la historia. Ya se ha escrito mucho sobre eso y mis conocimientos son tan superfluos que solo causaría pena una intervención mía sobre el tema. Pero, como no sé escribir de casi nada que no sea sobre lo que me rodea, o lo que de alguna manera me toca personalmente, siento, al imaginar ese instante fatídico, el horror, el pánico de una persona indefensa ante las armas de destrucción masiva y no puedo dividirme ni entender de políticas, ni de gobiernos, ni de banderas, ni de religiones y mucho menos de razones que lo justifiquen.
Sigo con el viejo periódico sentado cómodamente en la sala de mi casa. Una noticia detrás de otra ilustrando la tragedia de vivir día a día con el terror. Ahora es Israel y Palestina. Veo las imágenes, los edificios cayendo, los misiles sobrevolando la noche, los heridos, los muertos, túneles, banderas, tanques, fanatismo, miseria, destrucción.
Pongo a un lado el periódico.
Me duele la cabeza. Tomo dos analgésicos con un vaso de agua. No dormí bien. Pasé la noche teniendo pesadillas. Desperté varias veces durante la madrugada, y al volver a dormirme, los sueños continuaban en el lugar donde se habían interrumpido. Generalmente mis sueños son repetitivos y pueden tener diferentes personajes, pero en casi todos, ando buscando algo, persiguiendo cualquier cosa angustiosamente: mi carro perdido, la salida de un túnel, lograr regresar a mi casa desde La Habana, encontrar un objeto, descubrir que mi padre está ahí, delante de mí, pero no me puede ver, etc.
Anoche soñé que me daban una noticia. Una voz que escuchaba desde un lugar impreciso me anunciaba que Pablo, mi gato, que murió hace más de seis años, estaba muerto.
Mientras lo buscaba, iba caminando por unas calles oscuras, llenas de fango. Todo alrededor había sido destruido; edificios sin ventanas, casas sin techos, árboles caídos, ruinas. Encuentro, tirado sobre un charco, a un gato. No es el mio. No es mi gato, no es mi gato, repito en alta voz. Me asombra el sonido de mis palabras chocando y rebotando contra las paredes. Chorrea un liquido turbio, espeso que va impregnándolo todo. Continúo caminando por lugares cada vez más inhóspitos, más asquerosos, más oscuros. En cada paso que doy hundo los pies en una masa húmeda mezclada con grumos de tierra. No hay nadie por las calles, ni dentro de las casas, ni detrás de lo que queda de alguna pared; pero un murmullo, un cuchicheo lejano me rodea. Cuando trato de escuchar, es como si miles de insectos rasparan sus patas contra una superficie porosa.
Llego a un lugar llano iluminado por una luz intensa. Había varias rocas separadas unas de las otras y un césped de un color amarillento que cubría el terreno. Sentí placer al llegar a aquel lugar. Pensaba que podía quedarme allí, que no regresaría nunca. Me acuesto sobre la hierba y soy joven y soy ligero y estoy feliz de acostarme sobre la hierba. Hay un silencio como es el silencio debajo del mar. Un sonido de helicóptero se acerca y lo interrumpe todo. El zumbido monótono de las aspas me produce un extraño sentimiento de soledad. Los primeros disparos fueron como gruesas gotas de lluvia cayendo sobre la tierra árida. Comencé a correr. Me refugié detrás de una roca, y antes de volver a huir, pude ver la panza del helicóptero y al soldado disparando con una ametralladora. Las balas me perseguían.
Mientras corría, pensaba que hubiera sido muy bueno poder quedarme allí, acostado, sobre la hierba amarilla.

Sunday, July 27, 2014

Breves apuntes sobre uno mismo.



