Wednesday, December 25, 2013

El barrio: La finca de Genaro


Yolanda no podía siquiera escuchar la palabra rana. Le daban escalofríos, se le erizaba  la piel y en ocasiones, se iba de casa huyendo abruptamente, ante mi imprudencia, dejándome una sensación de pena; la misma que sentía cuando en la radio, una voz engolada anunciaba en las tardes: y ahora, la voz que a usted le gusta, la de Javier Solís...  y comenzaba aquella canción: payaso, soy un triste payaso...
Su casa quedaba junto a la de tía Gabriela, en la calle 4ª, al lado del puesto de la vianda. Fueron las mejores vecinas, las grandes amigas, hasta el día que Yolanda criticó algo de Gabriel, mi primo. Eso trajo la discordia entre las dos, y se pelearon a muerte. Más bien fue tía Gabriela la que se disgustó para siempre. Yolanda  continuó  sin hablarle el resto de su vida, porque no se le ocurrió nada diferente para evitarlo.
Genaro, el esposo de Yolanda, poseía un pequeño terreno en la calle F, entre la 3ª y 4ª  donde sembraba vegetales, hortalizas y frutas para vender, al que llamaban La finca de Genaro, menos en mi casa. Allí su finca era simplemente La finca de Yolanda. Nunca supe el por qué le llamábamos La finca de Yolanda, si ella ni se asomaba a la cerca porque decía que "aquello está lleno de ranas y bichos".
Yolanda entraba a la casa trayéndonos tomates, dos mangos, ajíes y cualquier nuevo acontecimiento. Contaba historias de los vecinos; sabía de todas las peleas, los engaños, al que se llevaban preso, el que vendía, el que robaba, conocía a la mujer golpeada por el marido, el que era maricón, los que hacían brujerías.
A mí me encantaban sus anécdotas, su chismorreo de barrio, los cuentos de su juventud, su risa y su terror irracional a las ranas, a todo lo que se arrastra, a cualquier animal que conviva entre la hierba, en los árboles, en las hojas.
Desde siempre, en el lugar más inoportuno, en el rincón olvidado o debajo de cualquier mueble, vivía con nosotros un sapo verde-amarillo, de goma,  que cuando se apretaba, emitía un sonido, abría una boca desmesurada y estiraba las patas traseras.
Con solo mostrárselo desde lejos, Yolanda salía corriendo o me rogaba que sacara a ese bicho asqueroso de la casa, que hacia crroooag, tan amenazadoramente.
Genaro fumaba un tabaco eterno. Por la mañana, en la tarde, por las noches, el tabaco era parte de él, como su expresión de hombre recio, molesto por todo, con rabia hacia todos. Yo lo evitaba, porque me era intimidante la forma que tenía de mirarme cuando nos cruzábamos en su casa. El patio de su casa, tenía una arboleda de matas de aguacates, mangos, guayabas, chirimoyas, plátanos. Era un lugar donde las sombras y el fresco, me despertaban historias de aventuras, de fantasmas, de fieras salvajes acechando, donde podría haber tenido las más feroces batallas, pero que nunca pisé; era para mí la tierra vedada, el mundo de Genaro.
Yolanda hacía panetelas para vender. De vez en cuando, reservaba un pedazo,  que me servía, sermoneándome por las maldades que le hacía, "con esos bichos horribles", molestándola, asustándola. Mientras comía, escuchaba sus recriminaciones sin responder una sola palabra. Allí en su casa, me hablaba de tía Gabriela, de lo abusador que era Gabriel, de otros vecinos. Yo solo escuchaba  y tragaba.
Recuerdo una tarde que llegué buscándola, (esperando un pedazo de panetela), que marcó en mi memoria la última vez que entré a aquel lugar.  La casa, como siempre, estaba abierta. Fui hasta la cocina llamándola. No contestó. Aun sabiendo que ella no estaría en el patio, donde podría encontrarse con sus odiados bichejos, me asomé a la puerta de aquel universo vedado para mí.
Genaro, sentado en una silla, descalzo debajo de un árbol, fumaba su tabaco. Estaba tan absorto mirando hacia un punto frente a él que no notó mi presencia. La expresión de su cara se había suavizado y parecía un viejo cansado y triste. Sin hacer ruido, me di la vuelta y volví a la calle.
Al día siguiente lo encontraron muerto sobre un surco de lechugas, en su finca.
Los recuerdos son confusos. Alguien entró gritando la noticia. Corrí hacia allí y cuando llegué, cuatro hombres cargaban a Genaro.  No fueron los gritos de Yolanda, ni su ropa cubierta de tierra, ni las manos, ni los brazos enfangados, ni las piernas manchadas lo que más recuerdo.
Aun hoy, veo perfectamente que los hombres se abrían paso entre la gente del barrio, conglomerada, curioseando en la calle. Agarraban el cuerpo de Genaro por las piernas y los brazos y la cabeza colgaba hacia abajo, como un muñeco roto y sucio. La cara era gris, con pegotes de barro. Los ojos abiertos, asombrados, mirando hacia el cielo. Por un lado de la boca, chorreaba una baba color de chocolate y grumos de tierra.
Al pasar frente a mí,  vi los huecos de la nariz y de la oreja, taponeados de fango húmedo.
Cuando se lo llevaron y todo volvió a la normalidad, entré, cautelosamente, al terreno. Brinqué sobre  los surcos, palpé los tomates, las hojas, las enredaderas de frijoles, vi los instrumentos, una pala, un azadón, la manguera rota, dos cubos, una carretilla, un periódico con una piedra encima, un tanque de metal lleno de agua, un machete.
Después, no recuerdo nada más.


