Wednesday, December 25, 2013

El barrio: La finca de Genaro


Yolanda no podía siquiera escuchar la palabra rana. Le daban escalofríos, se le erizaba  la piel y en ocasiones, se iba de casa huyendo abruptamente, ante mi imprudencia, dejándome una sensación de pena; la misma que sentía cuando en la radio, una voz engolada anunciaba en las tardes: y ahora, la voz que a usted le gusta, la de Javier Solís...  y comenzaba aquella canción: payaso, soy un triste payaso...
Su casa quedaba junto a la de tía Gabriela, en la calle 4ª, al lado del puesto de la vianda. Fueron las mejores vecinas, las grandes amigas, hasta el día que Yolanda criticó algo de Gabriel, mi primo. Eso trajo la discordia entre las dos, y se pelearon a muerte. Más bien fue tía Gabriela la que se disgustó para siempre. Yolanda  continuó  sin hablarle el resto de su vida, porque no se le ocurrió nada diferente para evitarlo.
Genaro, el esposo de Yolanda, poseía un pequeño terreno en la calle F, entre la 3ª y 4ª  donde sembraba vegetales, hortalizas y frutas para vender, al que llamaban La finca de Genaro, menos en mi casa. Allí su finca era simplemente La finca de Yolanda. Nunca supe el por qué le llamábamos La finca de Yolanda, si ella ni se asomaba a la cerca porque decía que "aquello está lleno de ranas y bichos".
Yolanda entraba a la casa trayéndonos tomates, dos mangos, ajíes y cualquier nuevo acontecimiento. Contaba historias de los vecinos; sabía de todas las peleas, los engaños, al que se llevaban preso, el que vendía, el que robaba, conocía a la mujer golpeada por el marido, el que era maricón, los que hacían brujerías.
A mí me encantaban sus anécdotas, su chismorreo de barrio, los cuentos de su juventud, su risa y su terror irracional a las ranas, a todo lo que se arrastra, a cualquier animal que conviva entre la hierba, en los árboles, en las hojas.
Desde siempre, en el lugar más inoportuno, en el rincón olvidado o debajo de cualquier mueble, vivía con nosotros un sapo verde-amarillo, de goma,  que cuando se apretaba, emitía un sonido, abría una boca desmesurada y estiraba las patas traseras.
Con solo mostrárselo desde lejos, Yolanda salía corriendo o me rogaba que sacara a ese bicho asqueroso de la casa, que hacia crroooag, tan amenazadoramente.
Genaro fumaba un tabaco eterno. Por la mañana, en la tarde, por las noches, el tabaco era parte de él, como su expresión de hombre recio, molesto por todo, con rabia hacia todos. Yo lo evitaba, porque me era intimidante la forma que tenía de mirarme cuando nos cruzábamos en su casa. El patio de su casa, tenía una arboleda de matas de aguacates, mangos, guayabas, chirimoyas, plátanos. Era un lugar donde las sombras y el fresco, me despertaban historias de aventuras, de fantasmas, de fieras salvajes acechando, donde podría haber tenido las más feroces batallas, pero que nunca pisé; era para mí la tierra vedada, el mundo de Genaro.
Yolanda hacía panetelas para vender. De vez en cuando, reservaba un pedazo,  que me servía, sermoneándome por las maldades que le hacía, "con esos bichos horribles", molestándola, asustándola. Mientras comía, escuchaba sus recriminaciones sin responder una sola palabra. Allí en su casa, me hablaba de tía Gabriela, de lo abusador que era Gabriel, de otros vecinos. Yo solo escuchaba  y tragaba.
Recuerdo una tarde que llegué buscándola, (esperando un pedazo de panetela), que marcó en mi memoria la última vez que entré a aquel lugar.  La casa, como siempre, estaba abierta. Fui hasta la cocina llamándola. No contestó. Aun sabiendo que ella no estaría en el patio, donde podría encontrarse con sus odiados bichejos, me asomé a la puerta de aquel universo vedado para mí.
Genaro, sentado en una silla, descalzo debajo de un árbol, fumaba su tabaco. Estaba tan absorto mirando hacia un punto frente a él que no notó mi presencia. La expresión de su cara se había suavizado y parecía un viejo cansado y triste. Sin hacer ruido, me di la vuelta y volví a la calle.
Al día siguiente lo encontraron muerto sobre un surco de lechugas, en su finca.
Los recuerdos son confusos. Alguien entró gritando la noticia. Corrí hacia allí y cuando llegué, cuatro hombres cargaban a Genaro.  No fueron los gritos de Yolanda, ni su ropa cubierta de tierra, ni las manos, ni los brazos enfangados, ni las piernas manchadas lo que más recuerdo.
Aun hoy, veo perfectamente que los hombres se abrían paso entre la gente del barrio, conglomerada, curioseando en la calle. Agarraban el cuerpo de Genaro por las piernas y los brazos y la cabeza colgaba hacia abajo, como un muñeco roto y sucio. La cara era gris, con pegotes de barro. Los ojos abiertos, asombrados, mirando hacia el cielo. Por un lado de la boca, chorreaba una baba color de chocolate y grumos de tierra.
Al pasar frente a mí,  vi los huecos de la nariz y de la oreja, taponeados de fango húmedo.
Cuando se lo llevaron y todo volvió a la normalidad, entré, cautelosamente, al terreno. Brinqué sobre  los surcos, palpé los tomates, las hojas, las enredaderas de frijoles, vi los instrumentos, una pala, un azadón, la manguera rota, dos cubos, una carretilla, un periódico con una piedra encima, un tanque de metal lleno de agua, un machete.
Después, no recuerdo nada más.


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