Uno se despierta seis minutos antes de que suene la alarma a las cuatro de la mañana, repasa a grandes rasgos las tareas del día remoloneando por varios segundos debajo de la colcha, va al baño, sentado en el toilette sigue repasando lo que le toca hacer, se ducha, se cepilla los dientes, se unta desodorante, se echa colonia en los brazos, en el cuello, en la cabeza, se viste, baja a la cocina, prepara el café, pone en la mochila el lunch, un yogurt, un banano, la tablet, el cargador de la tablet, recoge del escurridor la loza limpia, la guarda; los platos en su lugar, los cubiertos en su gaveta, el cuchillo en la caja donde están los otros; toma el café, lava la taza, la cafetera, deja caer la borra por el desagüe, prende el triturador eléctrico, enjuaga el fregadero, seca la meseta, apaga la luz de la cocina, abre la puerta y sale.
Uno maneja con precaución, vigila a los policías, activa la señal si va a doblar derecha o si tiene que tomar a la izquierda, frena en los stops, mira hacia un lado, después hacia el otro antes de seguir, utiliza las mismas calles, treinta millas por hora donde exigen las treinta millas por hora, aparca en la estación del tren, apaga el carro, guarda las llaves en un pequeño bolsillo de la mochila, agarra el celular, abre la puerta y sale.
Uno espera el tren revisando Facebook, buscando algo medianamente interesante, y a veces lo encuentra, pero solo a veces; saluda good morning a la mujer que pasa, que le responde buenos dias, dejando en el aire un olor a comida frita, a aceite quemado; marca la tarjeta en la máquina y se monta al tren, busca el asiento acostumbrado, se sienta, sigue revisando cualquier cosa en el teléfono, dormita por varios minutos, se levanta cuando está próxima la parada de Cypress Creek Station, y cuando al fin arriba a la estación y se abren las puertas, sale.
Uno llega al trabajo y espera a que sean las cinco y cincuenta y cinco, marca en el reloj los últimos cuatro dígitos de su Social Security, pone la mano abierta sobre una pequeña plancha de metal hasta que en la pantalla se enciende una señal roja diciendo: OKAY: 0000, guarda la comida en el refrigerador, abre el candado alineando los cuatro números claves, busca la taza blanca de porcelana, va al comedor, la friega, la llena de agua, la pone en el microwave tres minutos, presiona el botón de start, espera hasta que faltan cuarenta y nueve segundos, saca la taza, sobre el agua hirviendo echa dos cucharaditas de café instantáneo, dos cucharaditas de crema y una cucharadita y media de azúcar, lo revuelve, tira la cuchara en la basura y, con cuidado para no derramar el líquido, regresa a su lugar de trabajo, escucha Pandora con los audífonos puestos, canturrea bajito una canción de Silvio; cuando aparece una oportunidad, lee tres, cuatro páginas del e-book del momento, lo deja, trabaja, lleva los papeles a la oficina, saluda a la muchacha obesa, le dice qué calor, sí, y no para de llover, responde ella: gracias, le dice uno, you are welcome, responde ella; hace fotocopias, envía un fax; a las doce en punto, para el lunch, vuelve a marcar los cuatro dígitos, otra vez la mano abierta en el reloj, come la ensalada mientras lee la novela, termina de comer, va al baño, se lava las manos, se enjuaga la boca, orina, se vuelve a lavar las manos, vuelve a marcar los cuatro dígitos en el reloj, la mano abierta, OKAY: 0000, regresa al trabajo, escucha canciones de Buika; a las dos y media es la hora de irse, lo cierra todo, guarda en la mochila la tablet, el cargador, el celular y sale.
Uno vuelve a esperar el tren en el andén, esta vez hacia el sur, y suda y suda; a las tres y dos minutos arriba a la estación, se abren las puertas, entra al vagón, se sienta, lee, con la sensación de frío del aire acondicionado se va durmiendo, cabeceando, hasta que llega a Opa Locka Station a las tres y cincuenta; se levanta del asiento, se abren las puertas y sale.
Uno llega al carro y lo abre, recibe un golpe de vapor en la cara, se acomoda, se pone el cinturón de seguridad, lo prende; conduce por las mismas calles frente a los mismos comercios, el mismo canal, los mismos patos en el canal, los mismos semáforos, la misma escuela, la misma iglesia, el mismo parque, la misma mujer con el mismo perrito hablando por teléfono, el mismo hombre trotando como un atleta profesional, la misma muchacha trotando torpemente, el mismo barrio; dobla en la misma esquina, el mismo drogadicto esperando con la mano extendida, la misma gasolinera, el mismo hueco en el asfalto, llega frente a la misma casa, aparca en el mismo parqueo asignado, abre la misma puerta y entra.

