Sunday, October 27, 2013

El diario (quinta parte)


El doctor, María, todos los escaparates, mi mujer, mi madre, mis hijas, mis hermanas, las enfermeras, los visitantes, los locos, los relojes, todos ellos, están en contra de lo que yo pienso, están en una guerra continua, sutil, comedida,  en contra mía y de mis ideas. Creen que tienen la razón y que estoy equivocado. Piensan que van a desintegrar mis opiniones, que me pueden llevar a sus filas de autómatas, de seres-maquinarias.
He tomado precauciones. La primera de ellas fue dejar  las pastillas. Comenzaba a notar cómo todo cambiaba a mí alrededor, cómo se iba haciendo insoportable. Era como entrar a una montaña rusa de un parque de diversiones y verlo todo a la velocidad que el infernal aparato me transportaba. Ir escuchando las risas de los demás, mirando las caras de los demás, viendo los  mocos de los demás, y lo peor, mi propia risa, mi propia cara, mi propia mierda. Hasta que tuve la lucidez de comprender que me estaban envenenando, condenándome a ser como ellos. Soy un paciente pacífico, callado, no rompo las cosas, no grito, nada.
Es el primer peldaño. Hacerlos creer que me han doblegado. Por eso, casi descuidadamente, me entregan los medicamentos, y como buen tipo que soy, los tomo. Así se los hago creer. Así lo creen ellos.
Están tan inmersos en sus propias ideas de superioridad, están tan seguros de sus actos y son tan mediocres, que me ignoran, o pretenden ignorarme.
Esta idea se me ha ocurrido en este instante: pretenden ignorarme.
¡Claro, eso es! Ese es  el complot: leen lo que escribo, conocen mis ideas, y cómo se diferencian de las de ellos que son maquinarias andantes, me hacen la guerra. Y su guerra es hacerme uno más. Uno más y uno más y uno más.
Todo lo escuchan, lo graban, lo analizan. Así lo hicieron con mi padre. Lo fueron llevando al nivel cero, al nivel de la nada, del terror continuo. Pero mi padre no tuvo oportunidades de defenderse. Fueron implacables con él; mi madre ante todo. Mi madre lo dejó en aquel lugar terrible de aquel país, y se fue. Allí quedó mi viejo, gritando que lo ayudaran, y solo recibió corrientazos, palos, hambre, burlas. Mi madre que quería ayudarlo, mi madre que quiere ayudarme. Todos pretenden ayudar. Están dispuestos a cambiarme, a mejorarme. Todos quieren hacerme una máquina más. Una máquina que camina, que sonríe, que contesta lo que ellos quieren que conteste, programada para ir en fila con ellos a todos lados.
Y el mundo no es tan simple como ellos creen. No lo es. He pensado sobre todo eso y sigo pensando. Dios no es tan simple como ellos dicen. Dios es una maquinaria, y es feroz, atronadora, despiadada. Todos los ojos que nos vigilan son sus ojos. Están en todos lados, en los lavabos, en las camas, debajo de los platos, en las pantallas de los televisores, en el aire, sobre los techos, en las tuberías. Dios nos mira siempre y odia a quien no se le parece, a quien no sigue sus órdenes, a quien no toma las pastillas.
No dejo de reconocer que aquí tengo todo el tiempo para pensar, y pensar es complicado.
Me siento en mi sillón favorito, frente al ventanal de cristal.  Mientras miro a la ciudad, a cada rato le comento algo a mi amigo. Su silencio me habla. Aunque no esté totalmente de acuerdo con todo, me escucha. El es otro de los que no se deja. Es otro no-máquina. Mi amigo no es un hijo predilecto del ojo que nos vigila.
Tengo que ser cuidadoso. Esconder muy bien estos escritos. Ellos no imaginan lo que hago para que no los descubran. Son un arma muy valiosa. Son mi guerra silenciosa, precavida, mi guerra tranquila, mi guerra contra ellos. Ellos no lo entienden. No han sido programados para eso.

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