Saturday, October 19, 2013

Talos


En la figura de un toro blanco, Zeus, el Rey de los Dioses, engañó a Europa para que  subiera a su lomo, y con ella, cruzar el mar hasta la isla de Creta. Después de raptada la fenicia, Zeus, (enamorado y vulnerable) entre varios regalos, le ofreció a Talos, el gigante de bronce que fue creado por el terrible Hefesto ayudado por los cíclopes; y la convirtió en reina, creando para ella y para el recuerdo la constelación de Tauro, en honor al astado que los unió.
Talos se convirtió en el guardián de la isla. Tres veces al día recorría sus costas, impidiendo la entrada o la salida de quienes no portaran el permiso del rey Minos.
Su cuerpo era invulnerable ante los simples hombres y sus armas. La única y frágil vena que irrigaba de sangre aquella temida armadura lo recorría desde el cuello hasta el tobillo, donde la taponeaba un clavo que evitaba que se desangrara.
Talos, cuando descubría cualquier intruso en su isla, entraba en una hoguera para calentarse, y después, rojo de rabia y calor, abrazaba  al usurpador, calcinándolo.
Talos quería ser un dios y vivir para siempre. Aquel simple defecto, aquella vulnerabilidad de su cuerpo lo angustiaba. Cuando algunas de sus víctimas se iban desintegrando entre sus brazos, él se sentía portador de la muerte y de la fuerza desmedida. Pero, inevitablemente, intuía que de alguna manera podría él también un día morir desangrado, sin fuerzas y sin poder.
Una noche del mes de Januarius llegaron a sus costas las naves capitaneadas por Argos, con Jasón y sus argonautas, después de atravesar el estrecho de Escilas y Caribdis, que eran del dominio de las peligrosas sirenas. Jasón venía a conquistar Creta y pelear contra el rey Minos, pero fueron enfrentados por un gigante que les lanzaba rocas que hacían zozobrar las naves y perderse en el mar a sus cansados guerreros.
Talos, resguardaba a la isla sin descanso. Mataba hombres y hundía barcos y se sentía el dios que siempre quiso ser. El dios del poder sobre los mortales, de la fuerza, del dolor, del terror; pero algo le faltaba: la inmortalidad.
Medea (la hermosa hechicera, que sabía de todas las magias y truculencias), amaba a Jasón, mortal que la usaba para lograr sus cometidos. Y decidió ayudarlo en la conquista de Creta, con la misma pasión que usó para que conquistara el vellocino de oro.
Usando tres de sus armas (las más mortales y peligrosas) que eran su infinita belleza, la maldad y su inteligencia, se acercó a Talos, confundiéndolo con la promesa de que podía convertirlo en un ser inmortal.
El gigante de bronce, que ya se sentía un dios poderoso y temido, no dudó ni un instante en tomar la pócima que le ofrecía Medea y que lo convertiría, al fin, en el ser imperecedero que tanto ansiaba.
El sueño lo iba envolviendo cuando, en los últimos instantes de lucidez, pudo ver cómo la hechicera arrancaba el clavo de su tobillo y un insoportable cansancio lo cubría, mientras el cielo de la isla de Creta, antes tan azul, se tornaba en sombras negras, el color de la Muerte.

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