Tembleque no
olía bien y su verdadero nombre era Ovidio. Lo veía venir caminando con pasos
cortos e inseguros por la acera del frente, desde la calle 6ª hasta mi casa, y
se quedaba un rato frente a nuestro portal.
El brazo derecho en un continuo movimiento sobre el pecho y el pie
izquierdo separándose como si fuera a iniciar una grotesca danza. Madrina dijo un día, mirándolo desde lejos:
─ Ese es un
mataperros.
Esa frase
quedó grabada en mi memoria. Pero Ovidio era para mí un hombre que me daba asco
y pena al mismo tiempo. Se paraba frente al portal y los ojos se le iluminaban
cuando veía a mis hermanas jugar. Como yo era el mayor, trataba de que no se
acercaran a él. No sabía exactamente el motivo de esa reacción. Ahora sé que
estaba asociada a la regla indisoluble que había impuesto mi madre de que no podía traspasar
la baranda del portal. No recuerdo sobre cuáles cosas serían o sobre qué, pero
conversaba conmigo. La boca se le torcía hacia un lado y con un trapo sucio que
sacaba del bolsillo se limpiaba el hilo de saliva que se escapaba de entre los
labios.
Todavía, con
los años que tengo, no puedo ver una pecera que no ejerza sobre mí una especie
de fascinación. Tengo que acercarme, observar, ver las piedras, los peces, sus
movimientos; y siempre, invariablemente, en cada una, mezclada con los colores,
el agua y la cadencia de los peces, aparece la imagen de Ovidio y sus manos
temblorosas. Ese recuerdo venía de la misma forma que lo olvidaba, rápido, como
una sombra que se percibe por el rabillo del ojo. Nunca me detuve a pensar en
esa caprichosa combinación de Tembleque y los peces. De adulto los recuerdos a
veces estorban en la vida cotidiana, pasan a formar parte de lo que se deja
para otro momento más propicio, y los postergamos tanto que se distorsionan.
Ahora que
estoy escribiendo sobre eso, las colas de los goldfish rozan la imagen de aquel
hombre que era un mataperros y que hablaba conmigo mientras se limpiaba la baba
de su boca torcida. En este momento que
lo recuerdo, pude, rescatado del extraño jeroglífico que es la memoria,
entender el por qué.
Con mis
primos me comenzó el deseo de criar
peces. Como mi madre nunca me lo
permitió, corrí a mi refugio donde podía
hacer casi lo que me diera la gana: la casa de Madrina. Allí tuve mi primera
pecera. Recuerdo que goteaba continuamente por una esquina, y después de tanto
chapapote, gomas y otros inventos infructuosos, lo remediamos con una cazuela
en el piso colectando el agua que caía lentamente.
Íbamos en grupo al río de la calle 1ª a buscar calandracas para darle de comer a los peces. Tenía pánico de esa excursión al río, que no era más que un tubo por donde salía el desperdicio del barrio formando un arroyo sucio, donde convivían los guajacones entre ranas, jubos, preservativos, ratas y las entrañables calandracas, pululando en el lodo negro y apestoso.
Íbamos en grupo al río de la calle 1ª a buscar calandracas para darle de comer a los peces. Tenía pánico de esa excursión al río, que no era más que un tubo por donde salía el desperdicio del barrio formando un arroyo sucio, donde convivían los guajacones entre ranas, jubos, preservativos, ratas y las entrañables calandracas, pululando en el lodo negro y apestoso.
Nada de eso
era tan terrible como ser asaltado por una pandilla de muchachos negros que
vivían en los alrededores. Yo temblaba de miedo. Conocía de sus golpes, sus
piedras, sus espadas de madera, sus tira-chapas y sus pies dando patadas. Pero
no había otro lugar para encontrar comida, y Pedro, el señor que criaba
peces, muchas veces no tenía para
vender. Aquella tarde, al no tener a nadie que me acompañara, me aventuré solo.
Tenía dos opciones: iba solo, o se me morían de hambre. Temblando de miedo, fui
con mi lata al río. Las calandracas se hundían en el fango apenas sentían el
menor ruido. Había que meter la mano profundamente en el lodo negro y agarrar
lo más que se pudiera y echarlo a la lata. Tenía que ser rápido, preciso, sin
ningún titubeo.
En eso
estaba cuando sentí la primera piedra contra mi espalda. Me volví aterrorizado
y allí estaban: tres negritos que me esperaban amenazantes. Me lanzaron otras
piedras. Traté de correr, pero me dieron alcance y me lanzaron al suelo.
Mientras uno de ellos sobre mí no paraba de golpearme, los otros gritaban y
reían, alentándolo. Creo que aquella golpiza duró tres horas, un día, diez
años. Con los ojos cerrados trataba de esquivar los golpes y de devolver
algunos. De pronto, por sobre los gritos de los muchachos, sentí los de Ovidio.
Me dejaron y salieron corriendo gritándole:
─
¡Tembleque!... ¡Tembleque!... ─mientras le arrojaban lo que encontraban en su
huida.
Después de
sacudirme un poco la tierra y recuperar del polvo lo que quedaba de mi
adolorido ego, levanté la lata que rodó en la pelea, y con Ovidio recogimos las
calandracas.
─ Voy
contigo ─ me dijo cuando terminamos ─ no sea que esos cabrones regresen.
Hablamos de
los peces. ¿Hablamos de los peces?
¿Fuimos conversando hasta la casa?
La memoria es caprichosa, juega sucio. No lo recuerdo. Solo recuerdo el
olor del fango dentro de la lata, su color brillante, y una ligera sensación de
seguridad.
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