Sunday, January 26, 2014

Cerrado


Hace más de un año, o dos (ni siquiera recuerdo bien el tiempo transcurrido) cerraron para siempre, en Coral Gables, un restaurante que fue para nosotros (mi mujer y yo) un punto predilecto en nuestras escapadas para dejar atrás, por unas horas, las obligaciones cotidianas.
Solíamos viajar desde el otro extremo del condado, casi siempre con una sensación agradable, que, aunque no se nombrara, nos remontaba a la época ya tan lejana de cuando nos conocimos y recorríamos las calles y los rincones de la ciudad, jóvenes, asombrados, enamorados.
Entre platos con curry y otros sabores intensos, conversábamos, hacíamos planes, contábamos anécdotas y criticábamos a casi todo el mundo. Una tarde, al llegar, leímos un cartel en la puerta que decía "cerrado".
Volvimos a la casa con un sentimiento de pérdida que no se evaporó por mucho tiempo. Nos sentíamos huérfanos, no solamente por la pérdida del lugar clausurado, sino porque una parte de nuestra historia pertenecía a ese restaurante.
Hoy leí en el periódico un artículo sobre una exclusiva tienda de muebles de diseñadores que por cincuenta años subsistió cerca de nosotros, y que cerraba definitivamente sus puertas. Personas de todo el país (dice la noticia que incluso, de otros países) asistieron a la clausura angustiados ante la desaparición de un lugar tan especial para ellos.
Puedo entenderlos por mi propia experiencia. Pero perder es parte del proceso.
La realidad es que fue el artículo del periódico lo que provocó que comenzara a escribir todo esto. Me quedé pensando en aquel período ya tan lejano y me asaltaron las ideas y algunos recuerdos.
Ya el restaurante clausurado en Coral Gables se ha perdido en mi memoria. No es que no recuerde nada de aquella época (de hecho, es por recordarla que estoy escribiendo) sino que lo que importó en otro momento, dejó de tener sentido, pasó a otro nivel.
Por ejemplo: desde que llegué a este país, mantuve una correspondencia postal con mi madre que aún me produce asombro por la cantidad de cosas que nos decíamos al escribirnos tan regularmente. Hoy no sabría mantener una conversación de quince minutos seguidos con ella (preguntar cómo te sientes, cuándo vas al doctor otra vez, o cómo está mi hermana, no dura más de tres minutos).
El que lea esto, creerá que soy o me he convertido en una especie de monstruo insensible. No es así, precisamente, aun cuando una tarde arrojé la vieja maleta donde guardaba todas sus cartas a la basura.
Siempre me ha gustado coleccionar objetos de arte. En todos mis viajes compro algo que después adorna de alguna manera un rincón de la casa. Son piezas que significan una historia, una época y muchos recuerdos.
Viví hace muchísimo tiempo con una mujer que al irse de la casa, me pidió o me exigió, no lo recuerdo muy claramente, compartirlo  casi todo. Como lo más importante para mí era terminar con aquello, le permití llevarse lo que quisiera. Cuando regresé, mi colección de piezas prehispánicas, mis íconos mayas, incas y aztecas, habían desaparecido. Al día siguiente lo olvidé todo (reproducciones incluidas).
Con el paso de los años, continué coleccionando hasta que paré. Ya no lo hago por varias razones. La principal de todas es que no me produce la misma alegría que antes el poseer otra máscara africana, o una cerámica olmeca. Las otras son más realistas: falta de espacio, tiempo y sobre todo, dinero.
Así pasó con el querido restaurante que tantos recuerdos albergaba: lo sustituimos por otro (si no igual, muy parecido). Ahora, cuando lo visitamos, disfrutamos del canal con iguanas que tiene al fondo y llevamos a Rosy, que adora la comida hindú. A Nataly, antes de llegar, le compro chicken nuggets y papas fritas, porque no le gusta otra cosa, y así compartimos la misma mesa.
En ese nivel estamos ahora.


