Sunday, November 9, 2014

Caminando descalzo


Me siento como si caminara descalzo. Y no caminar descalzo. Cuando lo hago, parezco una especie de pato gigante dando zancadas. Entonces, si esa es la sensación que me embarga, es que estoy mal, me encuentro mal, camino como un pato, torpe, golpeando el suelo ¡plaf!, ¡plaf!, lento, feo, ridículo.
Es común en mí tener esta clase de tragedias mentales. Por más que trate, no lo puedo evitar. Soy, ante todo, un consumado pesimista, un tipo oscuro, inmerso en su mundo imaginario, inmaduro, gris, inconforme. Pero, con la edad que tengo, ya solo me resta seguir, un día bien, otro mejor, y el peor, bueno, dejarlo por incorregible.
Recuerdo que cuando era niño e íbamos a pasear estaba todo el tiempo angustiado porque el paseo se terminaría. Mi madre comentaba a todo el que quisiera oírla (¡ah, mi madre, siempre tan conocedora de mí!) que yo era un niño muy casero (son literales sus palabras) y que por eso me ponía rebencúo en las fiestas, en el zoológico, en la playa, donde quiera que íbamos, menos en el cine. Nunca he podido entender lo del cine, porque jamás me llevó al cine. Sí, rectifico, una vez fuimos a ver una película los dos, y hasta compró chocolates con almendras, y recuerdo que me sentí aterrorizado por la bruja que se convirtió en un terrible dragón que echaba fuego por la boca. Aquella tarde, por primera vez, me llamaron cobarde, y nada ha cambiado desde entonces, salvo que ahora no me asusto con el dragón, aunque expele fuego.
Cuando estoy de este modo y me encuentro más desanimado de lo que normalmente soy, raras veces escribo. Existe una teoría de que se escribe más y mejor en la angustia. No estoy de acuerdo. En mi caso, la angustia me paraliza y el bienestar me da por contar boberías, que es, en definitiva, de lo único que escribo.
La semana pasada, por casualidad, me topé con un pequeño vídeo de siete minutos que me dejó perplejo. Y es que de alguna manera cuando comencé a investigar y a buscar datos sobre el tema, una voz interior me decía más o menos así: esta es una muestra de lo que tú nunca serás, una clara visión del tesón y de la continuidad, de la valentía, del empecinamiento; o sea, una muestra de lo que tú careces.
Era el documental sobre Petit Pierre y su carrusel; un hombre sordomudo, deforme, que sacaron de la escuela para pastorear ganado, y se dedicó a construir un traste alucinante, hermoso, triste. Me llegó hondo su ingenuidad, la belleza tosca, infantil, de lo creado por sus manos, y, copiando un poco de cada página que encontraba, le escribí mi pequeño homenaje, al que titulé El carrusel.
No sé si son estas tardes cortas, o es el viento fresco que recorre la ciudad, o tener que tropezar a diario con la infinita miseria humana, o el año que se termina, que producen este estado de ánimo en mí. No sé siquiera, verdaderamente, el motivo real, pero no dejo de sentirme como si anduviera descalzo.
Acabo de hablar con Mariana. Me cuenta los detalles de su próximo proyecto y la alegría se le nota en la voz. Envidio eso de Mariana, envidio su poder de entusiasmarse, de emprender las tareas diarias, de mantenerse a flote sin una queja, de pasar de una ilusión a otra con la misma energía y con la felicidad renovada por pequeñas cosas. Cuando pienso en los más de veintidós años que llevamos juntos no logro comprender de dónde ha sacado la fuerza, cómo ha podido empujarme durante todo ese tiempo para que, mínimamente, funcione, y a veces (solo a veces), deje de ser el gigante inútil que camina por la casa, perdido, oscuro, buscando incansablemente a un dragón que arroja fuego por la boca.   

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