Saturday, July 19, 2014

El nipón



Sueño en japonés. No estoy buscando la palabra "sueño" en ese idioma, es que, sin preocuparme si está bien dicho o no, estoy últimamente soñando como si fuera un japonés. No es que en mis sueños me encuentre literalmente en Japón, es que, de una forma inexplicable, pienso, me alimento, observo, siento, hablo, como un nipón. Podría estar en el patio de mi casa, incluso, interactuando con mi familia o ayudando a mi mujer en la cocina; podría estar sentado frente al televisor viendo por cuarta vez la misma película con mis nietas, cenando frijoles negros con picadillo y platanitos maduros fritos, y, aun así, soy una especie de maestro zen, sereno, magro, introspectivo, sentado ceremoniosamente sobre un tatami de bambú, inmerso en la contemplación y en una filosofía que no llego a comprender, ni siquiera a definirla adecuadamente. Cuando despierto, desorientado, es como si estuviera en una habitación ajena, hasta que, poco a poco, voy regresando a mi entorno natural.
En la madrugada desperté y miré el reloj. Creía que ya debía levantarme, pero solo eran la una y cuarenta y dos. Acomodé la almohada, cambié de posición y traté de volver a dormirme. No pude. Se repetía dentro de mi cabeza, sin control, la frase "sueño en japonés, sueño en japonés" como un mantra interminable.
Anoche, sentados en la sala mirando la televisión, vimos por casualidad, pasando de un canal a otro, un programa de España donde muestran la vida de algunos españoles en otros países. ¿Cuál era el país del programa de ayer? Pues, no faltaba más, ¡era Japón!
Al ver mi entusiasmo por el programa, viendo como hacían los bonsáis, o a un grupo de borrachos en un bar karaoke vociferando desafinados, Mariana, que posee más de los cinco sentidos regulares, comentó:
─ Mira, qué casualidad, ahora que te ha dado por la bobería japonesa.
Alguna explicación habrá para esta nueva locura de Marco, pensará el que esté leyendo esto. Sí, tengo una explicación: voy por el sexto libro de Haruki Murakami, el escritor japonés que tanto éxito tiene.
Se dice fácil, pero, leer una detrás de otra, cinco novelas más un libro de cuentos de un mismo autor, es un buen record.
Pensando de esa forma, no sería extraño si trocara los gustos, la manera de ver las cosas; hasta podría suplantar los que siempre me han alimentado por platos asiáticos: los spaguettis por pescado crudo con salsa happo dashi, o un plato de congrí por uno de hosomaki, o la carne con papas por un yakimeshi de verduras, por ejemplo.
El sábado fuimos a una pequeña tienda a una cuadra al norte de Pines Boulevard que sólo vende frutas y vegetales. Yo, como siempre que tengo que ir de compras, seguía a Mariana con el carrito por los pasillos, amargado, aburrido y, pacientemente, esperaba mientras ella escogía lo que quería. Detrás de mí, escuché unas voces en una lengua desconocida, que a la vez, me era familiar. Con disimulo miré y ¡voila! ¡una pareja de nipones!
Para mi placer, no dejaban ni por un segundo de parlotear. Eran una mujer de unos sesenta y cinco años y un hombre de la misma edad, tal vez dos o tres años mayor. Discutían. Aunque no entendía una sola palabra, el tono con el que se comunicaban demostraba cierto grado de enojo. Se podía cortar con un cuchillo la rabia contenida hasta en los más simples gestos. La mujer agarraba un manojo de rábanos y el hombre protestaba, él ponía en el carrito una bolsa de naranjas y ella la cambiaba por manzanas.
Casi alelado, comencé a seguirlos por los pasillos. Me sentía hipnotizado. A mi alrededor todo desapareció de repente, solo ellos dos existían para mí. Y, como un personaje de Murakami, mi otro yo, ya sin ataduras, se desprendió como una sombra para ir detrás de ellos por la tienda.
Los ancianos, sin reparar en mi (otra) presencia, continuaban con lo suyo sin ponerse de acuerdo una sola vez.
Todo estaba relacionado con la literatura y con la magia: los tomates, las lechugas, los pimientos, las cebollas, los melones, las piñas, los olores, iban ligados a los seis libros leídos del mismo escritor. Pero como la realidad es casi siempre otra, y lo cotidiano, quiéralo uno o no, tarde o temprano te devuelve a tu lugar, escuché de pronto una voz que provocó que "mi otro yo" regresara a mí. Al darme la vuelta y mirar, Mariana, con tres bolsas en cada mano llenas de vegetales y frutas, me decía:
─ Oye, ¿tú no crees que ya tienes la edad suficiente para dejar de comer de lo que pica el pollo?
Asentí.
Fui hacia ella empujando el carrito, acomodé las bolsas y, pacientemente, la seguí hacia la caja registradora. 
Antes de salir, busqué por todos lados a la pareja de ancianos, pero no la vi más.