Saturday, January 18, 2014

Weekend


Durante toda la semana acaricié los deseos de llegar al viernes y no tener nada que hacer: vegetar, flotar por toda la casa entre el sofá, la TV, el libro en la tablet, buena comida y nada más;  no afeitarme, sin calzoncillos, caminando en plantillas de medias, rascándome despreocupadamente. Cada minuto que pasaba me acercaba a los dos días del pobre, a las horas sin obligaciones, al tiempo vacío, para el ocio, para la acumulación de grasa y colesterol. Mis planes eran no tener planes, "tal vez soñar".
Pero ya es algo sabido de todos que una cosa es lo que se desea y otra lo que viene. Es como si existiera un ente, una fuerza oscura que se burla calladamente, sonríe jijijiji, mientras uno sueña. Yo me hacia ilusiones por un lado, y el oscuro se burlaba de mí por el otro:
─ ¿Qué es lo que pretendes, imbécil? ─ susurraba mientras me observaba, y yo, que a veces me confundo, lalalala, de lo más contento.
Puse sobre la meseta de la cocina el Malbec argentino que había comprado para esta ocasión, busqué  la caja del abridor que me regaló mi mujer hace ya no sé cuántos años y que nunca uso (uso siempre el barato que compré en un supermercado). Estaban las carnes, el pollo deshuesado, los tomates rojos, las cebollas, todo listo para el carbón; la música que siempre escucho, la casa limpia, el polvo sacudido de los muebles.  Las niñas contentas alisándose los pelos con un aparato que me corta la respiración y ellas lo usan con tanta naturalidad (las niñas abarrotan los baños de la casa de cepillos, potes de pomadas, más cepillos de cerdas finas, cerdas gruesas, anchos, estrechos, rojos, negros, largos, más cortos, spray's, gomas para amarrarse el pelo, perfumes, montones de perfumes, lazos, presillas, cremas, más cremas), y en un rincón del lavamanos, mi cepillo de dientes, perdido entre toda la barahúnda.
Pero...¡ay!... mientras todo transcurría tan acariciadoramente, la cosita oscura se reía de mi, de mi casa, de mi entorno, nos vigilaba, y no escuché su jijijiji, tan atareado estaba, tan positivo estaba, tan liviano era todo, y él riendo bajito, gozando conmigo, frotándose las manos, las patas, jiji.
Nada fue lentamente, paulatinamente, como para prepararme, poder tomar un respiro, ir asimilando los golpes. Nada de eso. Jijijiji, sentí  detrás de la llamada de mi mujer, jijiji.
─ Hola, ¿cómo estás? ─ pregunto.
─ No muy bien ─ contestó ella. Jijiji, se escuchaba  a lo lejos ─ ¡¡¡La guagua está botando petróleo, mucho petróleo, borbotones de petróleo!!!! ─ comenzó a gritar.
Ese fue el primer golpe: petróleo, guagua, la escuela, mujer sola, los niños, el tráfico, y yo ¡en Pompano Beach!   Yo esperando un tren que no llegaba, y que por los altavoces repetían:
"El tren seis cero uno, con dirección al sur, está retrasado, veinte y tres minutos, esté atento para más información".
No eran veinte minutos, ni diecisiete minutos o diecinueve,  ¡eran veintitrés minutos!  Tres minutos que sonaban como  la risita malévola que fui escuchando sin darme cuenta hasta ese momento. Si hubiesen sido veinte minutos, ¡pero veintitrés minutos era demasiado!
Bueno, tómatelo con calma, histérico de mierda, gordo inútil, bueno para nada (me decía) mientras caminaba de una punta a la otra del andén. Y lo peor que sucede en estos casos es que las demás personas siguen hablando por teléfono como si tal cosa, se ríen, como si el mundo rotara  perfectamente, hacen chistes, miran a una mujer que contonea las caderas, comen papitas de paqueticos, fuman, se sacan los mocos. Eso es lo peor, porque para mí, en aquel momento, el mundo era una guagua que destilaba  petróleo,  y que tenía que llamar a una grúa y al mecánico, y yo que adoro a los grueros y a los mecánicos y a las piezas engrasadas de los motores y a las tuberías que brotan sospechosamente de todas partes de ese amasijo de hierro. Para mí el mundo se había reducido a un traste amarillo, siniestro, como un tanque de guerra que chorreaba, inservible, terrible, en una calle de Miami Lakes.
Ese fue el detonador, la risita mayor del siniestro que me vigila con ojitos juguetones. Pero, aún en contra de su voluntad, la guagua llegó al mecánico. ¡¡Ay!!!, un mecánico puede ser un dios, puede desprender un aura de colores pasteles  a su alrededor, cuando al fin, depositas en sus manos el armatoste (que para ti solo es el terror sobre ruedas), y te dice, con voz de mecánico (o sea, de un dios):
─ Déjala ahí, yo te llamo cuando esté lista.
Fuimos a las iglesias. A tres de ellas. Me quedo sentado, separando los olores, los murmullos, los ecos, y miro a mi mujer frente al altar, hablando bajito, pidiendo bajito. Adivino lo que está pidiendo, y no puedo evitar sentir ternura por ella que pide por nosotros, que deposita un dinero para el bienestar de la casa, por el trabajo.  Y, no sé, yo solo observo desde atrás, apartado, acurrucado en el banco de madera, hundido, inmóvil, viéndola prender una vela y otra.
Después, desconcertados, llevamos a las niñas a la casa de una amiga, donde iban a jugar, comer pizzas y ver películas. Bueno, decíamos, todo se va arreglar, el dinero va y viene, y esas boberías que siempre se dicen y que nadie cree realmente y... jijiji, otra vez la risita.
Llegué a una cuadra de la casa a donde nos dirigíamos y de pronto ¡plaf!, en la pizarra del carro se prendieron bombillitos siniestros señalando la batería, el aceite, los frenos, ¡todo!  El auto comenzó a perder fuerzas y no me abrían las puertas, no bajaban las ventanillas...
No voy a ser tan pedante explicando cada detalle de esas catástrofes electrónicas; el caso es que no sé cómo, logré llegar a mi casa, dos cuadras antes de que muriera mi adorado van blanco.
Saco cuenta: la guagua, rota, el van, muerto como una ballena impoluta, varada en una playa, y yo...bueno, yo, cagándome en la madre de todo lo que podía cagarme.
Cuando pude aparcar frente a mi casa y comunicarme y lograr alguna  ayuda y al fin cerramos la puerta de la calle y nos fuimos a la cama y nos miramos por un instante, ella me dijo:
─ Duerme tranquilo, mañana todo se arreglará.
Puse el despertador, me lavé los dientes y miré al techo.
─ Mañana será otro día, claro ─ le respondí con una sonrisa.