Saturday, December 21, 2013

Jueves


Es jueves y no trabajo. A las 5:30 am dejé un mensaje en la oficina. No quiero hablar con mi jefe. Miento mejor a la máquina. Estoy enfermo, le digo, muy enfermo. Cuando cuelgo el teléfono le sigo hablando, esta vez con toda mi alma: ¡fuck you!  Y me siento bien. Es bueno decir cosas soeces en algunas ocasiones. Descongestiona, suaviza los músculos.
Todos han salido de casa. Estoy solo con la gata. Tomo café, abro la computadora, miro casas lindas, piscinas, espacios públicos minimalistas. Los lugares grandes y abiertos me causan un efecto agradable. Al igual que las decoraciones planas, las líneas rectas, también las curvas suaves, los colores ocres, el vacío. La mezcla de materiales disímiles: el cristal con el metal, la piedra y la madera, el cemento, el plástico, tornillos a la vista.
Llega Mariana y nos vamos a desayunar a nuestro lugar favorito. Dice que siempre que venimos, se siente arropada, confortable. Cuando hablaba podía haberle dicho que yo también, pero me callo. El amor entre nosotros está rodeado de olores a comidas, texturas, sabores de diferentes países. Nos contamos historias simples, historias de niños, de nuestras niñas, de viajes que repetimos en las conversaciones una y otra vez.
Comparamos las vidas nuestras con las de otros. Hay momentos en que somos más afortunados. Hay otros en que nos creemos infelices. Es una balanza que se inclina hacia un lado hoy, al otro mañana. Cuando contamos los años transcurridos, siempre nos asombramos, como si el tiempo hubiera transcurrido en ese instante y es cuando nos alerta. Todavía nos asombran cosas y creo que eso es bueno.
Entramos a una tienda. Es imposible que me libere de entrar a una tienda. Las tiendas son como un castigo. Y mi mujer es tan feliz en ellas. Entra aquí, mira allá, toma esto, deja aquello, compara  las fechas, los precios, va al lugar de los especiales. Se olvida un poco de mí, no escucha mis protestas, lo caro que encuentro todo, mi pelea constante, mi susurro inútil.
Yo arrastro el carrito y espero a la entrada de cada isla, de cada pasillo.
Observo a las mujeres. En una tienda hay diez mujeres por un solo hombre. Eso puede ser un espectáculo hermoso. Miro y comparo. A veces hay maravillas. Puedo ser un poco infiel en estos casos. Tenía un amigo que me decía que a su edad, solo respiraba profundamente y se llevaba el perfume de la que pasaba a su lado.
Viene caminando por el centro del pasillo una mujer policía. Camina y se exhibe. Puede hacerlo. Hasta el cinturón con la pistola, la pistola taser, las esposas, una linterna, un walkie talkie, esposas de plástico; todo eso le queda lindo. Es tan peligrosa esa mujer. Me mira. Yo la miro y creo que mi cara es la de un estúpido. Su mirada es de: te estoy vigilando, cabrón. Cruza por delante de mí. La sigo disimuladamente con la vista. Tiene el pelo recogido con una cinta roja en forma de lazo de navidad. Qué adorable policía, pobre del que caiga en su poder.
Estoy otra vez en la casa solo. Voy a la cama y me acuesto boca arriba, mirando el techo. Al rato cierro los ojos. Es todo un plan para soñar. Ya lo tengo comprobado. Esa posición y comienzan las imágenes que se entrecruzan, se alargan, chorrean. Dentro de ellas, me llega el lenguaje, el color, y después es casi imposible llevarlas a un texto, formar una idea, recrearlas.
Me levanto y voy a la laptop. Escribo: es jueves y no trabajo...
No lo logro, como siempre. O sí: logro otra cosa. Busco palabras en Google, rectifico. ¿Conforme?  Nunca lo estoy. Veo una imagen, siento hasta el olor. Se contorsiona delante de mí. Se burla.  



Saturday, December 14, 2013

Las gafas de John


Juan González, campesino, retirado, de 95 años de edad, dedica su tiempo a cuidar las gafas de Lennon. En un parque de La Habana, una estatua de John Lennon ha sido vandalizada innumerables veces. Le roban las gafas.
Este señor, pacientemente, desde hace ya trece años, cuatro días a la semana, de 6:00 am a 6:00 pm está pendiente de los turistas que vienen a retratar al músico; saca de su bolsillo los espejuelos, y se los coloca a la figura de bronce, para la foto del recuerdo.
Es patético. Pero esta palabra que utilizo con tanta facilidad, puede servir para diferentes situaciones:
El domingo fuimos toda la familia a una reunión en un parque. Era la congregación de los que vivieron en el pueblo costero de Jaimanitas donde se crió  Mariana. Los abrazos, recuerdos flotando, reencuentros después de tantos años, anécdotas, risas, fotos en grupo. Yo llevaba puesto un t-shirt con las cuatro caras de los integrantes de The Beatles al frente. Una persona me preguntó si era rockero. De pronto visualicé mi imagen: el pelo blanco, la barriga haciendo levitar a la fotografía del grupo musical, mis movimientos cansados, torpes, de oso siberiano. Sería el rockero más triste y patético de la historia del rock. Hay una anécdota que mi madre recuerda y la repite, entre burlona  y herida. Yo no la recuerdo, pero en sus palabras siempre puedo notar un aire a mí, de esa época, y no dudo de que sea verdad: cuenta que yo quería comprar un disco de The Beatles, que costaba muchísimo dinero, sobre todo en aquellos tiempos en que habían sido prohibidos en Cuba. Ella, por supuesto, se negaba a darme el dinero, alegando dos cosas: que no podía entender lo que decían, y porque tampoco teníamos tocadiscos.
En ambas tenía la razón. Pero lo mejor (según mi madre) fue mi respuesta. Al sentirme frustrado, enfurecido le grité que quería más a "los bitles" que a ella.
Les conté aquella historia a mis nietas y creo que no la comprendieron muy bien. En la imagen que ellas tienen de mí, no cabía la de un teenager malcriado haciendo una perreta tonta.
Termino de leer el artículo del anciano sentado a la vera de John.
La nostalgia hay que andarla de puntillas, porque llega y se instala y gotea una mezcla espesa que se expande.

Pero a veces no da tiempo.

