Saturday, May 31, 2014

Rostros en el cajón.



Ya la madrugada tiene un olor, una forma diferente al resto del día. Pero en una madrugada que llueve, el mundo cambia totalmente, el olor es otro, los sonidos se dispersan, imprecisos, y las ideas se alargan espesas, como si se deslizaran lentamente.
Manejaba hacia la estación. El estribillo de una canción, monótonamente, se repetía y se repetía en mi mente. De pronto, recordé la conversación que tuve con alguien que trabaja conmigo, ayer en la tarde, mientras esperábamos el tren de regreso. Hablábamos de otro compañero de trabajo, que ahora está ingresado para operarse. Tengo entendido que es algo simple; la vesícula, creo.
Mientras escuchaba lo que decía el que conversaba conmigo, me asaltó la idea de que tal vez ya no volvería a ver más a esa persona. Fue una idea que surgió de la nada. Si no volviera y lo dejara de ver, ese hombre, en muy poco tiempo, "dejaría de existir". De hecho, en este momento, me cuesta definir un solo rasgo de su cara. Recuerdo algunos gestos, una forma precisa de andar, el tono de voz. Pero su rostro se me difunde entre miles de otros rostros. Si lo viera ahora, al instante lo reconocería, pero por el contrario, si me pidieran describir su cara, me llenaría de dudas.
Estoy leyendo una novela donde el personaje principal está echando en un cajón las pertenencias de su esposa, que abandonó la casa para irse con su amante. Es una situación común en la vida y en el arte. Pero lo que me atrae de este relato, este instante específico, es la falta de sentimientos. O, entendamoslo mejor: es la ausencia de la descripción de esos sentimientos.
El personaje comienza la limpieza por el baño. Lo primero es el gorro plástico para el cabello, que aún cuelga de la ducha. Después será casi un ritual descrito con una precisión perfecta: el champú, el cepillo de dientes, los cosméticos, las toallitas para limpiarse el cutis, el desodorante, los perfumes, las blusas colgadas, los vestidos, los cajones con la ropa interior, un reloj inservible, zapatos, libros, pequeños adornos.
Mientras leía, palabra tras palabra, yo sentía que se iba difuminando el cuerpo "real" de la mujer. Que iba desapareciendo en cada uno de los artículos depositados en la caja. No sé lo que el hombre pensaba. No me mostraba nada preciso con relación a sus sentimientos, pero el cepillo para el pelo, la blusa de color azul, el olor del perfume, "sí" me decían cosas. Era un silencio a gritos, un desprendimiento en cada insignificante acto de agarrar un objeto y depositarlo en el fondo de la caja. Con cada objeto guardado, la mujer desaparecía aún más, hasta que al final, no quedaba nada de su presencia. Fue una especie de despedida para quien ya había dejado de existir.
Cuando termina de guardarlo todo va a la cocina, prepara una ensalada, cuece dos huevos y con una cerveza helada, se sienta a la mesa. Mientras va arrancando la cáscara de los huevos, distraídamente, observa por la ventana las ramas de un árbol que se mecen al viento.
No me siento capaz de poder explicar con palabras el sentimiento o la sensación que me dejó ese instante de la novela. Un momento que no es ni siquiera definitorio para el desenlace del argumento. Pero, ahora que los charcos dejados por la lluvia, van reflejando las sombras y las luces de mi auto, mientras me dirijo a tomar el tren, recuerdo que hace treinta y seis años, yo también recogía y guardaba en un cajón de cartón, las pertenencias de mi padre.
En el pequeño cuarto había un ventilador con las aspas desnudas, sin la rejilla de protección, varios periódicos, una máquina de afeitar, la brocha para la espuma, una loción, un jabón, dos camisas sucias, un pantalón tirado en el suelo, un cenicero con colillas de cigarro, una silla, un maletín vacío, tres baterías de linterna, una libreta de teléfonos y un bolígrafo. 
Todo lo que rodeaba a mi padre, cupo en un cajón, menos el ventilador. Puedo describir con precisión cada detalle de aquel cuarto, los olores, el rostro de la mujer embarazada que me rogó que le regalara el ventilador, hasta las manchas tan habituales en las camisas de mi padre, pero no podría describir su rostro.
Cuando, buscando alguna cosa, me topo con una foto suya, su imagen me muestra una cara conocida, pero es solo un conocimiento de algo aprendido. Me explico: el rostro de mi padre es "el rostro de la foto".
El suyo desapareció, dejándome en su lugar, un ventilador viejo, una máquina de afeitar y dos camisas sucias.
Estaciono el carro. Subo en el elevador y camino sobre el puente que cruza, por encima, las líneas del ferrocarril. Me siento en uno de los bancos que están bajo techo. Espero a que llegue el tren.