Sunday, July 13, 2014

Amanece y llueve

Está amaneciendo. Abro las cortinas. No veo nada hacia afuera y no me gusta. Tengo la sensación de que me observan, pero no por eso vuelvo a cerrarlas.
Tomo un vaso de agua para mitigar el sabor mentolado de la pasta de dientes en la boca. Después preparo café. Echo dos cucharaditas de azúcar en el agua. Antes lo revolvía, ahora no lo hago porque es innecesario. Todo se mezcla en el proceso de la ebullición. Es más fácil. Como dejar las cortinas abiertas aunque sienta que me pueden ver desde afuera. Que vean todo lo que quieran ver, qué más da.
La cocina, la sala, los cuadros, el baño, los muebles de cuero, los espejuelos, el celular, la laptop, la tablet, la cuchara; todo está congelado, yo estoy congelado. Abro el agua caliente del fregadero y dejo que corra por unos minutos. Después, poco a poco, voy metiendo las manos dentro del chorro. Sale humo cuando el agua se desliza entre mis dedos. Quema y me gusta que me queme.
Me veo, hace ya mucho tiempo, en el cine Alameda, mirando una película aburrida. ¿Era rusa? Creo que sí era rusa. Viene a mi memoria una escena: había mucha nieve y era de noche. Un hombre y una mujer caminan por un bosque de árboles raquíticos, sin hojas. Hunden los pies en la nieve. Se les hace agobiante cada paso, cada esfuerzo. El sonido del viento y las pisadas en la nieve. Se sientan y recuestan la espalda a un tronco. Están muy juntos. La mujer se abre el abrigo y el hombre pone sus manos en los pechos blanquísimos de la mujer. No cruzan entre ellos ni una sola palabra.
Escucho el café burbujeando. Lo vierto en mi taza preferida. Voy hacia la mesa del comedor. Pongo un porta vasos y encima la taza. Me siento.
¿Era rusa la película de la pareja en la nieve? Me asalta la duda. ¿No fue una de samuráis, japonesa? Me confundo. Creo que sí, que era japonesa. Un samurái y una mujer caminan con dificultad por un campo cubierto de nieve. Agotados, se recuestan a un árbol. No hablan. La mujer lleva las manos congeladas del hombre hasta sus tetas, debajo del kimono. Si, era con un kimono la escena. ¿La mujer no tenía las manos congeladas? Parece que esos detalles no tienen importancia en la película. Pero saltar de la estepa rusa a un campo nevado del Japón va un gran trecho. De cualquier forma, calentarse las manos entre los pechos de una rusa o una japonesa, debe ser muy agradable.
Enciendo la laptop. Noah da un salto y se sube a la mesa. Me mira midiendo mi reacción. Camina sobre el teclado y la cola me roza la cara. A Noah lo compramos. Es el único gato que hemos comprado. Todos los demás son recogidos de la calle. Con él ha sido diferente. Entramos a una pet shop buscando pececitos y allí, dentro de una jaula, estaba él, listo para ser adoptado. Se llamaba Storm y me miraba con los ojos tristes, atentos. Le pregunté a la mujer si podía sacarlo de la caja y cuando lo cargué, se dejó abrazar como un niño. No pude resistirme. Se lo regalé a Rosy por su cumpleaños: una ceremonia simbólica, un ritual que tenemos en casa: cada animal es de una de las niñas. Ninguno es mío. Yo solo limpio la mierda, los alimento y cuido de que tengan agua. Al instante le cambió el nombre horrible de Storm al de Noah. Resultó ser un glotón cariñoso que busca constantemente el contacto con los que habitamos en la casa. Lo bajo de la mesa. Se va protestando a la cocina a comer.
La película japonesa (¿o era rusa?) sigue dándome vueltas en la cabeza. ¿Existió esa película? ¿Vi realmente alguna escena donde una mujer calentaba las manos congeladas de un hombre con sus pechos y el kimono? ¿O era un abrigo y estaban en la estepa rusa? Ya no estoy tan seguro. No tiene ninguna relevancia ese recuerdo, pero no me abandona. ¿Vi realmente las tetas de la rusa, de la japonesa, o me lo he inventado yo?
Ya amaneció completamente. Llueve. Abro la puerta de atrás. Desde el balcón del cuarto, un chorro de agua cae sobre las paletas en movimiento del aire acondicionado produciendo un sonido metálico que interfiere con el de la lluvia. Un sapo sobre la silla amarilla del patio me observa. El aire acondicionado se detiene y el sonido cesa. Ahora es solo la lluvia cayendo. Escucho.
Cierro la puerta. El frío adentro es casi insoportable. Podría subir la temperatura, pero todos duermen. Me pongo el sweater que uso para estar en casa. Me siento un poco más confortable. Preparo otro café. Lo voy tomando mientras escribo en la laptop. Comienzo un relato. Tecleo:
Un hombre y una mujer caminan sobre la nieve...