Sunday, December 8, 2013

Oxitocina


Leí un artículo en el periódico que hablaba, muy superficialmente, sobre un estudio llevado a cabo por un equipo de sicólogos liderado por el investigador James Mc Nulty, que monitorearon, durante cuatro años, a 135 parejas desde el inicio de sus matrimonios.
El estudio utilizaba fotografías de los diferentes cónyuges. Por separado se les hacían una serie de preguntas sencillas que a su vez desembocaban en respuestas precisas, como: infame, bueno, malo, amoroso, terrible, amor, odio, alegría, aburrimiento, abuso, por solo nombrar algunas.
Una de las conclusiones a la que llegaron fue que sí existe una especie de corazonada que en un momento dado podría  indicar cuál sería el mejor camino a seguir.
Según Nulty y su equipo, al principio de cualquier relación existe un detalle, un mínimo instante, en el que se puede saber si la relación a la que nos abocamos será un camino de sombras agradables o un desierto caliente de arenas movedizas: una frase dicha al azar, un gesto, la tonalidad de la voz, alguna caricia inesperada, pueden mostrarnos a grandes rasgos el universo que nos creamos cuando decidimos formar una pareja.
Según el estudio, tendemos a hacer caso omiso de estas señales por la simple razón de que la dopamina, una sustancia química que desprenden nuestros cerebros en grandes cantidades durante las primeras fases del amor o relación, nos deja en desventajas para ser todo lo coherente o analítico que se debiera.
A eso yo le llamo las trampas del cuerpo.
Si me remonto a los primeros días en que conocí el amor, me sería difícil encontrar claves negativas que me hubieran alertado para andarme con más cuidado. Todo lo que recuerdo es una marejada de emociones, una carrera ciega de los sentidos hacia los placeres que me brindaba ese nuevo encuentro.
Por suerte, cuando aquello estaba sucediendo no tenía ni la más remota idea de que era solamente el producto de una sustancia que segregaba mi encabritado cerebro.
Con el tiempo, cuando los niveles de esa embaucadora hormona cerebral disminuyen, y poco a poco las aguas van tomando su nivel, tenemos a nuestro favor a la oxitocina, la hormona que nos permite mantenernos unidos por lazos más duraderos.
Voy a buscar en Google algo más sobre la oxitocina, porque creo (y esto es solo una idea personal) que es una de las razones por la que he podido compartir más de veinte años con la misma persona.
La palabra Oxitocina, viene del griego, y quiere a decir algo como rápido o nacimiento.
Es llamada, informalmente, la molécula afrodisiaca,  o la hormona de los mimosos.
Está asociada con el contacto y el orgasmo, con la generosidad y la confianza en sí mismo y en los demás.
En las mujeres es liberada en grandes cantidades tras la distensión del cérvix uterino y la vagina durante el parto, y la estimulación del pezón por la succión del bebé con la lactancia.
A grandes rasgos, según lo que he leído, ¿podría decir que son las mujeres las mayores productoras de esta hormona?
Sigamos:
Un estudio del año 1998 encontró niveles significativamente menores de oxitocina en el plasma sanguíneo de niños autistas.
Administrando oxitocina intravenosa a estos niños autistas se reportó que lograban una notable mejoría en la habilidad de entonación y emotividad al hablar.
No terminaría nunca y sí aburriría muchísimo si sigo nombrando resultados. Pero de algo estoy ahora un poco más seguro, y es que los aciertos, errores, placeres, dependencias, rechazos o lazos que encontramos durante las relaciones, no solo dependen de nosotros.
Si algo sale mal o bien, alguna hormona habrá por ahí jugando su papel definitorio. La culpa no será solo nuestra.













Saturday, December 7, 2013

La visita


Mario se dirige a la casa de su madre. Conduce despacio, escuchando un CD en el equipo del carro que se ha repetido ya varias veces. Mario sigue las canciones, una detrás de la otra, automáticamente. Alza un poco la voz o tararea lalala, cuando la canción lo requiere.
Frena en la luz roja del semáforo. Su carro queda de primero, en la intercepción entre su ciudad y la ciudad donde vive la madre. Una calle separa a las dos ciudades. Mira las casas sin árboles, planas, protegidas por rejas y  barrotes en las ventanas. Mario dejó atrás los árboles a los lados de la carretera, las sombras en el asfalto, un lago. Ahora lee anuncios de contiendas políticas antiguas, se vende un juego de cuarto moderno de formica nuevecito por mudanza, tortillería, carne asada, "todo en especial hoy día".
Llega al edificio. Cruza despacio el gran charco de agua acumulada que cubre casi en su totalidad el parqueo. Apaga el carro. En la acera del frente,  varios hombres ríen, gesticulan y gritan, alrededor de una mesa de dominó. Agarra el celular, las llaves y antes de cerrar la puerta, revisa dentro del auto. Tengo las llaves, la cartera, las puertas cerradas, murmura.
Mario camina lentamente hacia el apartamento que se encuentra en el segundo piso. Sube las escaleras, apoyándose en la balaustrada de mampostería. Cuando alcanza el pasillo, se dirige a la primera puerta.
Antes de tocar, lee en una pequeña foto pegada a la madera: en esta casa hallarás amor, dice, debajo de una pintura de un Jesús, señalando su corazón cubierto por llamas. Mario da unos golpes, suavemente, en la puerta. Espera. Vuelve a tocar un poco más fuerte.
Escucha unos pasos. La puerta se abre.
─ ¿Por qué no abriste con tu llave? ─ dijo la madre al verlo.
Mario sabía que iba a escuchar esa frase. Siempre  la repite cuando le abre la puerta.
─ No lo pensé ─ contestó.
Era lo que decía cuando su madre preguntaba.
La madre se acercó, esperando un beso. Mario le dio un beso en la mejilla. La madre olía a violetas y a talco.
Sacó el teléfono del bolsillo, las llaves, y lo depositó todo sobre un plato de porcelana que descansaba sobre la pequeña mesa del centro. El plato tenía dibujado un negro estilizado tocando un saxofón. La figura del negro se inclinaba hacia atrás, mientras ladeaba la cabeza con el instrumento agarrado por unos brazos largos como sombras.
Se sentó en la esquina del sofá y uno de los cojines lo acomodó sobre las piernas.
─ Está bonito ese plato ─ dijo Mario.
─ Me lo regalaste tú.
─ ¿Yo?, no lo recuerdo.
`─ Cuando me mudé para este departamento, ¿no te acuerdas?
─ No, no lo recuerdo ─ contestó.
Se quedaron en silencio. La madre se acomodó en su sillón favorito. Puso en su lugar una pequeña libreta de teléfonos, dos pomos transparentes con pastillas, el celular y un vaso, que estaban sobre la mesa, al lado del sillón.
─ ¿Quieres que te prenda el ventilador?─ dijo la madre.
─ No, no hace falta ─ contestó Mario.
─ ¿Quieres que te caliente un buche de café?
─_Sí, y me das un poco de agua también.
La madre abrió el refrigerador. Sacó una botella de Coca-Cola llena de agua. Buscó un vaso en el estante, arriba del fregadero y lo llenó con el líquido.
─Tu vaso. De ese no toma nadie más que tú.
Mario observó el vaso de plástico con dibujos de piñas amarillas y verdes.
─ ¿Está sucio?─ preguntó la madre al ver que le daba vueltas al vaso delante de sus ojos.
─ No, miraba los dibujitos.
La madre regresó a la cocina.
Mario se levantó del sofá y se acercó a un cuadro colgado en la pared.  Escrutó los ojos de Jesús, de un azul transparente, un poco cansados. La mano, lánguida, delicada,  rodeaba el mismo corazón envuelto  en llamas que adornaba la puerta de entrada; el marco dorado. Debajo,  unas flores de plástico, con los tallos hincados en una pieza de foam dentro de un jarrón de color verde brillante.
La madre trajo la taza de café. Bebió un pequeño sorbo.
─ ¿Está bien de azúcar?.
─ Sí ─ contestó Mario.
Estaba amargo. También estaba frío.
─ Cuando puedas, necesito que me pongas en hora el reloj de la cocina ─ pidió la madre.
─ ¿Está atrasado?
─ Desde que cambiaron la hora.
─ Pero de eso hace ya tres meses, o más, ¿no?─ dijo Mario tratando de recordar cuándo fue el cambio de hora.
─ Sí, hace meses, pero no lo alcanzo y esperaba por ti.
Mario fue a la cocina. Levantando un poco el brazo, alcanzó el reloj sobre el marco de la pequeña ventana que daba al pasillo. Lo atrasó una hora. Cuando lo iba a poner en su lugar, la madre lo interrumpió.
─ Espera, déjame pasarle un trapo, que está lleno de polvo.
Mario observó a su madre limpiando el reloj.
Volvió a su lugar en el sofá.
La madre también se sentó en su sillón.
─ ¿Cómo estás? ─ preguntó Mario.
─ Bien, en lo que cabe ─ contestó la madre.
─ Me tengo que ir─ anunció Mario.
─ Bueno, dale un beso a las niñas y a tu mujer─ dijo la madre.
Le dio un beso. Volvió a sentir el olor a violetas y talcos.
Arrancó el carro. Puso la cartera junto al celular en un compartimiento entre el asiento y el del pasajero. Salió del parqueo. La madre, parada en la baranda de la escalera, le dijo adiós con la mano. Sonó el claxon para responderle.
Dobló hacia la derecha, camino a su casa. El CD volvió a sonar, automáticamente, Mario tarareaba lalala. Paró en el semáforo. Delante de él, la calle con árboles, las sombras sobre el asfalto.
Cruzó el punto que separaba a las dos ciudades. A su derecha, un lago. Pudo ver dos cisnes y un kayak amarillo amarrado a la orilla.
─ Lalala ─ tarareó, poniendo atención al tráfico.