Friday, May 23, 2014

Imágenes en el espejo



Estoy medio dormido, tratando de hacer una siesta cuando me asalta, entre el sueño y la vigilia, una escena surrealista: Tomás y Sabrina, de espaldas a mí, desnudos, frente a un espejo. El espejo proyecta la imagen de ambos. Miran a un punto lejano y ella sostiene en la cabeza un sombrero hongo de color negro.
Los cuerpos que veo de espaldas están entrelazados. Cada cual rodea la cintura del otro. En el espejo no se tocan;  parados uno al lado del otro, miran con cierta melancolía hacia un lugar inexistente detrás de mí. Ella, ataviada con el incongruente sombrero.
No es un cuadro de René Magritte. Es la descripción distorsionada en mis recuerdos de un momento cumbre de La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera.
Doy vueltas en la cama tratando de borrar cada detalle de mi mente. No lo logro.
Imagino otra escena:
Dentro del espejo están Sabrina y Franz. Sabrina está desnuda, mirando ahora hacia un lado. Franz va completamente vestido y sobre su cabeza lleva el sombrero hongo. Franz observa algo que queda delante de él. De espaldas, mirando hacia el espejo, estoy yo. Franz mira hacia mí.
Me levanto y bajo por la novela. La hojeo buscando la anécdota del sombrero. No encuentro lo que busco, pero me topo con otra que no recordaba:
Teresa visita a Sabrina en su departamento. Sobre una mesita, descansa un sombrero hongo de color negro. Teresa retrata a Sabrina desnuda, con el sombrero puesto. Sabrina le ordena a Teresa:
─ ¡Desnúdate!
Teresa, se deja llevar sin oponer resistencia.
Teresa posa para la cámara con los ojos cerrados.
Teresa no quiere ver, solo sentir.
Teresa cierra los ojos y se abandona.
Teresa se deja hacer por la cámara-Sabrina.
Sabrina se esconde detrás de la cámara.
Sabrina es un lente que indaga.
Sabrina dice: ¡desnúdate!
Sabrina escucha a Tomás diciéndole: ¡desnúdate!
Sabrina-Tomás-Teresa-Franz.
Imagino a las dos mujeres, de perfil, frente al espejo. Las dos desnudas. Una apuntando a la otra con una antigua cámara fotográfica. En el espejo, de frente, estoy yo, observando. Tengo puesto el sombrero hongo.
Estoy sentado frente al televisor apagado. La pantalla ahora es un cuadro. Dentro del cuadro, el espejo. Nada se refleja en él. De espaldas, un hombre. Junto al hombre, una columna, y sobre un pedestal, un busto griego. No hay nada más. Es un cuadro de Giorgio de Chirico.
¿Soy ese hombre de espaldas? No. Es un hombre sin imagen. Es un hombre que solo veo yo. El espejo no lo capta. Está parado ahí, dándome la espalda, ignorándome. Existe solo para mí.
Levanto el brazo y toco su hombro. No se mueve, no gira la cabeza. Me desespera el deseo de ver su cara. Estoy parado detrás. Me quito el sombrero y lo coloco en su cabeza. Hace un ligero movimiento, como una forma de acomodarse, de estirar los músculos del cuello. Nada se refleja en el espejo, solo un espacio vacío, profundo como un túnel.
Me encuentro parado en el centro de un salón vacío. Miro alrededor.  Solo paredes de color blanco me rodean. Doy vueltas y descubro lo mismo donde quiera que miro.
Se abre una puerta que no había detectado antes. Entra una mujer. Trato de reconocer su cara. Me esfuerzo queriendo recordar, pero es inútil. La mujer camina y se detiene a unos pasos de mí. Me mira a los ojos. Logro  mantener su mirada. Hay algo feroz en la suya.
Se desnuda. El vestido cae y se pliega con un ligero movimiento a sus pies. La observo. Levanta un brazo hacia mí, señalándome. Es una mujer de Salvador Dalí. El brazo se estira, se hace pastoso, pero no llega a tocarme.
Siento tanta angustia que me duele el cuerpo. Ella no deja de mirarme. De pronto se da vuelta y camina lentamente hacia la puerta. Desaparece.
El vestido queda abandonado sobre el suelo. Lo levanto. Voy hacia el lugar por donde salió. Paso las manos por las paredes buscando el picaporte. No lo encuentro. Recorro toda la habitación, inútilmente.