Saturday, July 5, 2014

O jogo bonito


Mariana y yo, cada cuatro años, durante un mes, nos convertimos en hinchas furibundos, sufrimos en cada jugada o gritamos eufóricos en los goles como dos perfectos energúmenos hasta que las gargantas nos duelen. Después que termina el mundial de fútbol, por cuatro largos años, ignoramos todo lo que huela a deporte.
Pero, en este mes, la casa está regida por los horarios de cada partido. Todo lo demás pasa a un segundo plano: ¿el piso manchado?, después que termine el partido lo limpiamos; ¿la ropa sucia?, después del medio tiempo; ¿la pecera está turbia?, después, después...
─ ¿Qué hay de comer hoy?─- pregunta Rosy, mientras da unos pasos de ballet frente al televisor.
─ No sé, en el refrigerador hay muchas cosas.  Come.
─ ¡Ama, Gianna está sacando todos los juguetes!
─ ¡Déjenme ver el partido, no jodan más!
─ ¡Apo, Rosy está brincando sobre la cama!
─ ¡¡¡¡Gooool!!!!!......¡¡¡coño, goooooooool, gooooooool!!!
No leo ni escribo una sola línea, solo me preocupa el no poder estar frente a la pantalla siguiendo el balón. Solo quiero que el tren no se rompa cuando vengo de regreso, que las señales ferroviarias no se disloquen por la lluvia, que llegue a tiempo para poder ver el partido, que ganen mis preferidos, que pierdan los que no me gustan, que se jodan los que quiero que se jodan.
Están pasando un comercial muy gracioso por el canal del mundial. Cada vez que lo repiten, me río como si fuera la primera vez que lo veo: en un lugar de trabajo hay una fiesta y un grupo de personas disfrutan de un partido; un hombre sale de su oficina tratando de no mirar lo que los otros tanto celebran, va murmurando mientras huye: ¡lo tengo grabado, lo tengo grabado! Durante el camino de regreso a su casa se  topa con diferentes situaciones en las que todos miran el partido. Cierra los ojos, se tapa los oídos, canturrea una canción para no saber el desarrollo del juego. Al fin, llega a su casa. Cuando está aparcando el carro, viene corriendo un vecino para anunciarle el resultado final. Él escapa corriendo y haciendo ruidos para no escuchar, y, satisfecho, abre (¡al fin podrá ver el partido desde el comienzo!) la puerta de la casa, pero una niña aparece corriendo desde una habitación y le grita al pasar:
─ ¡Papi, ganamos!
La cara del tipo se transforma en un poema.
Nos reímos de la expresión de frustración y ternura que muestran sus ojos.
En mi trabajo, no puedo hablar con nadie de soccer. A todos les gusta el básquet, el football americano y la pelota. Por las mañanas, mientras van llegando, observo sus reacciones y no veo nada que no sea lo habitual. Como si el mundo girara igual que antes del 12 de junio, como si fueran sordos, o ciegos, o
zombies, o vivieran en Neptuno. Sienten una total indiferencia por "o jogo bonito". El mundial de fútbol no los toca, son inmunes a toda la emoción.
No mencionan el Maracaná, o las playas de Río de Janeiro, ni a Messi, ni a Neymar, o el descalabro de España y Portugal, el bailecito de los colombianos, ni la angustia en el partido de Estados Unidos contra Bélgica, ni la tristeza de México, ni al portero Tim Howard, o la mordida de Suárez. Todos siguen sus vidas como si nada pasara. O sea, como si vivieran en el planeta Neptuno.
Anoche, antes de irme a acostar, fui a darle un beso a Nataly. Dejó por un instante el celular, apartó el Ipod 5, se quitó los headphones y, suavemente, mirándome a los ojos, preguntó:
─ Apo, tenemos hambre, ¿cuándo van a cocinar algo?
─ Pero no pueden tener hambre ─ le respondí ─ en esta casa hay de todo para comer.
─ Apo ─ volvió a la carga mi linda nieta ─ I mean comer, carne, arroz, papitas fritas; no hot dogs, no paqueticos de papitas, no cereal con leche, you know.
─ ¡Ah, es eso!─ respondí distraídamente- Será después del 13, cuando se acabe el mundial... good night mi niña.
Después cerré la puerta de su cuarto y me fui al mío, rumiando la frustración por la derrota de mi equipo.