Sunday, December 1, 2013

Estaciones


Cuando se vive en una ciudad como Miami, estos días cortos, de  brisa fresca, son como si llegaran a la casa gente querida  desde otras tierras. Se tiene una sensación algo ingenua de vida nueva, de calles imaginadas, de olores a cocinas cálidas, de un mueble que acuna y acomoda.
Sigo mi rutina como si nada pasara, como si no me enterara al mirar por una ventana o al abrir la puerta, que los árboles se mecen con otra cadencia, que el color tiene un brillo nuevo, y lo que leo, lo interpreto con una nostalgia que después va un poco conmigo a todos lados.
Estoy en la estación de Cypress Creek. No tengo a mi alrededor a ningún tipo de mi trabajo. Salieron todos antes. Media hora antes, para tomar el tren que pasa a las doce. Ahora son las doce treinta y cinco. Allá, una familia con varias maletas. El hombre conversa con la mujer. No para de decirle cosas. La mujer no contesta nada. Por momentos, asiente con un ligero movimiento de cabeza. La mujer vigila a dos niñas que corren, gritan, alborotan.  Las niñas vienen hasta donde estoy. Me miran. Les sonrío. Vuelven a correr.
Un tren de la línea Amtrak cruza hacia el norte por la vía del sur, donde yo espero. Es ensordecedor. Las niñas se abrazan a las piernas de sus  padres. La velocidad levanta algunas hojas, papeles, polvo.
Lo sigo con la vista. Lo veo perderse en una curva.
Regresa el silencio, interrumpido por los gritos y las risas de las niñas. En Londres, en St. Pancras International Station, tomamos hace años un tren que atravesó  el túnel del Canal de la Mancha  y nos dejó en Paris. Puedo recordar el frío en  la estación de Gare du Nord cuando caminábamos hacia la salida,  y a un lado, las flores. Había de todos los colores, de texturas diferentes.  Una mujer las rociaba con una botella de agua y las acomodaba en cubos de metal. Recuerdo que mirábamos aquellas flores y la mujer,  impaciente, esperaba a que compráramos algo o nos largáramos. ¿Compramos aquella tarde alguna flor? Eso no lo recuerdo.
Me quedo observando  las rocas que cubren los espacios entre los rieles. Son de colores grises, negras, también las hay cremas, con pintas como pecas. Un día estaba en este mismo lugar, mirando las mismas piedras y pensando, tal vez, en otras cosas, cuando se paró a mi lado  Guillermo, un tipo con el que he trabajado por más de veinte años. En esos días el también usaba el tren.
─ Hoy es el último día que subo al traste este, a partir de la semana que viene, voy a venir en mi carro ─me dijo de pronto.
Recuerdo eso. No sé qué tendrán en común  las piedras con ese instante. Una tarde, al salir, Guillermo frenó a mi lado su carro y me trajo hasta la estación. Al lado de la palanca de los cambios, descansaba una pistola negra, brillante.
─ A mí no me sorprende nadie. El que venga a joderme, lo jodo yo primero ─ dijo al ver que el arma había llamado mi atención.
Cuando me bajé de su carro, respiré un poco mejor.
Una semana después, bañándose en su casa, le dio un stroke.  Ahora no habla, no se mueve, con los ojos trata de seguir a las personas que lo atienden, hacia la izquierda, arriba, a la derecha, un poco más allá.
Anuncian por los altavoces que el tren arribará en cinco minutos.
Primero lo dicen en inglés, después en español.