Saturday, January 4, 2014

Las cosas


La sensación de orfandad que me dejan algunos libros que terminoEl café de la mañana. Los sueños recurrentes. La gaveta rota que debo arreglar. La novela pensada. Los amigos que no tengo. Los que tuve. Las tres niñas. Las piedras del Mediterráneo dentro de la lata oxidada. Los libros dedicados. Los que nunca leo. Las fotos de NY. Las botas compradas en Londres. El arroz con leche. El recuerdo de Laz, sus ladridos. El beso y la película Cabeza de Vaca. Los adoquines de Charleston. El mar aquel. El silencio. El parque al amanecer. La neblina y los gigantes de Botero. El frío. El olor de la casa. El Sagrado Corazón de Jesús en la sala de mi madre. El odio. El vaso con hielo. Los pájaros que retratas. El temblor. La película que repito. Chichen-Itzá y el sonido de los pasos en la grava. La playa de noche. El árbol cortado. La carretera. El otoño. El cementerio cubierto de hojas. La puerta roja. La pelea en el Rockefeller Center. El apartamento en Manhattan. La silla en el baño. El pez sobre la arena, ahogándose. El desayuno junto a la chimenea. Los campos de girasoles. Los jardines de Versalles. El primer cuadro de Picasso. El puente de madera. Las putas de Pigalle. Tu risa. La tumba de Modigliani. La mesa en la acera. Las canciones de Silvio. El tren diario. El sabor de los panes. Los gamines en Bogotá. La Cinemateca. Fellini y Julieta. El puerto de El Pireo. Las especias. La muchacha en el andén. Los cañaverales. La ciudad. Esta ciudad. La oscuridad en la sala. Las fotos. Las ánforas griegas. Las estatuillas mayas. El agua chorreando por la axila. El restaurante de siempre. La mochila con libros. Las recetas de la India. Los pies en la arena. El grupo de Rodin junto al Támesis. Las calles donde nos perdimos. La avenida Clinton. El amor rápido en el Central Park. La pecera que goteaba. La capilla de caracoles. . El cuento publicado. El deseo postergado. La muerte.