Saturday, May 17, 2014

De tiburones y otros temores.


Conversamos por teléfono todas las mañanas Mariana y yo. Estamos una hora, hora y media contándonos cosas. Es la conversación mas larga del día, entre las 6:45 a las 8:15. Ella manejando, con los audífonos puestos y yo, mas o menos trabajando, también con los audífonos. Después de ese tiempo, la comunicación es esporádica, intermitente.
¿Sobre qué hablamos? Sobre peces. Ese es el nuevo tema de conversación: los peces. Tenemos dos pesceras con cangrejitos, babosas, camarones, pecesitos de colores, plantas acuáticas, arena, piedras, troncos sumergidos. Un pequeño mundo acuático que nos resta, aún más, el poco tiempo de que disponemos. Pero es lindo todo eso.
Una mañana de sábado me dijo que saldría un rato para comprar algunos mandados y que yo no tendría que ir.
-Voy con Nataly-me gritó ya cerrando la puerta- así tú puedes quedarte escribiendo.
El bombillo de alerta se prendió al instante ante tanta amabilidad, pero la idea de no tener que ir a las tiendas un sabado era muy cómoda, y no pregunté nada.
A las tres horas, llegaron cargando sendas pesceras, bolsas transparentes llenas de agua y peces, motores para el oxígeno, plantas, químicos para el ph del agua, diferentes tipos de comidas, unas tenazas largas, y otros trastes que ahora no recuerdo. Así comenzó la engorrosa etapa de la piscicultura.
Pero la charla telefónica de hoy era alrededor de un programa de Discovery Channel que vimos anoche, sobre tiburones. Nunca nos ponemos de acuerdo Mariana y yo en esto. Como es natural y humano,  les tengo pavor. Ella afirma (el documental también) que son casi inofensivos, y que no atacan (solo en circunstancias especiales) al hombre.
-Tú no has visto Jaws, ¿verdad?- la interrumpí, para molestarla.
Según ella, que fue buzo antes de conocerme, los vio (a los tiburones) mientras nadaba a varios metros de profundidad y jamás tuvo miedo.
A los tiburones no les teme, pensaba mientras la escuchaba, pero un día se encerró en el baño dando gritos de pavor cuando, jugando, la amenacé con una cucaracha muerta. No se lo digo, porque al instante, por venganza, me recuerda, como una punzante daga que se clava en mi ego, el terror casi femenino que me producen las ranas.
Cuando tenia unos quince años, fuimos, mis amigos Juan, Nicolás, Carlitos y yo, a bucear a Piedra Alta, en las afueras de La Habana. Salimos de la carretera donde nos dejó la guagua y bajamos por un despeñadero. Sobre una piedra inmensa y plana que sobresalía de las rocas hacia el mar, acampamos.
Nos quitamos la ropa y nos pusimos las trusas y Juan y Nicolás se lanzaron al agua. Me quedé observándolo todo a mi alrededor; la pared de rocas por donde bajamos, el agua transparente y una cueva al fondo, donde entraba el mar. Me estremecí de frío y temor, al imaginarme dentro de aquella gruta.
Carlitos me susurró que tenia miedo. Yo tenia terror, pero no se lo dije y me tiré al agua, nadé unos metros y regresé, un poco más seguro.
Teníamos solo una careta, que me coloqué y volví a nadar. Cuando pude ver claramente el fondo marino, sentí pánico. La profundidad que había allí parecía infinita. Pero lo peor fue cuando me vi frente a unos peces gigantescos, que me miraban, abriendo y cerrando las bocas, amenazadoramente.
Jamás había sido tan ligero. Nunca antes mi cuerpo fue tan etéreo, elástico, alado, asombrosamente ágil. Subí al peñasco, aterrado, con la rapidez del mejor de los deportistas.
Cuando lo supieron los otros, riéndose de mi cobardía, me contaron que lo que vi fue a un grupo de inofensivas chernas. Pero para mí (hoy sigo pensando igual) era un grupo de monstruos dispuestos a devorarme.
Mariana, en Grand Cayman, bajó de noche con otros buzos hasta un barco hundido. Dice que es una de las mejores experiencias que ha tenido. Habla del silencio, de las sombras, de los peces dormidos, las noctilucas que brillaban al removerlas con las manos. Yo solo veo un acto masoquista y suicida. Trato de imaginarla. Me imagino sobre un barco, mirándola como desaparece debajo del mar. No podría soportarlo. Se lo digo.
Uno de los consejos que daba el documental si había un encuentro con un tiburón era, tratar de buscar algún lugar para esconderse y quedarse quieto hasta que el bicho se aleje.
-Pero en que quedamos-le digo- son inofensivos ¿o no?
Ella tiene una explicación científica para eso. Se explaya en estadísticas, en técnicas de descompresión.
-Yo, nadaría como un torpedo, tratando de desaparecer- contesto cuando me deja hablar.
-Lo sé- responde- tú tienes miedo hasta de una pobre rana.
Sonrío, sintiendo como se va encajando la daga hasta lo más profundo.