Sunday, November 17, 2013

La loca de las fotos

                                                                foto: m aguero

Despierto y descorro las cortinas. La luz que penetra es opaca, con reminiscencias de una nostalgia antigua. Mariana no está en casa.  Sobre la mesa del comedor, el maletín de los aparejos fotográficos, abierto.  Faltan la cámara y uno de los lentes. Ya sé qué hace. Cuenta que algunos vecinos se sorprenden al verla tomar fotos de una hoja, alguna piedra, los patos, los gatos que la persiguen, un ángulo de una pared descascarada, un charco de agua. Es, para la vecindad, la loca de las fotos. Nos reímos de eso, de los vecinos, hablamos de todos los que conocemos, criticamos casi siempre.
En unos días, cuatro días exactos, Nataly cumplirá 13 años. Cuando lo escribo, un dolor viene y me asalta. Es un dolor profundo que está agazapado ahí dentro, aguardando el instante preciso para morder. Lo sacudo y lo vuelvo a guardar porque hoy no quiero recordar aquellas cosas.
Llega Mariana. Me dice que el tiempo es ideal para estar afuera. Que se siente bien, que el día es lindo y agarramos todos los trastes y vamos a retratar troncos viejos, heridos, cubiertos de musgo nuevo. A retratar arañas, patos, libélulas. Estamos dentro de un monte, rodeados de árboles antiguos, de humedad, y ella está feliz, yo estoy feliz, y busco pájaros en las ramas, unos búhos que habíamos visto antes, otro día que no traíamos la cámara, busco una iguana, alguna ardilla.
No hay un solo pájaro en todo este lugar de árboles. A los pájaros no les interesan las ramas. Prefieren los cables de electricidad, los aleros, las cornisas, los lugares más insospechados, menos los árboles. Encabronado, pienso que la deforestación no es terrible para ellos. Los pájaros se mudaron a la ciudad, a las gasolineras, al parqueo de automóviles, a las aceras, a las cercas. Más bien los pájaros se fueron al carajo.
Seguimos caminando entre los árboles. Mariana habla, habla, habla, y yo recuerdo que hace unos años buscábamos las ciudades, el ruido de los autos, las tiendas de mermeladas, buscábamos miel de abeja en pomos lindos, jarras, jabones elaborados a mano, muñequitos para adornos.  Recuerdo un helicóptero de barro que me regaló en Savannah y una gárgola que todavía vigila desde lo alto de la pared donde se esconde la lavadora.
Ella sigue encontrando el mejor lugar donde enfocar su lente, mientras me cuenta que tiene que ir al baño urgente y habla y habla y habla. Casi no la escucho, solo recuerdo.  Caen pequeñas gotas de lluvia. El aire huele a humedad y a troncos y a hierbas y a tierra removida.
─ Mándame una o dos fotos de las que estás tomando ahora ─ le digo.
─ Pero eso se demora un poco ─ contesta ─ tengo que pasarlas a la computadora, arreglarlas, es trabajoso.
─ Está bien, pero mándame algunas.
─ ¿Para qué las quieres?
─ Para algo que voy a escribir sobre ti.

                                                           foto: m aguero



                                                               















                                                                 

Saturday, November 9, 2013

Sara Calvo

                                                                  foto: m aguero

Estos poemas de Sara Calvo, que es mi suegra, los recibí, mientras ella cocinaba  los mejores frijoles negros del mundo. Cuando  la casa se iba inundando  con el olor de la comida,  me di a la tarea de mostrar en mi blog, algunos de ellos. Los frijoles quedaron exquisitos. Aquí están sus poemas:



                                                                                   
 D day.

He visto caer
una y otra vez
al joven soldado
a la orilla de la playa.
Las cruces de blanco mármol,
simétricamente alineadas,
no podrán borrar
el dolor de esa caída.

Miami, mayo 5 de 1994.


HOY

Hoy amor, la Luna
parece el Sol.

4/5/99.


CUARTO MENGUANTE

Te regalaría la Luna.
Te regalaría,
ese pedacito de cuarto menguante,
refulgiendo en el límpido cielo
sin estrellas.
Su luz,
te alumbrará siempre.

Miami, 4 de enero de 1995.


POESIA

Comienzo a escribir un poema:
“Mirando por la ventana,
a través del cristal”...
Lo enseño con cara de perro apaleado,
esperando, al menos,
un pequeño efecto.
“Si miras por la ventana,
me dicen,
es a través del cristal”.
Me rebelo.
Porque puede ser:
A través del cristal,
a través de las persianas,
a través de las cortinas,
a través del muro más allá de la ventana.
En fin, las combinaciones son infinitas.
También me dicen,
que son los poetas
los que tienen sensibilidad,
los que ven más.
Me vuelvo a rebelar,
aunque no hago comentarios.
Y los poetas fascistas,
¿dónde los dejamos?
!Qué sensibilidad!
Para cantar loas sobre
cómo matar a la gente.
Y los poetas surrealistas,
que decían que la poesía
era escoger palabras y ordenarlas,
para que sonarán bien,
hasta armar un poema.
Pero los poetas son los sensibles.
Debo estar equivocada

Miami, junio 28 de 1993.


MI CALAVERA

Sentada, temblando, en el sillón
o silla del dentista,
veo mi calavera,
sobre un fondo de luz.
Las mandíbulas,
las encías,
los dientes y -pocas- muelas.
El tabique de la nariz,
los huecos de la misma,
y la cuenca enorme de los ojos,
que no ven.
Desde el sillón, miro esos huesos
que no reconozco como míos.
Y que, sin embargo,
lo son.

Miami, 1 de febrero de 1994.


PAISAJES

Mirando por la ventana,
a través del cristal,
contemplo,
mientras pasan las horas,
el ir y venir de los aviones en el aeropuerto.
Con un pequeño ejercicio mental,
puedo recordar otro paisaje.
La calle 23,
y la salida del apartamento,
a la calle 26,
con la chimenea de ladrillos rojos al fondo
que tiene pintado en blanco:

ACEITE
O
L
I
V
E
I
T
E

Y atrás, un poco más atrás,
a lo largo y ancho,
el mar.

Miami, junio, 27 de 1993.


TUS OJOS

En el brillo oscuro de la noche,
me encuentro con la luz que despiden tus ojos.

Miami, noviembre 6 de 1995.


VEJEZ

Galopa sobre mi cuerpo.
La siento acercarse.
Primero lentamente,
después a galope tendido.
¿Qué puedo hacer?
Esperarla tranquila,
sintiendo como se apodera de mi.
Y me destruye.

Miami, junio 27 de 1994.


Hoy está solo mi corazon.
Gardel y Lepera

Oh, la desdichada soledad de mi corazón.