Saturday, June 21, 2014

Divagando


Hace varios días que no escribo y de eso tiene la culpa lo que leo. Cuando un libro me apasiona o me motiva, casi siempre logro hacer algo nuevo. Pero, ¡ay de mí!, qué aburrido, qué cuesta arriba se me hace lo que me he impuesto, lo que me obligo a leer en este momento.
Son dos novelas. Dos escritores que conozco sus obras casi en su totalidad, y aun así, o no estoy en el mood, o no es el momento ideal para esas historias. Ya veré si podré ser capaz de seguir, o simplemente, desistiré. Si un libro no me produce placer, lo aparto y digo lo mismo que Borges: "Yo aconsejo, ante todo, la lectura hedónica, la lectura del placer". La época en que me obligaba a leer todo Proust, una novela detrás de la otra como una tarea impuesta, ya pasó.
Las semanas también pasan sin apenas darme cuenta. Hoy, al firmar unos papeles en mi trabajo, vi que estábamos a 12 de junio, y caí en la cuenta de que hace exactamente treinta y cuatro años y seis días que arribé a este país.
Los (años) que viví en La Habana se me muestran en imágenes intermitentes, en silencio. Hay un silencio enorme en esos recuerdos. Algo ha cambiado, o soy yo el que he cambiado, pero no tengo nostalgias por aquel tiempo. Es como si proyectaran una película silente que me sé de memoria, y, mirando cómo se suceden las escenas, espero por la próxima, sabiendo de antemano lo que viene a continuación.
Como estaba cerca de la fecha señalada, se me ocurrió escribir una serie de relatos sobre mi arribo a Cayo Hueso y los primeros días en este país. Pensaba agruparlos con el título 1980. Me sentí entusiasmado con la idea, como me siento siempre que emprendo la tarea de comenzar un nuevo proyecto. Esbocé algunos pequeños relatos con la imposición de que nada político, o alguna sensiblería por la ciudad que quedó atrás se notaran claramente. Todo lo político, todas las pérdidas, tendrían que estar, aun sin nombrarlas, dentro de un lenguaje minimalista, desprovisto de sentimientos, como si narrara una noticia.
Pero no me convencían. Estaban forzados, no se deslizaban al releerlos, y cuando pensaba en ellos, por algún rincón de mi cerebro sentía una voz que me acusaba de no estar escribiéndolos para mí.Ni siquiera los guardé con la intención de revisarlos más adelante, y al borrarlos, me sentí aliviado. Ya no guardo nada. Si no me gusta lo que leo, lo elimino y lo olvido al instante.
Dos meses atrás volví a leer un pequeño libro de cuentos de un escritor x que me dejó un sabor extraño desde la primera vez. Con esta segunda lectura aquel extraño sabor retornó como antes junto a la imagen de x queriendo halagar, suplicando por una palmadita de aprobación. Lo imagino terminando el cuento y murmurando: "¿le gustará o no le gustará? Esa es la cuestión." ¡Qué patética visión! Le tengo pavor.
Han pasado varios días desde que comencé a divagar con esta cosa que hago para mi blog, y hoy desperté escuchando a Armstrong. Una canción, y después otra y otra. No se sale ileso con Armstrong. Algo se revuelve por dentro como una melcocha; se retuerce a su antojo, y ya no puedes hacer nada.
Amaneciendo, y Édith Piaf, Nina Simone, Jacques Brel, Ella Fitzgerald; un suicidio en Miami Lakes. ¿Han visto un video en You Tube con la cara de Jacques Brel cantando Ne me quitte pas? No hay nada tan trágico, ni tan suplicante, ni tan grande.
Vino a pasar el día con nosotros mi suegro. Entre los dos, desaparecimos el contenido de una botella de vodka, exageradamente grande, como todo lo ruso. Luis entró a la cocina, y me enseñó a servir el mejor trago que he tomado con esa bebida:
Un vaso ancho y corto (para mí es indispensable el tipo de vaso) varios cubitos de hielo, vodka al gusto, rellenar después con tonic water, y al final, agregarle el zumo de medio limón.
Es el paraíso, y la mejor manera de ver los juegos del Mundial.