Sunday, May 4, 2014

Estocolmo y la nostalgia

                                                             foto: mariana aguero

Estoy leyendo la vida cotidiana de un escritor noruego que vive en Estocolmo. Se cita con un amigo en un bar o un restaurante para conversar. Frente a una cerveza cuentan historias, esgrimen ideas, mientras la ciudad alrededor, vibra.
La ciudad como protagonista indispensable. Los nombres de las calles, el de los supermercados, los museos, los ríos, restaurantes, el metro, las escaleras, las puertas que se abren, las camareras, la nieve en las aceras, el viento helado, los árboles, las hojas cayendo, la piscina pública, las librerías, un hombre que corre por un parque, un viejo que se para en una esquina, un poste de luz que ilumina en la noche.
Esa ciudad que no conozco me mantiene, de alguna manera, melancólico, abstraído. Respiro sus olores, siento el sabor del café, el frío de la nieve, el olor de los cigarros, la textura de los abrigos. Siento, incluso, el sonido de una cuchara contra la taza humeante, las voces, las palabras que no comprendo, el aire frío golpeando mi cara.
Se hace difícil escribir sobre todo esto. Hay que tener cuidado, incluso, se debiera descartar. Es casi invisible la línea que divide lo medianamente interesante con una sarta de cursilerías.
La realidad es que toda esta semana que ya casi termina me he sentido, más o menos, de esa forma. ¿Cómo lo podría explicar? Es como si anduviera cuesta arriba, torpe, acosado por algo que no sé lo que es, en la espera de algún acontecimiento que me acecha.
En esta época del año se cumplen dos fechas que, aunque no tienen nada en común, están envueltas en anécdotas antiguas, y casi todo lo antiguo viene cargado de nostalgia:
Hoy, dos de mayo, mi nieta Rosy cumple once años. No es el dilema, ni  la alegría que vino con su nacimiento lo que recuerdo hoy. No es el miedo que me provocaban sus padres, ni la maldad que les sobraba lo que más recuerdo; es un episodio insignificante, que marcó el instante en que comencé a amarla:
La trajimos aquella mañana por primera vez a la casa. Apestaba. La bañamos y limpiamos la mugre acumulada. Lloraba continuamente. Después del biberón, limpia y vestida, se durmió, acostada sobre la cama. Me arrodillé para observarla. Respiraba con el ruido que hacen los bebés; sale de la garganta desde lo profundo. Los puños cerrados. Con cuidado, le abrí una mano. Las pequeñas uñas estaban llenas de suciedad. Decidí cortárselas.
Terminé sin contratiempos la mano izquierda. La derecha me quedaba algo incomoda y torpemente, le corté un pedazo de la piel de un dedo. Fue el estremecimiento y el llanto, después la sangre, lo que me alertó. Lloró un rato, mientras aterrados, Mariana la curaba y la acunaba sobre el pecho y yo sentía un dolor físico en todo el cuerpo.
Hoy recuerdo eso y aún me duele.
También hace ya más de veinte años, un primero de mayo, caminábamos por París. La ciudad era un continuo asombro. Por la avenida se acercaba un tumulto. Las banderas rojas, retratos del Che, la hoz y el martillo, puños levantados con violencia, consignas, carteles escritos con palabras que no entendía, y La Internacional cantada en francés por cientos de hombres y mujeres.
Nos quedamos en la acera, perplejos, observando toda aquella parafernalia que nos recordaba a la Isla y el espanto. Después que pasaron quedó el ruido de los autos, las personas caminando, los cafés,  las sillas y mesas en las aceras. Nos miramos, y ella me dijo:
─ Esto será inolvidable.
Contesté que sí con un gesto, sin saber que ya estábamos creando nuestra historia.