LA MUERTE NO ME DEJA

Ayer no quise oír,
que otro amigo se había dado un tiro.
Que alguien más se había suicidado.
Me pregunto,
y no encuentro respuesta
para tanto horror.
Quisiera borrar de mi memoria,
los recuerdos,
la tristeza,
pero éstos no me dejan.
Y no quiero que me dejen.
Quiero que sigan lastimándome.
Es mejor así.

Miami, 8 de junio de 1998.


EL TREN

Que siga el tren
y su vaivén.
Que siga el tren una eternidad...
Miguel Matamoros

Por las noches, en la soledad,
oigo pitar el tren a lo lejos.
Su sonido acompaña siempre a mi corazón.
Mientras siento que el tren de mi vida,
ya nadie lo puede parar.

21 de abril de 1999.



                    A William Carlos William.

El árbol que da a la ventana de mi cocina
es frondoso.
En el vienen a posarse azulejos, cuervos.
Pero entre esta fauna,
el que más me gusta por su tenacidad,
con sus dos lados de la cara pintadas de rojo,
es el pájaro carpintero.
Su pico horada el tronco el día entero sin cansarse,
para después rellenarlos con semillas.
Lo que me resulta muy extraño,
es que no haya una carretilla,
brillando bajo la lluvia.


Octubre 7 de 1999.


¿QUE ES LO REAL?

Para mi nieto Ariel,
quien disfruta conmigo del
 pájaro carpintero.

En el árbol que da a la ventana de la cocina,
veo todo el tiempo,
un pájaro carpintero, horadar el tronco.
Lo miro, con su tenacidad inquebrantable.
Y me pregunto.
¿Cuál de los dos es más real?
El que horada el árbol,
o el que veo en los muñequitos,
desde la niñez.

Miami, Marzo  3, 2000.


Yo que no creo en Dios,
sólo digo:
!Ay, Dios mío!

Miami, 1 de junio del 2000.

MIRANDO PASEAR POR EL MALECON

Para AA,

No sé si te dije allá en La Habana,
caminando por 23
hacia  la Cinemateca,
que te quería.
Por el Malecón no fue,
porque nunca paseamos por él.
Dicen que ahora allí
se puede conseguir
hasta un camello.
Pero si regreso un día,
mejor digo,
si regresamos un día,
vamos a caminar
por esa acera ancha
con el muro,
que nos separa del mar,
y no sé si te diré que te quiero,
pero lo sentiré, muy hondamente,
y será lo mismo.


UNA GRIS MAÑANA DE JUNIO

“Menos tu vientre”

Un poema
un verso,
sólo eso querría.
al calor de tu mano,
en la fría mañana de junio.
Para que no me dolieran tanto,
tú y todo lo demás.



BLACK SUNDAY

La nube de polvo negro llegó cubriéndolo todo,
casas, animales, aperos de labranza.
Algunos buscaron en la Biblia,
pensando que era el fin del mundo,
pero allí no decía nada.
Otros más afortunados,
se fueron y lograron poner a salvo
a sus familias.
Los demás, murieron o vivieron
para contarlo.
Era el 14 de abril de 1935,
27 días completos con sus noches,
el polvo negro los castigó sin compasión.
Los animales murieron con la boca y el
estómago llenos de polvo.
Los menos fuertes
cayeron.
Nadie se explica todavía qué pasó.

31 de agosto de 1999.


SU DIA DE SUERTE.

Miró sus manos extendidas sobre la pared pintada de verde del elevador. Estaban tan blancas que parecían transparentes. Sólo entonces sintió que el miedo se había apoderados de ella. Trató de gritar y ni una sola palabra salió de su garganta. Ella que siempre se había preciado de ser tan valiente y que se le encaraba a todo el mundo, fuera quien fuera. Sólo atinó a decir muy débilmente:
—Por favor señor, déjeme.
 El hombre, vestido de miliciano, con boina y todo, se había metido en el elevador, cuando había abierto la puerta, para subir a su casa.
—Así te quería coger, solita, sin nadie que te ayude. Si no formas lío y te portas bien vamos a pasar un buen rato.
 Le daba asco que el hombre pegara su cara a la suya, pues la tenía llena de granos y grasa.
—Por favor, señor —le había vuelto a decir—, déjeme salir.
Pero ya el hombre la estaba toqueteando y se masturbaba.
—Si no me deja ir, voy a gritar.
—¿Y quién te va a oír, con esa vocesita? Además, yo estoy haciendo la ronda del CDR, me llamo Loret de Mola y soy el jefe de la zona. Nadie te va a creer. —Y luego agregó:
Nunca supo si fue el terror reflejado en su rostro, su miedo o el de él. Pero el hombre se detuvo.
— Hoy es tu día de suerte, flaca de mierda. Las he tenido mejores que tú.
Todavía se paró a mirarla de arriba y luego salió. La puerta del ascensor se cerró y éste se puso en marcha.
 Mientras subía, volvió a mirar sus manos, que seguían extendidas en la misma posición, tan pálidas como hacía un rato. Pensó que después de todo el hombre tenía razón: hoy era su día de suerte.
Al llegar a su apartamento y cerrar la puerta, corrió al baño y se miró en el espejo del botiquín, temblando todavía, al tiempo que empezaba a llorar. Miró para la bañadera y vio el cubo lleno de agua y se alegró. Definitivamente era su día de suerte. Luego del baño se acostó y entonces sólo entonces se dio cuenta que había actuado igual que las mujeres que había visto en igual situación en muchas escenas de películas, y luego se preguntaría si lo había hecho por instinto o por imitación.
Fue entonces que recordó las últimas palabras del hombre, mientras salía del elevador:
—Vete y que no te vuelva a ver por aquí, porque te meto presa por contrarevolucionaria.
Pero todavía no pudo reírse. ¿Podría hacerlo algún día?

21 de abril de 1999.



























Saturday, November 2, 2013

Muchacha en el andén


Se movía lentamente
(los audífonos puestos)
junto a las vías del tren
cerraba los ojos
y había un sol
que calentaba a medias,
una brisa
arboles
edificios como espejos
sonidos de autos
de un avión
y ella, única, se balanceaba.
Podría adivinar lo que escuchaba,
pero no, mejor no.
La dejé allí
al borde del andén
ondulante
solitaria
joven
escuchando la música
que por prudencia
no adiviné,
guardé los sonidos
los arboles
los edificios
guardé hasta el andén
y por último, a ella.
Después penetro,
en un instante irrepetible,
inútil,
en este mísero poema.