Wednesday, January 1, 2014

Vodka con hielo


Hoy es un día extraño. Los muchachos lavando los carros y sacando ropas antiguas de los cajones, y yo acabando con la botella de vodka y el hielo de la nevera.
Mariana está haciendo limpieza, regalando cosas viejas, botando otras. Bolsas por toda la sala llenas de antigüedades. Me pongo sentimental. Estoy borracho. Mis movimientos son torpes y la lengua se me enreda.
Si escribo, no me declaro responsable de la mierda que escriba. O si soy o no soy responsable, no me importa. El día está nublado, como el Londres que conocí, pero sin frío. Tengo ganas de besar a Mariana, pero no la beso. Le traigo bolsas de basura que llena de trapos, y me dice: ¿te acuerdas cuando vestía a las niñas con esta ropa? Coño, que sí me acuerdo.
Me sirvo otro trago. Mucho hielo. El vaso que me gustaba se rompió. Lo puse a mi lado, en el sofá, y puf, para el suelo. Junito y Nala corrieron a olisquear, pero son gatos abstemios y no les gustó el olor ni el sabor.
Si escribo la palabra mierda, el programa de la tablet me lo señala, y cuando voy a comprobar para arreglarlo, me da diferentes opciones: piedra y pierda. El programa no reconoce mierda. Es un programa pulcro, delicado, como se dice aquí, políticamente correcto. Lindo programa. Brindo por el programa anti-mierda.
Brindo por la cantidad de dólares que se van en las bolsas de basura, en los zapatos que no se usan, en las cosas olvidadas.
Brindo por estar en esta ciudad desde hace 33 años y no sentirla mía y quererla tanto y odiarla tanto como a La Habana y todas sus truculencias y todas sus calles y sus olores, y sus fantasmas y sus mentiras y todo lo que me invento de ella y lo que olvido y lo que...
Billy Bob Thornton apareció. Le pusimos ese nombre por la película Sling Blade. Porque es medio anormal y viejo y tiene cara de gato malo y es un dulce. Hacía días que no lo veíamos. Creíamos que había tenido el destino de tantos gatos que hemos cuidado y después, en un instante, desaparecen, se evaporan.
La semana pasada, cuando se acabó la escuela y fui a parquear bien la guagua y barrerla y olvidarme de ella por unos días, vi un gato muerto en la cuneta y creí que era Duda. Era blanco como él y amarillo, y el cuerpo estaba tirado al borde de la calle, y creí que era Duda, y decidí no decirle nada a Mariana. No tuve el valor de parar y mirarlo, y seguí mi camino, y llegué a la casa y peleé por cualquier cosa, y me fui a la cama a las 8:00 pm, sin ver la novela brasilera, con Duda en mi memoria tirado en la calle. Soñé con gatos y sentí el cuerpo de los gatos que he acariciado, y dormí mal y me levanté con deseos de orinar y oriné sentado, como hacen las mujeres, y regresé a la cama, y el sueño se convirtió en un pueblo abandonado y yo caminando, buscando la forma de huir, sin encontrarla.
Es angustioso soñar que estoy perdido. Me persigue esa horrible pesadilla. Estoy  en un lugar, y es hermoso ese lugar, y me gusta ese lugar, pero de pronto, no sé por qué, necesito salir de allí y no puedo, no encuentro la forma de salir, y no entiendo el idioma de las personas que me hablan y me dicen cosas y no sé lo que dicen; como aquel día en Atenas cuando nos perdimos en las montañas, y el Mediterráneo se veía allá abajo, frío,  lleno de piedras que después seleccioné y traje en la mochila y ahora están guardadas en algún rincón de la casa, entre las cosas inútiles. Como las ánforas que compré, cubiertas de polvo, en los libreros, entre los libros, con los recuerdos.
Me sirvo el último trago de vodka. Se terminó la botella y el hielo. El último vaso de hoy.
Tengo un libro que compré que me espera. Así de fácil fue. Siete dólares y plaf, ya lo tengo en la tablet para leer. ¿No es eso una maravilla?   ¡Claro, que sí es una maravilla! Más tarde haremos bistecs y papitas fritas y arroz. Otra maravilla.
Mariana pasa por mi lado y la abrazo y siento que huele rico a jabón y a miel, y le digo qué rico hueles, y me dice: huelo como siempre. Y es que ella huele a miel y a jabón de las tiendas a donde vamos.
El cielo está nublado. Los carros limpios. Le leo lo que escribí a Mariana, y se ríe porque estoy ridículamente borracho, y porque lo que escribo es una porquería que me hace llorar, y es ridículo llorar y todo eso. Y es verdad lo que ella dice, que estoy de pinga.
Voy a terminar ahora. Así, cortar con todo y dejarlo ahí.  Después, cuando esté más sobrio, mandárselo a Armando y a Sara, y que me corrijan las faltas de ortografía, las palabras repetidas, la sintaxis y todas las meteduras de pata.  Armando y Sara son dos personas que de alguna forma creen en lo que hago, y yo los necesito y los importuno y los jodo, y ellos están allí, soportándome, aupándome, ayudándome en esta locura. De verdad que están siempre, y pierden su tiempo conmigo, y se ponen a mi nivel, y usan su inteligencia para arreglar las boberías que escribo, y hacer más o menos leíble toda la verborrea alcohólica que me da por escribir.
Mañana, dice el parte meteorológico que va a llover, pero no le hago caso. Si llueve o no, será lo mismo.