Sunday, October 27, 2013

El diario (quinta parte)


El doctor, María, todos los escaparates, mi mujer, mi madre, mis hijas, mis hermanas, las enfermeras, los visitantes, los locos, los relojes, todos ellos, están en contra de lo que yo pienso, están en una guerra continua, sutil, comedida,  en contra mía y de mis ideas. Creen que tienen la razón y que estoy equivocado. Piensan que van a desintegrar mis opiniones, que me pueden llevar a sus filas de autómatas, de seres-maquinarias.
He tomado precauciones. La primera de ellas fue dejar  las pastillas. Comenzaba a notar cómo todo cambiaba a mí alrededor, cómo se iba haciendo insoportable. Era como entrar a una montaña rusa de un parque de diversiones y verlo todo a la velocidad que el infernal aparato me transportaba. Ir escuchando las risas de los demás, mirando las caras de los demás, viendo los  mocos de los demás, y lo peor, mi propia risa, mi propia cara, mi propia mierda. Hasta que tuve la lucidez de comprender que me estaban envenenando, condenándome a ser como ellos. Soy un paciente pacífico, callado, no rompo las cosas, no grito, nada.
Es el primer peldaño. Hacerlos creer que me han doblegado. Por eso, casi descuidadamente, me entregan los medicamentos, y como buen tipo que soy, los tomo. Así se los hago creer. Así lo creen ellos.
Están tan inmersos en sus propias ideas de superioridad, están tan seguros de sus actos y son tan mediocres, que me ignoran, o pretenden ignorarme.
Esta idea se me ha ocurrido en este instante: pretenden ignorarme.
¡Claro, eso es! Ese es  el complot: leen lo que escribo, conocen mis ideas, y cómo se diferencian de las de ellos que son maquinarias andantes, me hacen la guerra. Y su guerra es hacerme uno más. Uno más y uno más y uno más.
Todo lo escuchan, lo graban, lo analizan. Así lo hicieron con mi padre. Lo fueron llevando al nivel cero, al nivel de la nada, del terror continuo. Pero mi padre no tuvo oportunidades de defenderse. Fueron implacables con él; mi madre ante todo. Mi madre lo dejó en aquel lugar terrible de aquel país, y se fue. Allí quedó mi viejo, gritando que lo ayudaran, y solo recibió corrientazos, palos, hambre, burlas. Mi madre que quería ayudarlo, mi madre que quiere ayudarme. Todos pretenden ayudar. Están dispuestos a cambiarme, a mejorarme. Todos quieren hacerme una máquina más. Una máquina que camina, que sonríe, que contesta lo que ellos quieren que conteste, programada para ir en fila con ellos a todos lados.
Y el mundo no es tan simple como ellos creen. No lo es. He pensado sobre todo eso y sigo pensando. Dios no es tan simple como ellos dicen. Dios es una maquinaria, y es feroz, atronadora, despiadada. Todos los ojos que nos vigilan son sus ojos. Están en todos lados, en los lavabos, en las camas, debajo de los platos, en las pantallas de los televisores, en el aire, sobre los techos, en las tuberías. Dios nos mira siempre y odia a quien no se le parece, a quien no sigue sus órdenes, a quien no toma las pastillas.
No dejo de reconocer que aquí tengo todo el tiempo para pensar, y pensar es complicado.
Me siento en mi sillón favorito, frente al ventanal de cristal.  Mientras miro a la ciudad, a cada rato le comento algo a mi amigo. Su silencio me habla. Aunque no esté totalmente de acuerdo con todo, me escucha. El es otro de los que no se deja. Es otro no-máquina. Mi amigo no es un hijo predilecto del ojo que nos vigila.
Tengo que ser cuidadoso. Esconder muy bien estos escritos. Ellos no imaginan lo que hago para que no los descubran. Son un arma muy valiosa. Son mi guerra silenciosa, precavida, mi guerra tranquila, mi guerra contra ellos. Ellos no lo entienden. No han sido programados para eso.

Saturday, October 26, 2013

Desechos


Escribí algo que después de leerlo y releerlo, lo he apartado. No lo borré, quedó dentro de un file en mi teléfono, porque algunas cosas podrían ser rescatables.
Saber desechar, borrar, tirar, es importante. Pero no solo en la escritura, hay que saber hacerlo a todo nivel.
Hay que aligerar el paso, arrojar fardos inútiles que pesan, que cansan, que debilitan.
Si yo fuera dueño de mi casa, si tuviera solo un mínimo poder sobre algo que habite en ella, alquilaría un camión, lo aparcaría de culo hacia la puerta de entrada y por ella sacaría el noventa por ciento de todo lo que tengo.
Botaría todo: de las veinte cazuelas, dejaría una o dos, descolgaría cuadros, quitaría fotografías, regalaría libros, las ánforas griegas, las reproducciones mayas, los jarrones, los cepillos, los papeles acumulados, los zapatos que no me pongo, las almohadas, los calzoncillos de rayas, la espantosa novela que escribí a máquina, las piedras traídas del Mediterráneo, la jarra que robé en una cafetería de NY, la reproducción de Lam, los libros dedicados a mí, los de Reinaldo, las figuritas plásticas de los Beatles, la linterna que cargo en mi mochila, las cartas que hace años tiré a la basura, la colección de fotos de mujeres desnudas, el pequeño reloj que marca la hora de mi nacimiento, el cráneo del animal que no reconozco, los libros sobre Cuba, el disco de Serrat, los relojes rotos, mis fotos de niño, las máscaras africanas, la ventana tallada y comprada en New Orleans, los poemas malogrados.
Los convertiría en desechos, objetos arrancados, truncos.
Quedaría ligero, sin ancla, liberado, sin nada a qué aferrarme, y cuando solo quedara un espacio, un minúsculo lugar junto a ellos, entraría allí, en silencio, con los ojos cerrados, y bajaría la puerta.


Viejos


Somos, tú y yo,
dos viejos
a los que les pasó la vida, aturdiéndolos.
Y hoy vamos a Ikea
compras un vaso,
yo, chocolates,
andamos entre fregaderos
sillas,
trastes,
hablando del Obamacare,
una lámpara para Nataly,
otro juguete para Gianna,
la mochila de Rosy,
de la receta que tienes en mente,
de las boberías de Facebook.
Mientras
con la misma eterna
inutilidad
te insto a no comprar
porquerías
y ni me escuchas.
Somos los mismos
que después del cine
hacíamos cualquier
cosa dentro del carro,
comíamos pizzas a las tres
de la mañana,
el amor
en el Central Park
o salíamos a la carretera
sin dirección,
robándonos un adoquín
de una callejuela en Charleston,
South Carolina,
escuchando a Chico,
Elis Regina
a Matogrosso,
cantando a gritos Mediterráneo,
buscando una playa,
un pueblo perdido
una pieza tallada,
y riendo, riendo, riendo.

Saturday, October 19, 2013

El olvido y la calma


El olvido y la calma. He leído eso antes. No recuerdo dónde, pero me es familiar. Suena bien y lo utilizo ahora. Lo dije en alta voz esta mañana. No era por algo poético o sublime. Era, simplemente, que uno de los clientes no pagó, olvidó el dinero. Entonces, solo queda la calma.
No podría hacer  el trabajo que Mariana hace. No tengo la capacidad ni la paciencia ni la sabiduría para lidiar con tantos muchachos.
Realmente no tengo sabiduría para casi nada, aunque eso se descubre cuando no hay remedio. Sobre todo cuando ya eres viejo y el mundo te pesa en las articulaciones, en los ojos, en los pies cansados, en la espalda que duele, en las manchas negras que aparecen de pronto en los lugares más visibles, en los deseos tristes de vivir. Solo entonces es que descubres lo frágil que eres, lo difícil que es continuar.
Pero bueno... Ella (mi mujer) había estado el día antes enferma. Ayudada por nuestra hija y su marido, terminó el día. Todos los muchachos llegaron a la escuela y volvieron a sus casas como estaba previsto. Pero hoy no fui a mi trabajo para estar con ella. Trabajamos juntos. Estoy cansado.
Cierro los ojos y escucho los gritos de los niños. Es terrible, dan vueltas en el cerebro. No hay palabras; ni una. Es un sonido que irrumpe en los tímpanos y se va ensanchando y choca contra los huesos del cráneo y allí se queda dando voltaretas.
Mientras me ducho, pienso que la frase con la que inicié este relato no fue fortuita. Es el olvido, y con él, la calma, lo que más deseo.
Y para confirmarlo, un latigazo de dolor en las sienes me regresa al bus, al calor, al conglomerado de ángeles que gritan y gritan y gritan...


Talos


En la figura de un toro blanco, Zeus, el Rey de los Dioses, engañó a Europa para que  subiera a su lomo, y con ella, cruzar el mar hasta la isla de Creta. Después de raptada la fenicia, Zeus, (enamorado y vulnerable) entre varios regalos, le ofreció a Talos, el gigante de bronce que fue creado por el terrible Hefesto ayudado por los cíclopes; y la convirtió en reina, creando para ella y para el recuerdo la constelación de Tauro, en honor al astado que los unió.
Talos se convirtió en el guardián de la isla. Tres veces al día recorría sus costas, impidiendo la entrada o la salida de quienes no portaran el permiso del rey Minos.
Su cuerpo era invulnerable ante los simples hombres y sus armas. La única y frágil vena que irrigaba de sangre aquella temida armadura lo recorría desde el cuello hasta el tobillo, donde la taponeaba un clavo que evitaba que se desangrara.
Talos, cuando descubría cualquier intruso en su isla, entraba en una hoguera para calentarse, y después, rojo de rabia y calor, abrazaba  al usurpador, calcinándolo.
Talos quería ser un dios y vivir para siempre. Aquel simple defecto, aquella vulnerabilidad de su cuerpo lo angustiaba. Cuando algunas de sus víctimas se iban desintegrando entre sus brazos, él se sentía portador de la muerte y de la fuerza desmedida. Pero, inevitablemente, intuía que de alguna manera podría él también un día morir desangrado, sin fuerzas y sin poder.
Una noche del mes de Januarius llegaron a sus costas las naves capitaneadas por Argos, con Jasón y sus argonautas, después de atravesar el estrecho de Escilas y Caribdis, que eran del dominio de las peligrosas sirenas. Jasón venía a conquistar Creta y pelear contra el rey Minos, pero fueron enfrentados por un gigante que les lanzaba rocas que hacían zozobrar las naves y perderse en el mar a sus cansados guerreros.
Talos, resguardaba a la isla sin descanso. Mataba hombres y hundía barcos y se sentía el dios que siempre quiso ser. El dios del poder sobre los mortales, de la fuerza, del dolor, del terror; pero algo le faltaba: la inmortalidad.
Medea (la hermosa hechicera, que sabía de todas las magias y truculencias), amaba a Jasón, mortal que la usaba para lograr sus cometidos. Y decidió ayudarlo en la conquista de Creta, con la misma pasión que usó para que conquistara el vellocino de oro.
Usando tres de sus armas (las más mortales y peligrosas) que eran su infinita belleza, la maldad y su inteligencia, se acercó a Talos, confundiéndolo con la promesa de que podía convertirlo en un ser inmortal.
El gigante de bronce, que ya se sentía un dios poderoso y temido, no dudó ni un instante en tomar la pócima que le ofrecía Medea y que lo convertiría, al fin, en el ser imperecedero que tanto ansiaba.
El sueño lo iba envolviendo cuando, en los últimos instantes de lucidez, pudo ver cómo la hechicera arrancaba el clavo de su tobillo y un insoportable cansancio lo cubría, mientras el cielo de la isla de Creta, antes tan azul, se tornaba en sombras negras, el color de la Muerte.

Poema


Papá morirá conmigo
cuando yo solo sea
un recuerdo
para alguien.
Por eso hoy nos sentamos
a la mesa,
él  en un extremo
yo en el otro
y ordené la cena.
Me miró tratando de identificar
al intruso que imitaba
sus gestos, aquel que pedía
masas de cerdo con cebollas
y dos cervezas heladas.
Después, aún sin creer en nada
prendí una vela entre los dos
y quedamos en silencio
recordando tantos muertos
y recordándonos a nosotros.
Estuvimos así,
inmóviles,
él allá, como siempre,
mirándome sin reconocerme,
incómodo ante su imagen
que le sonreía estúpidamente,
y yo de este lado,
sentado a la mesa,
pidiendo un café,
sacando un billete
de mi cartera,
y sin mirar atrás,
saliendo.